Palabras sin reposo

Beatriz Zalce

Si hablamos de Resistencia…

Varios Zócalos me habitan el corazón. Zócalos sinónimo de Rebeldía, Resistencia y Dignidad. Zócalos semilla, raíz, paradisiaco fruto prohibido. Zócalos pletóricos. Jubilosos. Encabronados. Zócalos ganados a pulso. Zócalos que hicimos nuestros en la construcción del México que queremos, que merecemos y del que estamos a años luz:

Martes 13 de agosto de 1968: Entran al Zócalo más de 150 mil personas entre estudiantes y maestros de la UNAM, del Poli, de Chapingo, de las Normales. Los acompaña gente que se sumó mientras caminaban desde el Casco de Santo Tomás; gente que los vio pasar pidiendo libertad para nuestro país, libertad para los presos políticos, para los líderes ferrocarrileros Valentín Campa y Demetrio Vallejo, para los jóvenes que empiezan a poblar las cárceles nada más porque piden diálogo público, disolución del cuerpo de granaderos, derogación de los Artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal, indemnización a las familias de los muertos y de los heridos por la represión gubernamental, destitución de los jefes policiacos Cueto, Mendiolea y Frías, deslinde de responsabilidades de los funcionarios involucrados en actos de violencia contra el Movimiento Estudiantil.

Ahí, desde el mismísimo Zócalo, retumba el grito: “¡Sal al balcón, hocicón!”. No es sólo la juventud la que grita, es la indignación de todos por la puerta de San Ildelfonso destrozada de un bazukazo, es la rabia por los estudiantes, los maestros y la gente de a pie golpeados, encarcelados.

“Había que llegar al Zócalo, teníamos que desacralizar al Zócalo, y lo logramos” le dijo Salvador Martínez de la Roca, Pino, del Comité de Lucha de la Facultad de Ciencias de la UNAM a Elena Poniatowska para La noche de Tlatelolco.

La segunda vez fue el 27 de agosto. El número de manifestantes llegó a 300 mil. A su paso por Reforma la gente les grita, les aplaude. Muchos lloran. “A donde volteara uno veía un mar de cabezas, manos en alto que aplaudían, éramos bien felices” le comentó Elena González Souza, entonces estudiante de Medicina a Poniatowska. El Zócalo se llenó, se retacó. Los estudiantes echaron las campanas de Catedral al vuelo y encendieron todas las luces e izaron una bandera rojinegra.

La tercera tuvo lugar el 13 de septiembre, cuando la Gran Manifestación del Silencio. Sin gritos, sin porras ni consignas. Muchos jóvenes que pensaban que no iban a poder estarse callados se pusieron tela adhesiva sobre la boca. Sólo se oían sus pasos haciendo camino. Del silencio surgió la “V” de la Victoria, la “V” de Venceremos, emblema del Movimiento Estudiantil. El Zócalo: lleno. Lleno y feliz cantando el Himno Nacional.

A principios de 1995 Ernesto Zedillo, entonces presidente, simulaba querer negociar con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional para encontrar una salida pacífica al conflicto. Mandaba a territorio rebelde a su secretario de Gobernación (hoy embajador en Estados Unidos del México de la 4T) a dialogar, siempre cargado de amenazas. Los zapatistas estaban en alerta máxima. La tensión era tal que la actriz Ofelia Medina organizó ayunos por la paz en el Ángel de la Independencia.

El 9 de febrero Zedillo rompió unilateralmente la tregua pactada. Envió a los bastiones zapatistas a más de 60,000 soldados que se dedicaron a detener y torturar a civiles, a violar mujeres, también a robar y a destruir. De la hermosa Biblioteca de Guadalupe Tepeyac sólo quedó el recuerdo. Helicópteros artillados hacían vuelos rasantes de día y de noche atemorizando a la población, impidiendo que salieran a cultivar sus tierras, es decir sembrando la semilla del hambre en zonas de por sí muy castigadas. Se militarizó Chiapas. En diferentes estados de la república fueron detenidos “presuntos zapatistas” y se les acusó de terrorismo. La PGR giró órdenes de aprehensión contra la dirigencia Zapatista y el Subcomandante Insurgente Marcos. No muy veladamente le habían puesto precio a la cabeza insurgente: un préstamo del FMI por 17,800 millones de dólares.

El 11 de febrero la Comandancia del EZLN, a través de un comunicado llamaba a detener la guerra genocida, en tanto los zapatistas, tropas y civiles, se replegaron. Reitera su voluntad de encontrar una salida pacífica. Pero deja muy claro: “No nos vamos a rendir, resistiremos.”

Tres veces en diez días, nosotros, la sociedad civil, llenamos el Zócalo con nuestra indignación y cólera: “Zedillo, a Almoloya”, “Zedillo: asesino, matas campesinos”, “Tortilla y sal: bienestar familiar”, “La devaluación es culpa del pelón”, “Chiapas, Chiapas no es cuartel, fuera ejército de él”, “Marcos, aguanta: el pueblo se levanta”, “Marcos, escucha: la mujer está en tu lucha”, “No están solos, no están solos”, “Marcos, sí. Zedillo, no”, “País petrolero y el pueblo sin dinero”. En el Zócalo, mirando a Palacio Nacional, se hizo una petición: “Se hace urgente que renuncie el presidente”.

La UNAM se asumió zapatista. De la UAM surgió el grito “Todos somos Marcos” y se dijo orgullosa de que el espíritu de Zapata cabalgara por sus aulas. El IPN no se quedó atrás. Los sindicatos se hicieron presentes. Los Sesentayocheros en voz de Raúl Álvarez Garín fueron muy concretitos: “La Patria nos reclama. Tenemos que parar la guerra y tirar a Zedillo con acciones civiles. El origen de la crisis no está en la Selva Lacandona sino en la sumisión al imperialismo norteamericano”. Doña Rosario Ibarra de Piedra tomó la palabra: “Me hablaron de Estados Unidos, de Canadá, de Inglaterra, de Francia, de España, de Suiza; se van a sumar a nuestro movimiento”.

En esos Zócalos de febrero de 1995 se oyeron muchas voces: “Les estudiantes bromeando, también estamos luchando”, “La neta, la neta: fuera yanquis del planeta”. Y por otro lado, una Doña del Comité Eureka: “Ya no nos maten a nuestros hijos”.

En su discurso Rosario Ibarra habló de lo que significa replegarse a las montañas como lo hicieron las tropas y los civiles zapatistas: piojos, garrapatas, hambre, miseria y más hambre.” Y también habló del ejército mexicano: “Puesto en ridículo por Zedillo, cumple un papel que no le ha sido asignado por la ley: reprimir al pueblo.  

El Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas enfatizó: “Para construir la democracia tiene que haber paz en Chiapas. Seguimos hundidos en una profunda crisis política. Lo inmediato es lograr la paz, la libertad de los presos políticos. Nos toca a todos reforzar a la CONAI y a Don Samuel Ruiz”.

Siguieron los Diálogos, primero en San Miguel y luego en San Andrés Sacamch’en, los cinturones de paz, las reuniones de asesores zapatistas, la Consulta Nacional, la firma de los Acuerdos de San Andrés el 16 de febrero de 1996, la ruptura del cerco militar cuando la Comandante Ramona vino a la ciudad de México. “Soy el  primero de muchos pasos de los zapatistas al Distrito Federal y a todos los lugares de México” dijo en el Zócalo que la escuchaba atentamente. Siguió el Foro Especial por la Democracia, el Intergaláctico, la creación del FZLN, la creación de los Municipios Autónomos Zapatistas, la masacre de Acteal, la marcha de los 1,111, sin duda fue la primera gran marcha indígena hacia la capital, que entró al Zócalo el 13 de septiembre de 1997.

Así quedó plasmado el recuerdo de René Villanueva en Como gotas de ámbar: “Antes de que entrara el primer contingente, ya el Zócalo luce un lleno que me recuerda al mayor que he visto: la manifestación estudiantil del 27 de agosto de 1968. La entrada de los zapatistas y su arribo al templete tomó casi una hora. La hermosa plaza encendida de campanas y fiesta verdaderamente patria es un sueño donde flotan la enorme bandera, la luna, Palacio y Catedral sobre el oleaje de la multitud. Agua humanidad, diría Pellicer, donde todo se releja y enciende, sobre todo cuando la voz de Claribel, desde la tribuna, dijo la palabra del EZLN:

“Llegamos hasta acá para exigirle al señor Ernesto Zedillo Ponce de León que cumpla su palabra. Le demandamos que cumpla con lo que firmó en la mesa del diálogo en San Andrés en febrero de 1996. Le exigimos que retire a sus soldados de las comunidades indígenas de todo México. Si no va a cumplir, entonces le decimos que hable claro al pueblo de México, que ya no lo engañe hablando de paz”.

“¡Aquí estamos!” dijeron los 23 comandantes y un subcomandante que integraban la Marcha del Color de la Tierra también llamada la Caravana de la Dignidad Indígena, el domingo 11 de marzo del año 2001 cuando entraron a la Ciudad de México, ciudad que ya era suya desde el 12 de enero de 1994. Los acompaña el Congreso Nacional Indígena. Habían recorrido 12 estados de la República y se echaron los 16 kilómetros que median entre Xochimilco y el Zócalo. Su palabra sonó en las 56 lenguas indígenas, en castellano y en muchas otras lenguas de muchos otros países pidiendo Paz, Libertad y el Cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés al Congreso de la Unión, es decir que se reconozcan constitucionalmente los derechos de los pueblos indios. La gente salió a su encuentro, los anónimos y los egregios; muchos llegaron desde la víspera a ocupar su lugar en la calle, en el Zócalo, en la historia.

“Nunca más un México sin nosotros” se leía en uno de los flancos del camión en el que llegaron al Zócalo. Nunca se había visto tan inmensa multitud en la Plaza de la Constitución. Emocionado, José Saramago habría de decir: “Esto es sobrehumano. Lo que han logrado sobrepasa cualquier cálculo de la imaginación.” Bien lo dijo Herman Bellinghaussen en su crónica: “Por primera vez desde que la nación existe, los pobres entre los pobres, los olvidados, los presuntamente extintos, los pueblos indígenas, fueron recibidos como se recibe a los príncipes”.

Ramón Vera Herrera recogió las palabras de los hombres y mujeres de maíz en una hermosa crónica, en un hermoso libro (La Caravana de la Dignidad Indígena: El otro jugador): “Somos una voz entre todas esas voces, un eco que dignidad repite entre todas las voces. A ellas nos sumamos. Nos multiplicamos con ellas. Seguiremos siendo eco, voz somos y seremos. Podemos ser con o sin rostro. Armados o no con fuego: Pero zapatistas somos. Somos y siempre seremos”.

El Zócalo del 8 de marzo de este 2021 aunque morado y verde es muy distinto a los anteriores. Unos días antes se instaló una valla de tres metros de altura alrededor de Palacio Nacional. Se dijo que era por seguridad. ¿Seguridad de quién? Cada día se suman diez, a veces hasta once feminicidios a la lista dolorosamente larga, añeja e impune.

A principios de la década de los 90’s las cruces rosas de “las muertas de Ciudad Juárez” formaban un bosque. El antimonumento instalado frente al Palacio de Bellas Artes el 8 marzo del 2019, Ni una más, indica que en México nueve mujeres son asesinadas cada día sin que pase nada, sin que las autoridades se den por enteradas, sin que la sociedad se estremezca. “¡Señor, señora, no sea indiferente: se matan a las mujeres en la cara de la gente!”. Hoy la cifra ha aumentado, la violencia también y la rabia, ni se diga. El “¡Vivas se las llevaron, vivas las queremos!” recuerda la consigna que lanzaran Doña Rosario Ibarra y las madres de desaparecidos políticos cuando se plantaron en huelga de hambre frente a Catedral en 1978.

Para López Obrador los feminicidios son menos importantes que la rifa del avión presidencial. Desestima las protestas pues dice que empezaron con su gobierno. Sin embargo, gusta de hablar de igualdad, de derechos de la mujer.

Pero el pasado 8 de marzo se parapetó tras una valla que se empezó a levantar unos días antes. El Zócalo vio como el estado, los cielos, las calles, los jueces y los judiciales temblaron como en la canción de Vivir Quintana, estrenada ahí el año pasado y ahora himno feminista. El Zócalo atestiguó como los nombres de Claudia, Esther, Teresa, Ingrid, Fabiola, Valeria, la niña Fátima y los de tantas, tantísimas más, se escribieron con pintura blanca en esa valla que pasó a ser un memorial de las víctimas de feminicidio. Manos jóvenes, manos viejas, manos cuidadas, manos maltratadas por el trabajo; colocaron flores, Siemprevivas. Para el ocupante de Palacio Nacional eso fue una provocación y no la más legítima demanda de justicia.

Varios Zócalos me habitan el corazón. Desde hace unos días le han cambiado el nombre a la Plaza, dizque en aras de la memoria. Le han plantado un costosísimo adefesio de cartón cemento que en las noches se ilumina como antro ochentero y que no encarna la memoria, la resistencia ni la dignidad mientras a un ladito el Templo Mayor, con un presupuesto reducido en 70%, se resigna a convertirse en polvo del esplendor.

Beatriz Zalce

Premio Nacional de Periodismo por su labor cultural en Desinformémonos. Catedrática de la Escuela de Periodismo Carlos Septién y de la Facultad de Estudios Superiores de la UNAM.

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