Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Atisbos a la reforma agraria colombiana

Foto: Mario Olarte

Dispara este comentario la nota de América Economía donde se afirma que el gobierno de Colombia invertirá 4254 millones de dólares en comprar tierra y emprender una “reforma agraria”. Con ese dinero, el gobierno colombiano espera adquirir 1.5 millones de hectáreas “para entregar a campesinos pobres o desposeídos”. Se supone que estas medidas contribuyan a “impulsar la producción de alimentos y consolidar la paz”.

El plan en cuestión comenzó a finales de 2022 y supuestamente estará vigente hasta el 2026. El plan, considerado una de las importantes “banderas” del presidente Petro, alcanzará a 150 mil familias, si pensamos que le tocarían 10 hectáreas a cada familia, y el objetivo es que para fines del periodo de este gobierno se alcancen los 7 millones de hectáreas entregadas complementando la compra de tierras “con la adjudicación de propiedades confiscadas a narcotraficantes y con la titulación de terrenos a campesinos que los ocupan sin tener la propiedad legal”.

Suena muy interesante que el gobierno colombiano decida emprender una redistribución de la tierra.

La confiscación o expropiación de tierras mal habidas es un acto de justicia donde no hay siquiera mucho que hablar, pero la compra de tierras a precios comerciales abre infinidad de preguntas, remite a la historia de otros países de América Latina como México y sus brigadas de Focos Rojos, y levanta de entrada el cuestionamiento de que la “redistribución de tierras” termine siendo un gran negocio para los terratenientes, que no necesariamente se retiran de alguna región donde vendieron tierras.

En muchos casos, a juzgar por lo que ocurría en ese México al filo del siglo XXI, en el Proyecto Focos Rojos, los caciques buscaban vender fragmentos de sus enormes latifundios con lo que permanecían en la región, seguían ejerciendo su influencia, su poderío —y en muchos casos la casi exclusividad de la zozobra y la violencia—, pero además se capitalizaban. Así reforzaban sus emporios, remodelaban sus infraestructuras y terminaban mejor emplazados que antes porque, además, las tierras que vendían eran bastante inútiles para los fines agrícolas definidos por los estándares de grandes extensiones para siembras industriales.

Por fortuna, en el caso de la Sierra Huichola, al menos, las comunidades exigieron que quienes vendieran, se fueran por completo, porque gran parte del malestar de los núcleos huicholes era y es la presencia de gente que ha sido violenta en extremo con las comunidades.

Es decir, seguir de cerca una redistribución agraria pone de manifiesto, si prestamos atención, la historia regional y nacional de la tenencia de la tierra: los acaparamientos, los conflictos, las influencias, las recuperaciones, los litigios. Aun esto termina siendo incompleto si sólo nos atenemos a uno de los innumerables usos que una comunidad o núcleo agrario puede darle a sus parcelas, o a sus lotes de uso común, sobre todo si esas comunidades tienen ya la noción contemporánea de “territorios” y no sólo de “tierras” o de “predios” o “lotes”. Tras la idea contemporánea de autonomía subyace el uso que la comunidad hace de su territorio, la vocación con la que empata su interés comunitario con el cuidado de dicho territorio (eso que hoy le llamarían “derechos de la Naturaleza”).

En el caso de Colombia, con una guerra a cuestas que costó 450 mil muertos, y que entre sus causas primeras estaba el anhelo por recuperar o lograr tener tierras para cultivar, es crucial asomarnos al pasado colonial, a la historia de imposición, a los patrones de producción, al advenimiento del capitalismo y su economía de enclaves, con su industrialidad y su expansionismo, con su mano de obra de peones por deuda y las historias de esclavitud y expulsión.

En esas historias, con las que podríamos reconstruir la configuración de los territorios de los pueblos originarios, de los afrocolombianos [o afrohondureños o afromexicanos por poner el caso], se asoma la idea que de sí mismos tenían y tienen esos pueblos, y la vida plena que le daba peso, fundamento, a su relación con el suelo, con el monte, con la plenitud de la recolección, la caza-pesca y su labor de cultivadores que fueron cercados y luego utilizados, sometidos, esclavizados, expulsados.

La historia de su vida es igual a la historia de sus territorios. Entonces la pregunta ahora es si esta vuelta de la redistribución de la tierra tiene todas estas consideraciones o si no son pertinentes a la urgencia de que la gente tenga 10 hectáreas de tierra para sembrar. ¿En qué condiciones? ¿Con qué modelo de agricultura? ¿Con qué programas, insumos, semillas y condiciones de rentabilidad/sustentabilidad?

Los territorios ocupados por los conquistadores/encomenderos y después terratenientes y señores finqueros devinieron con el paso de los siglos en terrenos ajenos, privados, para sembrar cacao, café, caña de azúcar y hoy palma aceitera y siembras ilegales. [Aunque desde 1824 con Simón Bolívar, ya se consagrara el respeto a la propiedad territorial de los pueblos indígenas. Porque esta noción territorial comenzó a ser borroneada con los proyectos de los gobiernos liberales que buscaron incluso la disolución de los resguardos indígenas.

De acuerdo a Marco Alberto Velásquez Ruiz, desde 1991, la Constitución Política identifica “a las comunidades étnicas como sujetos colectivos de protección especial. Dicha protección se expresa en su vinculación con figuras territoriales como resguardos indígenas y los territorios de las comunidades afrocolombianas. Las tierras comunales de los grupos son inalienables, imprescriptibles e inembargables; por ello la explotación de los recursos naturales en estos territorios se debe hacer de común acuerdo con las comunidades implicadas, y con respeto de su integridad cultural, social y económica”.

Aunque esto suena muy armonioso, el mismo autor identifica contradicciones, obstáculos y “entrecruzamientos entre las normas que reglamentan los derechos colectivos de propiedad de las comunidades étnicas; las normas enfocadas en definir un esquema de ordenamiento territorial”. En fin, todos los pormenores de aprovechamiento de esas tierras, según valuaciones económicas o incluso ambientales pero que definen siempre, en términos del Estado, el proceso y las normatividades. Nunca hay un proceso abierto donde las comunidades realmente puedan decidir qué hacer con su territorio, cuáles son sus prioridades, sus intereses, sus cuidados de larguísimo plazo que habría que recuperar también.

Si a esto se le suma la llamada “justicia transicional”, surgida de la terminación del conflicto y buscando efectos pacificadores, existen muchísimas variables que tomar en cuenta al momento de reintegrar tierras o dotar de ellas a las comunidades u organizaciones. Y siempre parece estar incompleto el menú.

La pregunta entonces es: ¿qué tan territorial es esta nueva apuesta de distribución de la tierra? ¿Se está integrando la triada agua-bosque-parcela/tierra para configurar un entorno que envuelva con su integralidad la vida de las comunidades para que entonces sea, sin duda alguna, un entorno de subsistencia? ¿Cómo garantizar la libre determinación y autonomía para ejercer plenamente los territorios donde los pueblos y comunidades quieren ser, donde haya una verdadera “recuperación y liberación de la Madre Tierra”?

Cómo reivindicar estos rasgos, cómo proponerlos cuando hay tanta gente sin tierra, por los conflictos armados y el papel del crimen organizado en la reconfiguración de las propiedades.

Ahora, con la reforma en ciernes, la pregunta recurrente por parte de quienes critican la medida es ¿de dónde saldrá la plata para pagar toda esa tierra?

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