Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Vienen o vamos

Grabado: Franco Lázaro Gómez (1920-1949)

Vienen o vamos nos preguntamos siempre. ¿Realmente nuestra gente se apersona en nuestros sueños?, o más que eso ¿llega y se hace presente en nuestro ámbito que llamamos real, o somos nosotros quienes les visitamos en ese su ámbito ya amorosamente narrado por John Berger cuando nos insiste en que atendamos la economía de los muertos?

En And our faces my heart, brief as photos, John se cuestiona por las fronteras, los cruces de caminos entre el sueño y la vigilia, la entrañable duermevela. Dice John, “de ahí una puede deambular a cualquiera de los dos ámbitos. “Puedes irte en un sueño o puedes abrir los ojos, estar consciente de tu cuarto, de la habitación, de los cuervos que graznan en la nieve allá, ventana afuera. Lo que distingue este estado de uno de pleno despertar es que no hay distancia entre la palabra y el significado. Es un lugar donde se originan los nombres. Y desde ahí me vi a mí mismo antes de nacer, más de nueve meses antes de nacer. La vida-que-viene-en-el-vientre estaba mucho más allá tal vez que la muerte ahora. Ser concebido fue un llamado a ponerme al frente, a asumir una forma. No obstante, esta existencia previa, aunque sin forma, no era vaga ni neutra. (Digo neutra y no neutral porque sí tiene una carga sexual, aquella de la sexualidad indiferenciada.) Ahí estaba sin lugar y con tanta inocencia. No era particular y por tanto era invulnerable. Pero estaba feliz. La sola imagen de mi felicidad, el único contrabando que puedo escamotear de regreso al cruzar al despertar pleno, no era una imagen de mí mismo —porque eso seguramente no existía del otro lado de la frontera— pero sí la imagen de algo afín a mí: la superficie plana de una roca, una piedra cubierta de continuo por una piel de agua”.

Cada día que pasa me es más fundamental preguntarme más y más por lo que, oculto, sigue gritándonos pese a la banalidad aparente del mundo. Por eso regreso a John. Con toda claridad lo visito en ese su ámbito, porque sé que se nos fue un 2 de enero de 2017. Y su muerte desató telefonazos desde México y a París y a Quincy, y los decires de su gente cercana me alojaban también. Me relataban una foto mía y otra de mi hijo en su escritorio: “Los ojos de Mateo tienen que ser la mirada del futuro”, habría dicho.

Eso pesa, no porque lo diga alguien que en vida y después de su muerte es una persona conocida, sino porque habla de los lazos entrañables que hay que cultivar para que la vida se extienda más allá de la muerte, para nosotros los vivos —y tal vez para ellos que se han ido.

No llego aún a formular con claridad el camino que me lleva desde que pensé escribir este texto.

Hablar de una economía de los muertos es una insistencia por darle presencia al intercambio que ha existido desde el comienzo de la humanidad entre personas vivas y muertas. Imaginar este intercambio, esta relación, supone apelar a temporalidades dispares, que fluyen de maneras distintas. Escribe John, en presente, aunque lo haya escrito en 1983-1984: “Me digo estas cuestiones no por confeccionar una especiosa alquimia de la inmortalidad, sino para recordar yo mismo que es mi visión del tiempo lo que de un modo implacable es interrogado por la muerte. No tiene ningún caso utilizar la muerte para simplificarnos. [Así podría haber titulado este texto.] Mi amigo Tony ya no está adentro del nexo de tiempo así como lo vivimos quienes, hasta épocas recientes, éramos sus contemporáneos. Él está en la circunferencia de ese nexo (la circunferencia no de un círculo, sino de una esfera) como en los diamantes o las amibas. Y de todos modos eso está también dentro de ese nexo como lo están todas las personas muertas. Ellas son todo aquello que los vivos no son. Los muertos son la imaginación de quienes viven. Y para los muertos, a diferencia de para quienes viven, la circunferencia de la esfera no es ni una frontera, ni una barrera”1.

Al igual que John, que se dice que ya no está, persigo la idea de que al morir, las personas que se nos fueron quedan en ámbitos desde donde nos alcanzan o desde donde les alcanzamos todo el tiempo. De ningún modo dejaron de actuar y provocar consecuencias y activar procesos y reventar imaginaciones, incluso impulsando venganzas, arrepentimientos o pasiones sin final, desde donde están, desde donde les sentimos.

Ya en otro libro, King, la historia de un perro callejero y su familia humana de vagabundos sin techo en una ciudad tan sospechosa como Ginebra, los protagonistas hablaban de lo que decía Giamattista Vico, que éramos humanos porque enterrábamos a nuestros muertos. Humare significa, literalmente, enterrar, cubrir a quien falleció. Pero por extensión, porque enterrar supone una celebración, un no pasar por alto, un entender la importancia de quien pasa a otros ámbitos, los humanos conmemoramos a nuestros muertos. Ellos pasan entonces a todos aquellos ámbitos desde donde no se les puede tener localizados, situados, porque están en todas partes donde los rastros palpiten.

Llevo ya rato reivindicando mi cargar a mi gente fallecida, como este entrañable grabado del artista chiapaneco Franco Lázaro Gómez, que nos insta a hacernos responsables de llevar en la vida a quienes ya fueron pero nos abrazan, nos hacen fuertes (o nos roban energía) y nos dan un horizonte histórico interminable, nuestro siempre.

Así, pienso en mi jefa, de la que algún día relataré sus maravillas y sus tristezas (todas las que me recuerde). Pienso cómo se conectaba en directo con ese ser. Y habrá quien no crea pero yo tengo en la memoria la vez que me dijo que su mamá, con quien había tenido una muy mala vida, la había venido a visitar y había hablado mucho con ella, tomándola en sus brazos y le había pedido perdón y habían llorado juntas.

Y al día siguiente, Blanquita, mi mamá, me había dicho: yo creo que tu abuela Rosa ya se murió o está por fallecer, porque me vino a ver… y a los pocos días yo recibí la llamada desde Guadalajara, con que nos contaron la muerte de mi abuela. Rosa misma y mi madre habían sufrido de modos diferentes el asesinato de mi abuelo, un Antonio Herrera, vasco de nacimiento, que era abogado agrarista al que le habían tendido una emboscada por defender a unos campesinos con conflictos con los caciques de por allá de Maltrata, Veracruz. Lo crucial es que esto fue antes de que Blanquita naciera, y ese karma ha sido fuerte en nuestra familia, tanto que a mí Antonio Herrera me visita y conversamos, me lo imagino siempre y pienso cómo debe haber sido su relación con mi abuela que a partir de ese suceso rechazó a mi madre al punto de que Blanquita fue criada por mi bisabuela, mamá Julietita.

Comienzan a desfilar, o yo los invoco, a tantas y tantos que me configuran, que me dan mirada y relatos, comprensión y tristezas: pienso en tata Juan Chávez, de quien tengo tres imágenes que siempre me acompañan: una es verlo llegar a mi cama de fracturado con su guitarra, a cantar y conversar conmigo toda una tarde siendo él un sabio al que todo mundo buscaba (que llegó a ser protagonista de la película Caminantes, de Fernando León de Aranoa y guión de Ángel Luis Lara que filmaron todo el proceso previo al congreso indígena de Nurío). Ese regalo lo atesoro porque me planta en la modestia que hay que asumir como moneda de cambio. Esa su modestia me hace recordarlo despertando de su cama en los costales de maíz apilados en su bodega, o subido en el techo que reparaba para caer desplomado hacia la muerte instantánea.

Pienso en nuestros maestros, Pedro de Haro y Alfredo Osuna, cada uno sabios a su modo, rudos ambos. Uno maraka’ame y dirigente de su pueblo wixárika, curador de manantiales, defensor del territorio, talismán él mismo que donde se ubicaba todo acontecía como debía. Y si lo empato con Alfredo Osuna es porque ambos tuvieron, tienen, un horizonte de la totalidad de la condición actual de los pueblos originarios como nadie antes ni después haya expresado. Uno wixáritari, el otro yoreme, domador de caballos, jinete desde chavalito. Don Alfredo logró acuerpar “el cuerpo del pensamiento” de su tribu de Cohuirimpo, y volcarlo al mundo en escritos abigarrados y filosos. Recordarlo así me pesa menos que saber que la diabetes se lo fue comiendo hasta dejarlo sin piernas y atado a una silla, con el universo entero bulléndole en la imaginación y en las certezas, alimentando su sentido de la tragedia del pueblo yoreme, arrinconado por las compañías acaparadoras de tierras para sembrar trigo siendo fabricantes de sopas y pastas. Éstas que se comieron su territorio y le siguen apostando a acabar con los yoreme.

Luego están mis hermanos, empezando por Francisco, mi hermano de sangre, que se fue callando y aislando y sumiendo en su mundo personal hasta retirarse de este mundo desde el silencio. Yo siempre lo veré leyéndome El Tigre de la Malasia, de Salgari, La narrativa de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, o La isla misteriosa, de Julio Verne. O en nuestras batallas entre piratas con muñequitos plastimarx, o entre guerreros medievales, en los patios de una casa colonial en Cuautla o en el universo contenido en las escaleras de un enorme cubo de unos apartamentos en Boston 88, a una cuadra del Parque Hundido. Está la suavidad del tránsito al infinito de mi hermano Carlos Vicente, que se quedó dormido en la siesta y no despertó, lo que nos dejó a sus entrañables en un desconcierto del que apenas vamos entendiendo cómo salir. Pero lo que sí sabemos es que su presencia sigue impulsando procesos de articulación y entendimiento en los urdimbres de los movimientos indígenas y campesinos de todo el continente, con repercusiones a muchos años por venir. Así también se escurrió al “sueño grande” Ricardo Robles, que lo llamaron a comer y no contestó y ya estaba en otro plano, sentado frente a su compu. Mis hermanos Federico Ortiz y Salvador Torres fueron juntos ellos tanto, junto con tata Juan Chávez que los vuelvo a juntar por buscar rinconcitos a donde buscar si se me pierden un poco. Ellos siempre me llenan de emociones y de comparticiones y complicidades cotidianas, que me van creando y recreando. Quienes saben de los últimos momentos de nuestro carnalito Eugenio Bermejillo, dicen que fue dulce y gozosa su partida, disfrutando el viento de la pendiente donde pedaleaba su bici, allá por Valle de Bravo y la limpidez del sol y de la compañía de sus amigos entrañables.

Eduardo Llerenas se nos fue tras años de batallar con su respiración, pero con un cariño por la vida y la creatividad y la música que nos deja un legado e inmensas tareas pendientes por continuar sus búsquedas imaginantes y su sentido de la generosidad. Jean Robert también se nos coló a la circunferencia de esa esfera envolvente de la que habla John Berger, pero sus pendientes son toda una vida de tareas y reflexiones por entender y cumplir y sentir y ubicar siempre con las demás personas, siempre en la construcción con los otros y otras, con tanto cariño pleno por la gente común, por quienes pueden hacernos entender que todo es todo el tiempo. Que pensar que sabemos más que otros nos pone en la responsabilidad de que entendamos que no es así, que sólo intercambiamos estampitas, como las que me compraba mi papá, también Francisco-Pancho, después de un sope con salsa verde y mucha cebolla los domingos tempraneros en las orillas del mercado de San Juan, haciendo el abasto para el restaurant que administraba. Él se nos fue tras años de negarse a estar atado a una silla de ruedas, por lo que atascaba de pastillas contra el dolor, que le provocaron sangrados irreparables en su intestino de los que ya no se repuso.

Flashazos, destellos, no abundo porque no terminaría. No tengo muchas mujeres que yo recuerde su muerte, ni tengo en mi entorno las muertes violentas y angustiosas de tantísimas personas en nuestro país. No es un privilegio, pero sí ha sido un regalo. He tenido la fortuna de conocer gente admirable y cuidadora del mundo.

La vileza de la violencia se ensaña con nuestro México y la militarización tan sólo recrudecerá sus términos y condiciones, como dice la instrucción burocrática.

Su presencia y su ausencia, la misma dialéctica que las configura, danzan una con otra mientras como apariencias, como semblanzas, como visiones, memorias, las invocamos o nos visitan, según nos insiste John Berger, con el mismo cariño que habla de las flores, o de los campos sembrados, o de la ordeña de las vacas, es decir, con sencillez y sentido de la convivencia. Es cotidiano porque es extraordinario, o al revés.

Por eso tal vez mi Blanquita, pese a todo lo que atravesó y remontó en la vida, desde la orfandad hasta la violencia del abandono y de su vida sola hasta encontrar a su compañero de la vida, y a nosotros, sus hijos, cuando se fue se despidió diciendo únicamente: gracias, gracias.

1 Ver páginas 12-15 del libro. Pantheon Books, Nueva York, 1984

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