Rendijas
“El saber del todo y sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen. Sólo cuenta la posibilidad de relacionar una pieza con otras y, en este sentido, sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente, una pieza de un rompecabezas no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco.
“Pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores o en un medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, no sólo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya sólo son una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera”.
Georges Perec, La vida, instrucciones de uso
Alegamos que el saber se construye en colectivo. Ser centro único de nuestra experiencia implica que todos somos insustituibles. Que nuestra condición es única y eso nos permite equipararnos con las demás personas. Somos iguales en que somos diferentes. Somos iguales porque somos diferentes. Pero esa disparidad que nos iguala implica un desafío maravilloso: traducirnos, tender puentes de entendimiento. Una historia nuestra y un destino que se cumple para nosotros va configurando una de las tramas de la complejidad de la existencia. Cada rincón es un centro. Todas las rendijas son el universo entero.
La angustia epistemológica y una dosis muy fuerte de ansia de poder impulsan a la tecno-ciencia a ser particularmente quisquillosa con el misterio, con los vacíos hacia lo desconocido. Los deja fuera de la ecuación para tener un coto desde donde, en su renuncia, atesore lo que llama resultados empíricos, datos e informaciones “ciertas”. Pero dejar fuera las contradicciones o la vastedad de lo que ignoramos no resuelve el dilema. El positivismo se queda corto, y se empeña en imponer su cortedad de miras a todo quien se atreva a atisbar el mundo. Es una religión que sumerge en su versión del infierno todo lo desconocido. Es una religión que niega la vastedad de la existencia y la complejidad que nos circunda. Una religión que exige de sus dioses respuestas, aunque sean romas. Una religión que está dispuesta a asumir la cortedad de miras que la inhibe, como modo extremo de, supuestamente, darle respuesta a todo.
Asumir el vacío, la oscuridad de la noche, implica una valentía y una generosidad. Implica un reconocimiento a nuestra condición de búsqueda inacabada, de perpetua reconstrucción de lo que miramos y remiramos buscando entender. Dice John Berger que la certeza y el misterio van de la mano en la formación del significado que buscamos, y que las narraciones son trancos de certeza sobre lo desconocido. Un ir enhebrando nuestras certezas justo sobre lo que no sabemos. Como los pasos de alguien que camina. Por eso las veredas son historias y las historias, trazos incompletos, pero presentes que se suman a la vastedad de la memoria de otros trazos.
Varios rastros nos impelen también con su llamado a “regresar del futuro” y plantar nuestro impulso de transformación en el presente, aquí y ahora, abriendo rendijas en la complejidad que nos avasalla.
Siendo un documento fragmentario, este esbozo es más narración que datos y encuestas; busca ser algo más llano, y tal vez más vasto, que la simple crítica lineal al capitalismo y las dictaduras. En la superficie de su vastedad, tal vez con ansias rizomáticas, busca acuerpar experiencias, que la gente, las comunidades, los colectivos, se narren, o nos permitan narrarlas asomadas a su velocísimo tren entretejido.
Tal vez este asomarnos a nuestra historia común y atisbar desde ahí, por abajo, desde el terreno de los acontecimientos y los embates, nos devele una reflexión de largo plazo anclada a varias prácticas y procesos. El cotejo crucial es que puntos de mira diferentes arrojan algunas construcciones imaginantes comunes. No consensos, o medias estadísticas, sino construcciones imaginantes comunes, sentidos para seguir caminando.
Eso común que se muestra, tal vez sea un nosotros, más de largo plazo, más estable, aunque haya viento y tormentas e inundaciones, catástrofes aleatorias o planeadas.
En ese nosotros, podemos ver varios fragmentos del panorama y reconstruir una constelación de saberes que nos lleve a la creatividad social.
Tras las varias maneras de decir, de ver, de relatar, está la necedad de poner en perspectiva eso a lo que nos enfrentamos. No sólo en términos de lucha o combate sino en términos perceptuales, de imaginación, abarcamiento y horizonte. Frases, nociones, provocaciones, tal vez un torbellino, una arborescencia de veredas, un territorio antes de hacer el mapa, con la idea de que cualquier reacomodo tiene también una lógica, tiene también un sentido.
Cualquier programa, cálculo, clasificación, metodología, sumario, siempre serán arbitrarios, caóticos. Se trata de verlo todo junto. Entrar por cualquier lado. Evitar el miedo al aparente desorden. Tarde o temprano acabaremos hablando de todos los asuntos que nos preocupan. Suponemos que hablando de alguno de ellos estamos hablando, de todos modos, de los demás —aunque no lo parezca. Tal vez eso sea el territorio.
Una reflexión colectiva supone que el saber, el conocimiento, no es individual, no puede serlo. La construcción colectiva del saber es algo inescapable.
Hay también la convicción de un continuo muy amplio que va de la resistencia más política, con todos los peligros que esto entraña, a la idea de lo sagrado, de la religiosidad, del misterio. Ver el territorio de los territorios “completo”, como desde la mirada de un halcón, nos permite relacionar y tender hilos, luces, que “configuran”. Aflorar las historias surgidas de cada rincón reúne los latidos y establece los ritmos. No hay historias aisladas. Todas las historias están relacionadas. Todas las luchas están relacionadas.
Desde nuestro rincón
Hoy, los pueblos, las comunidades, los colectivos indígenas-campesinos, pero también los colectivos urbanos de barriadas y favelas, la gente atrapada en los campos de jornal, en las maquilas o las fábricas, saben que para romper los cercos hay que reivindicar la construcción propia de los saberes, el impulso a nuestro tejido común de saberes no certificados. Hay que reivindicar nuestra recuperación de la historia propia, nuestro diagnóstico de las condiciones que pesan sobre nuestra región, nuestros canales de confianza, nuestra creatividad social: nuestra autogestión integral.
No podemos ahorrarnos los pasos. Comencemos por articular ahora los procesos que más nos importan porque, con el poder tomado o sin poder, con revolución triunfante, triunfo electoral (en un mundo ideal), o con golpe de Estado de derecha, la tarea es la misma: revertir la enajenación, el agotamiento, la discapacitación, la dislocación y la fragmentación en que se ha convertido el paisaje social, despojado de historia y con múltiples historias negadas a cada paso, en cada rincón.
Somos un cruce de caminos. Abrirnos espacios de diálogo y reflexión (con la condición de intentar entender en colectivo y no imponerle nada a los demás ni dejarnos imponer nada), abre potenciales luchas de resistencia desde los resquicios que somos, verdaderos centros del mundo para la gente que los habitamos e interactuamos ahí, proponiendo una vida, un futuro, relaciones significativas y justas ante el horror que vivimos. Tales rendijas abiertas son bolsas de resistencia (por estar dentro, pero fuera, de algún modo, del arrasamiento general), son bolsas de entendimiento. Desde ahí todo vuelve a ser posible.i
Un planteamiento radical asume la construcción colectiva del saber en vez del esquema de intervención educativa, por más libre que parezca la educación a impartir. Es crucial cuestionar centralmente las relaciones entre quienes aprenden y quienes dicen enseñar. La escuela como espacio resume el sistema que literalmente representa: y hay que deconstruirla. Tenemos que proponernos abrir espacios de reflexión, talleres donde lo primero que se cuestione sea la autoridad de los “expertos”. El intento es reconstruir la responsabilidad de enseñar y aprender —sin pretender medir a las otras personas, ni dejarnos medir por ellas. La apuesta de recomposición de un ámbito del “nosotros”, de cada quien en su enfrentamiento con su propio proceso (que nunca es individual del todo y por eso se torna un nosotros) es proponer espacios de convivencia “comunitaria”, nuevas formas de relación y nuevas prácticas cotidianas más respetuosas y creativas, con una lógica integral, de complejidad, flexibilidad, coherencia, pertinencia y significación.
Las valoraciones que se han hecho revelan la necesidad de que estos procesos se constituyan poco a poco. No podemos quemar etapas. Y que las relaciones sean reales, recíprocas, y no de “expertos” y “educandos”.
Ojalá y cualquier intervención de persona o grupo, entrañe —como talismán y ofrenda— la disposición a una mutualidad, a cuidados propios nuestros-mutuos, a una equidad, a un respeto mutuo, a una responsabilidad compartida desde cada quien. Es factible que pongamos en el centro el ánimo irrenunciable de intentar entender con los otros, con las otras; un compartir el sentido prefigurado desde varias puntas, a partir del proceso abierto de los saberes en construcción colectiva, lo que nos impulsa a reivindicar un reconocimiento mutuo. Esa construcción colectiva del saber no es sentido común, aunque a veces así lo parezca, sino un sentido en común.
La creación de estas situaciones-condiciones-procesos vuela por encima del problema que nos plantea la educación como agencia socio-política y sus escuelas porque —como ya lo documentó y demostró Iván Illich, la escuela es un instrumento de la deshabilitación, un instrumento para establecer jerarquías, métodos y normas concretos para disponer y administrar la movilidad social y para seleccionar (a partir de una obediencia a sus normas y principios), a ciertas personas destinadas a cargos directivos de cualquier índole.ii
Es inescapable entonces proponernos abrir espacios (puntos de encuentro) creativos donde los materiales básicos sean la realidad de las condiciones básicas que viven las comunidades, las relaciones a las que se enfrentan (sean rurales o urbanas). Como las narradas más arriba.
Podría haber un énfasis fuerte en el diagnóstico, pero no un diagnóstico anclado meramente en lo estadístico, sino también en la experiencia, con una práctica y un impulso narrativos.
Donde funcionan tales talleres el intento es que la gente se relacione una con otra en su visión de lo regional-local-nacional-global, reflexione junta en la historia de relaciones de la región o ámbito rural, urbano o laboral (o una combinación de estos elementos) y pueda compartir experiencias de resistencia conforme apunta y suma los riesgos y obstáculos que enfrenta.
Cualquier reflexión colectiva es ya una acción de resistencia, puesto que la lógica de la guerra permanente busca individualizar las relaciones y aislar a las personas (marginarlas y encerrarlas).
Pero este espacio abierto sólo funciona como resistencia si expresamente enfatizamos la intención de entender conjuntamente. Es muy diferente la utilización de la gente como “informantes”.
Nunca antes fue tan urgente emprender un exhaustivo barrido de lo que la gente sabe en las regiones, pero si los saberes locales, lo que la gente sabe de su región, es mal usado por quien interviene de fuera, se cae, como muchos investigadores y extensionistas, en un extractivismo de información, y tal vez hasta sea posible lograr diagnóstico acabado de las condiciones y relaciones de un espacio determinado, pero no tejeremos acciones de resistencia, ni estaremos recomponiendo la comunidad ni reconstituyendo a los sujetos. Estableceremos otra forma de la dislocación. Reproduciremos lo que el sistema impulsa: que la gente no sea dueña de sus procesos, que no los pueda ejercer. (Es por esta razón por la que, pese a los proyectos de recuperación de historia oral en curso, pocos tienen efecto liberador.) Cuando los medios no son liberadores, el fin puede ser lo grandioso que se quiera, pero no será alcanzado porque los medios los nulifican.
Se trata de entender nuestro ámbito de acción propio, de cuestionar y hasta impugnar los criterios exteriores que pretenden normarlo a la distancia. La autogestión (que no es otra cosa que la puesta en común de la experiencia y práctica cotidianas con reflexión permanente) es un intento por relocalizar los esfuerzos, las decisiones, definiendo los fines entre todos los afectados, impulsando creatividad social; devolverle la escala humana a la toma de decisiones. La creatividad más vasta es impulsar la creatividad de los demás.
Cada colectivo puede volverse una bolsa de resistencia. Cortocircuitar es iniciar vínculos, relaciones, investigaciones-acción-reflexiones en lo horizontal.
Con los años, desechamos pulso a pulso las metodologías, los objetivos, las metas y los pasos en aras de una naturalidad más cercana a las conversaciones y a la búsqueda de flujos comunes y de plazo perpetuo como en las familias, como en el enamoramiento, como entre la gente campesina y la milpa. Esto implica romper con el papel de transmisores del conocimiento, de promotores de la cosificación y el requisito asumiendo, vez tras vez, la tarea de desmontar nuestro propio rol asignado y poner nuestro intento al centro, a la consideración, como parte de nuestra ofrenda de responsabilidad.
En el fondo, como las comunidades de antaño, debemos insistir en los cuidados, es decir, en el ejercicio de la atención perpetua, la sensibilidad, la sutileza y la emocionalidad como elementos inescapables de la cercanía propia de las relaciones reales. Es crucial romper dependencias, rehabilitarnos mutuamente y promover autonomía, por lo menos en los ámbitos donde nos movemos.
Para Bolívar Echeverría, existía la necesidad de comprender la cultura como “una unidad indisoluble entre praxis y construcción de sentido”,iii que corren paralelas o inmediatas. Esto significa que la cultura es un efecto continuo, en curso, en vilo, de nuestros cuidados, de nuestra construcción perpetua de sentido, de nuestra conversación continua con lo que nos rodea y con las demás personas y por eso es tan evanescente y tan permanente a la vez. Cuando la cultura la consideramos origen, la entronizamos como nuestra esencia desde donde todo surge, lo que termina escondiendo la transformación necesaria de construir y no parar de construir. De conversar y no parar de conversar.
Tenemos que plantar nuestro impulso de transformación en el presente, aquí y ahora, abriendo rendijas en la complejidad que nos avasalla. Lo verdaderamente detonante es la comunidad (diametralmente opuesta a la enajenación capitalista) tejida y conversada desde nuestro rincón, que es nuestro corazón.
i John Berger, The shape of a pocket, Bloomsbury Publishing PLc, Londres, 2001.
ii Ivan Illich, La sociedad desescolarizada, Obras reunidas I, Fondo de Cultura Económica
iii Bolívar Echeverría, Definición de la cultura. Curso de filosofía y economía, 1981-1982. Editorial Itaca, UNAM, 2001. Ver también Concepción Tonda Masón. Tesis doctoral. la definición de la cultura en Bolívar Echeverría, UNAM, 2014.
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.