Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Los “derechos de obtención” son un robo

Olotón. Foto: Benito Estrada

El entendimiento de lo que es el maíz en la civilización popular mesoamericana parece fácil pero lo nublan los intereses que van corroyendo la claridad que podríamos tener al respecto.

Todo parece un balance entre producir y vender y tener lo necesario para “satisfacer las necesidades propias de los productores”. Es decir, se busca dirimir todo en el balance de costos y beneficios, con unos lentes neoliberales que presumen la posibilidad de producir enormes cantidades, y recibir también ganancias inusitadas por vender alimentos o el uso de variedades Y si no es posible o no es clara esa ganancia, la doctrina decreta que es insustentable, que no es posible “subsidiar” tal retraso cultural que empantana los negocios.

Suena ramplona toda esta disquisición. Lo es.

Los pueblos que tienen como centro de su vida comunal a la milpa como resumen y prefiguración del mundo, de los lugares significativos donde todo es posible, miran muy diferente la situación.

Dice Aldo González, dirigente de la Unión de Organizaciones de la Sierra Juárez de Oaxaca (Unosjo) y actual presidente municipal de Guelatao, en un texto de 2019 donde refiere un caso de controversia: el caso del llamado maíz olotón (o maíz mixe):

“En 2005 la transnacional de alimentos y golosinas Mars Inc convenció a una comunidad mixe de cederle derechos sobre una raza de maíz con raíces adventicias. Resultó un problema, porque la variedad no es exclusiva de ella, ya que se siembra en otras comunidades de Oaxaca, Chiapas y Guatemala, según datos generados desde 1951 publicados por la Conabio. La característica del maíz que llamó la atención de la empresa es que puede fijar el nitrógeno del aire para alimentarse, lo que podría reducir el uso de fertilizantes nitrogenados y disminuir la emisión de gases de efecto invernadero. Investigadores de las universidades de California-Davis y Wisconsin-Madison documentaron cómo las bacterias diazotróficas que viven en el mucílago de sus raíces hacen la fijación de nitrógeno y se proclamaron descubridores del proceso”.

Y lo dicho por Aldo González, que en realidad resume lo que piensa muchísima gente de las comunidades de Oaxaca y de México, no parece siquiera recibir una respuesta coherente de quienes ven en el maíz olotón un descubrimiento científico, un descubrimiento novedoso que hay que atesorar, porque en sus maquinaciones cientificistas hay siempre ilusorias ganancias futuras que pueden incluso “repartirse con las comunidades”.

Porque parte de todo este esquema es que las empresas que establezcan contratos de asociación con las comunidades que han mantenido ese maíz como parte de tradiciones milenarias, pueden corresponder haciendo un reparto “justo” de beneficios que las comunidades pueden muy bien aprovechar. Como bien afirma Aldo González: “Los indígenas que siembran ese maíz manifiestan que los estadunidenses no descubrieron nada. Aseguran que sus ancestros ya sabían que el gel que sale de las raíces aéreas de las plantas es el que le da fuerza al maíz. Mientras muchos menosprecian la ciencia indígena, que hoy se manifiesta como costumbre, ésta sigue siendo un atractivo para los investigadores y empresas que están detrás de sus saberes, ya que les ahorran tiempo y dinero en sus modernas investigaciones”.

Esto es típico de los investigadores y las empresas con las que se asocian. Todo el bagaje de saberes de los pueblos en realidad es explotado como manera de brincarse pasos en su idea de lograr convertir a tecnologías productivas toda una tradición de muchos años y múltiples generaciones de siembra para tener como resultado eso que ahora maravilla y provoca la ambición empresarial y científica.

En el momento álgido de la controversia, justo en 2019, también se pronunció al respecto el Espacio Estatal en Defensa del Maíz Nativo de Oaxaca, después de su encuentro “Maíz Comunal de Oaxaca para el Mundo”. Dice la declaración:

“Vemos con preocupación que los ordenamientos internacionales a los que México está empujado a ratificar como el Protocolo de Nagoya sobre acceso a recursos genéticos y el Convenio de la Unión Internacional para la Protección a las Obtenciones Vegetales (UPOV 1991), al que lo obliga el nuevo Tratado Comercial con Estados Unidos y Canadá (TMEC), son instrumentos que legitiman el despojo de los recursos genéticos bajo un supuesto reparto de beneficios por un lado y por el otro la criminalización del libre intercambio de semillas, para favorecer el interés de las empresas transnacionales, menospreciando el hecho de que el maíz es una creación mesoamericana que tardó miles de años en producirse y que ahora quieren apropiarse para lucrar”.

Y la declaración del Espacio estatal es muy interesante porque refleja la sabiduría de comunidades indígenas que mantienen su sistema ancestral de saberes pero a la vez ejercen un cúmulo informativo contemporáneo con filos de ironía. Por eso afirman: “La práctica de la milpa siempre ha contribuido a enfriar el planeta, el que hoy se enteren por medio de la tecnología que ha desarrollado la ciencia occidental de que el maíz olotón se alimenta del nitrógeno que capturan las bacterias que viven en el mucílago que segregan sus raíces, así como que podrían manipular esta cualidad para disminuir el uso de fertilizantes hechos a base de petróleo, no les da derecho a apropiarse de este conocimiento milenario que desde la perspectiva indígena debe seguir en manos de quienes trabajan la tierra para producir sus alimentos”.

No obstante, ahora la controversia y el conflicto se complejizan porque ante la posibilidad de que la empresa Mars patente su “descubrimiento”, a los científicos mexicanos se les ocurre que pueden contrarrestar esa posible privatización/biopiratería mediante algún derecho de obtentor colectivo que proteja, para el conjunto de comunidades, ese maíz que crece en fama y alrededor del cual se desboca la codicia.

Así, según nota de Adriana Buentello, para el Sistema de Medios Mexiquense, el doctor Antonio Turrent, “junto con otras instituciones mexicanas como la UNAM y el INIFAP, está trabajando en un proyecto llamado ‘Protección de la Propiedad Intelectual Social del Carácter Fijación Biológica de Nitrógeno del Maíz Olotón’. El objetivo es registrar esta planta en el Catálogo Nacional de Variedades Vegetales y otorgar la autoría intelectual de su capacidad de fijación de nitrógeno a las comunidades indígenas que han perfeccionado esta variedad a lo largo de los siglos. El caso del maíz olotón se asemeja a otros casos de biopiratería, donde empresas extranjeras se apropian del conocimiento tradicional y las propiedades de plantas o recursos naturales sin reconocer a las comunidades locales como los legítimos propietarios de ese conocimiento”.

La ancestralidad del maíz. Foto: Ramón Vera-Herrera

Eso mismo señala también Omar Páramo en su nota de noviembre de 2022, y refiere de nuevo a la iniciativa de varias instituciones académicas: “Para evitar que las grandes compañías abusen de su poderío económico y se aprovechen de los múltiples vacíos legales que hay, seis instituciones mexicanas –entre las que se encuentran la UNAM y el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales Agrícolas y Pecuarias (INIFAP) participan en un proyecto Conacyt llamado Protección de la Propiedad Intelectual Social del Carácter Fijación Biológica de Nitrógeno del Maíz Olotón. El objetivo es describir esta planta a detalle, registrarla en el Catálogo Nacional de Variedades Vegetales y concederle la autoría intelectual de su capacidad fijadora de nitrógeno a los productores mixes”.

Contribuyendo a la controversia, un grupo de académicos de gran renombre expresan sus preocupaciones por el famoso acuerdo de reparto de beneficios entre Mars, la Universidad de Wisconsin en Madison, la Universidad de California en Davis y la comunidad de Totontepec. Dicen Jack Kloppenburg, Claudia Irene Calderón y Jean-Michel Ané: “Hacemos la pregunta: puede considerarse ‘justo y equitativo’ el acuerdo de acceso y reparto de beneficios relacionados con el maíz olotón o es un ejemplo de una injusta apropiación de recursos genéticos, eso que le llamamos ‘biopiratería’. Para responder a estas preguntas procedemos a analizar las formas de justicia ‘representativas’, ‘conmutativas’, distributivas’ como se están aplicando en la adquisición del olotón. El Protocolo de Nagoya fue creado en parte para impedir la biopiratería al proporcionar un marco de referencia para la adquisición utilizando la biodiversidad en un modo ‘justo y equitativo’, pero las previsiones del Protocolo de Nagoya son ambiguas y permiten cláusulas de confidencialidad que favorecen a adquisición de materiales genéticos en modos que no consideramos ni justos ni equitativos. Nos unimos a otros investigadores y académicos que invocan la necesidad de mejorar el enfoque haca un acceso, un uso y una compartición éticas de los recursos genéticos y el conocimiento”.

Pero entonces tenemos dos ángulos del problema. Una es la apropiación indebida o por lo menos cuestionable de los saberes tradicionales y el “recurso genético” [qué manera de aplastar la complejidad de procesos de miles de años] por parte de la empresa y las universidades, el posible “patentamiento” de esta variedad, a contrapelo de todas las quejas convirtiendo en agravio lo relacionado al caso, pero por otro lado tenemos el cuestionamiento de lo que implica la propiedad intelectual, sea individual o colectiva.

Porque en el momento en que se plantea un contrato entre una sola comunidad (Totontepec) y las instituciones académicas y la empresa, es flagrante la exclusión que están haciendo de todas las otras comunidades que en México y Guatemala siembran y conservan, mantienen este maíz. Pero es crucial que en la discusión pongamos sobre la mesa el hecho de que incluir a todas las comunidades NO resuelve el problema. La propiedad intelectual es un mecanismo expreso y directo de exclusión. Un contrato de “reparto de beneficios” con todas las comunidades que lo siembran sería no sólo imposible sino que para ejercerlo, las empresas o las instituciones académicas siempre plantearán una patente para poder establecer, según ellas, la claridad en el contrato. Pero todo el planteamiento es falaz, porque resulta de considerar las variedades como inamovibles, como inmaculadas y aisladas unas de otras, cosa imposible, y por otro, que el planteamiento no reconoce la crucial importancia de la compartición y el trasiego de las semillas para mantener la biodiversidad y la fuerza de ese y cualquier maíz.

Más allá de ello, el enfoque que busca proteger al olotón mediante un “derecho de obtentor colectivo” falla flagrantemente en no reconocer que los derechos de obtentor ya de por sí son actos de biopiratería, porque se arrogan la “obtención” como producto individual “instantáneo”, cuando que cualquier obtención es un proceso imparable y de larga duración ara la compartición y nueva siembra y así mantener y fortalecer una variedad. Pero además, “un derecho de obtentor colectivo”, de igual modo deja fuera del contrato a una cantidad impresionante de comunidades que tienen la tradición del maíz olotón, y a todas las que pudieran llegar a esa tradición y buscar mantener esa variedad como un tesoro de la humanidad.

El Protocolo de Nagoya tampoco resuelve el problema porque no hay reparto alguno que sea “justo y equitativo”. ¿Quién fija esos parámetros”.

Por eso, GRAIN, el Colectivo de Semillas de América Latina y la Alianza Biodiversidad, en la serie de cuadernos dedicados a luchar contra la privatización de las semillas aclaran: “Tenemos que insistir en que ‘las patentes y los derechos de obtentor forman parte de los complejos mecanismos de despojo, explotación y extracción de nuevas ganancias para el capital. Son privilegios adjudicados unilateralmente y siempre implican despojo, porque ejercerlos e imponerlos siempre deja a alguien sin poder disfrutar de los bienes que nos brinda la naturaleza o que hemos creado a través de nuestra historia colectiva’. Estos privilegios y el margen de maniobra que entrañan son el instrumento perfecto de las corporaciones del capitalismo para ejercer el despojo mediante regulaciones jurídicas funcionales a la acumulación, ‘de ahí la ofensiva permanente de nuevas leyes, regulaciones, discursos justificativos y engañosos’.”

“Pensar ingenuamente que nuestra única protección posible es la privatización es equivocarnos y legitimar con nuestra ingenuidad sus estrategias. ‘Obedecer y entrar al sistema de patentes o derechos de propiedad intelectual, sean derechos directos, patentes, o derechos de obtentor, creative commons, sui generis, propiedad intelectual colectiva, patrimonios bioculturales, semillas o saberes de código abierto (open source) nos hace vulnerables (desde una posición de desigualdad de tiempos y recursos monetarios y legales), nos entrampa en un desigual sistema de normas y disposiciones que en realidad destruyen las bases materiales y sociales de nuestras vidas y especialmente la de los pueblos rurales que aún logran evadir el mercado. Someten nuestra libre determinación y autonomía, nuestra potestad de acceder y utilizar nuestras semillas, nuestros saberes, nuestros cultivares y variedades: legitima su privatización y permite su utilización en el marco de la producción agroindustrial y del sistema global del agronegocio’. Nuestra tarea crucial es resistir y desmantelar esta ofensiva, hasta hacerla imposible. Nuestra defensa y resistencia es que no hay que renunciar al uso de nuestras semillas, producir ejerciendo nuestros saberes, como lo hacemos con el lenguaje [que no es privatizable], defender los territorios y nuestras formas de relacionarnos con ellos y dentro de ellos. El derecho fundamental de los pueblos es el derecho a la libre determinación y la autonomía incluido el territorio en toda su complejidad. La propiedad intelectual, que apunta siempre a la privatización, atenta de inmediato contra esa complejidad”.

Entonces, claro, lo que los pueblos exigen es la negativa a cualquier apropiación, el rechazo de cualquier acaparamiento y privatización por parte de quien sea. Cómo poder hacer vinculante esta negativa, es lo que hay que indagar si de veras se es honesto en el impulso de proteger la integridad y la vigencia inmemorial de nuestras semillas.

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