Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Un caudal de tradiciones y arrebatos musicales

El siglo xix fue un siglo de muchos cambios sociales y disparó una migración sin precedentes a los centros urbanos. Uno de los primeros efectos de la Revolución Industrial fue la proliferación de fábricas de telas, talleres y fundidoras. Miles de campesinos evadidos de los campos a la ciudad se acomodaban en verdaderos cinturones de miseria —aunque plenos en historias personales y en canciones oídas en los caminos. Se multiplicaban los barrios (en un principio marginales) y ahí se fundieron múltiples corrientes musicales que arribaban de las regiones rurales y de otros países.

A la vuelta del siglo xx, la música se circunscribía a los grandes salones donde los intérpretes y compositores de moda deleitaban a las clases acomodadas; el pueblo encontraba gozos parecidos en las fiestas, en los incipientes teatros de revista que se alojaban en carpas y locales un poco más fijos, en los bares y prostíbulos. Los trovadores recorrían los campos de trabajo y las tabernas, los caminos y rancherías y su saber musical era rico en tradiciones y relatos.

Y si los grandes compositores románticos tocaban para públicos cultos (una burguesía fascinada con los cambios tonales y armónicos o las instrumentaciones sinfónicas y de cámara que les proponían los compositores) la sacarocracia, término acuñado por José Ardéval, crítico cubano, devaneaba sin distinción de clase social por las zarzuelas y operetas, lo que terminaría por configurar un cierto perfil que hoy conocemos como comedias musicales. Sacarocracia por todo el azúcar que destilaban las representaciones de compañías de cómicos, cantantes y atrilistas muy avezados en las obras de moda entre el público italiano o español. También Austria, partes de Alemania, Francia y Gran Bretaña, forjaban sus propias versiones de historias de amor, enredos y aventura que se representaban revestidas de música, y que hacían lucir a divas y galanes, héroes o villanos populares —primeras estrellas de algo que cobraba vida en music halls, carpas trashumantes o teatros más establecidos.

Una segunda vertiente devino de las formas musicales de cámara de origen romántico, muy valoradas en la segunda mitad del siglo xix: duetos para voz y piano, conocidos como lieds, y que cultivaron varios compositores en Francia, Austria y Alemania. De gran complejidad melódica, hacían lucir la voz y experimentaban armonías y formas de instrumentar en el piano la poesía de sus letras.

La tercera corriente es la milenaria transmisión de experiencias que conlleva la canción rural o de barriada. Abrevando directamente en los suceso e historias, los cancioneros son un pilar de la música como hoy la conocemos.

Es tal la influencia de estos géneros, que son una piedra de toque fundamental en la manera particular de construir las canciones populares en los primeros treinta años del siglo xx y aún hoy día tienen presencia en múltiples géneros populares, acomodados en el rótulo pop. Qué tanto se compenetraron estos tres cauces, lo atestigua lo imbricados que hoy están en la percepción sonora que nos rodea.

Hay un cuarto fenómeno. Desde 1889, fecha en que París celebró el centenario de la Revolución Francesa, compositores experimentales como Claude Debussy redescubrían las escalas medievales y confrontaban sus saberes europeos con las expresiones y formas musicales de Oriente. La Feria del Centenario, muy al modo positivista de la época, mostraba los confines del ex-imperio en el exotismo del Congo, Tonkin, Argelia, Java o la misma China. Y el enfrentamiento con estos universos sonoros habría de tener tal efecto que hizo de los primeros cuarenta años del siglo un periodo de enorme revolución musical a nivel mundial. Debussy se atrevía a transgredir abiertamente —ya algunos lo habían hecho casi a hurtadillas— las convenciones armónicas y texturales que privaron unos cuatro siglos. Se abrían los sistemas musicales, se aceptaban asociaciones no tan consonantes, no tan estables, de tonos y contrapuntos.

Y si en la canción se movían factores de la fascinación humana por los modelos y las consejas, por la poesía lírica e intimista, por las narraciones oscuras —que hoy conforman nuestra fascinación por las estrellas, los amantes y los héroes— existía también entre la gente un deseo de frivolidad. Había que bailar y la gente desde siempre ha estado en eso. A la vuelta del siglo, catarsis y desenfado sentaron los reales en valses y schotisses, polkas y rondas, cuadrillas y bailes populares de origen rural que saturaron el aire y los salones de fiesta, los campamentos de trabajadores y los prostíbulos, haciendo sonar a orquestas pequeñas, los combos de entonces.

La radio amplificó tal universo. Se comenzaron a esparcir estos gestos y representaciones, las tiendas de partituras se soñabam compañías grabadoras, promotoras de fonogramas y discos de pasta. Una incipiente pero dúctil industria de partituras (y después grabaciones) propiciada por el teatro de revista y la comedia musical sería la matriz de toda nuestra cultura del fonograma, las variedades televisivas y toda una veta de la industria cinematográfica.

Este fue el inicio. En el trasfondo, las diversas corrientes de la expresión musical comenzaban a encontrarse. La ciudad fue su refugio y su balcón, y más y más personas profesionalizaron su compromiso musical. Nacía el siglo de la masificación de la música, la invasión a los espacios íntimos de las personas —para maravillamiento y vuelo imaginativo (su expansión), pero también hacia la docilidad de la experiencia (su contracción).

Blues: síntesis, germen. Las guerras religiosas que barrieron la costa occidental de África a partir del siglo xvii implantaron un sistema donde los derrotados, hechos prisioneros, fueron vendidos a los voraces esclavistas europeos. Una carga de príncipes, guerreros, artistas, curanderos, y campesinos llegó a las costas de América a rearmar un rompecabezas del cual ellos mismos no tenían mucha idea. En términos muy generales provenían de los actuales Senegal, Gambia y Guinea, y grupos ulteriores arribaron de la actual Ghana, Nigeria, y los Camerunes. Se calcula que en el lapso de unos doscientos años 390 mil hombres y mujeres hicieron el tránsito a Estados Unidos, aunque parece conservador ese dato de Samuel Charters* .

Los documentos de las guerras intertribales y los registros revueltos e incompletos de quienes llegaron como esclavos hacen factible reconstruir algunos fragmentos importantes para la historia de la cultura negra en Estados Unidos y del blues como síntesis de tradiciones africanas dispersas y como germen de un sinnúmero de aproximaciones contemporáneas populares a la música y la narración, entre ellas el jazz y el rock.

Uno de los primeros pueblos en llegar fue el wollof. Cultos y aguerridos, arribaron en grandes cantidades en las primeras épocas de la trata de esclavos por el colapso que sufría su reino. Sin duda establecieron una primera capa de cultura afroamericana que acomodó y asimiló a otros pueblos ulteriores. Otro pueblo, los mandinga, siguió llegando por la turbulenta historia de guerras intestinas a las que se vio sometido. Los fulas, que llegaron en pequeños grupos por ser un pueblo casi siempre vencedor (que vendía a los demás), influyeron enormemente en los sitios a donde arribaron.

Entre los wollof como entre los mandinga, existía y existe una tradición de cantores/historiadores, los griot o los jali, cuyo papel en la sociedad tiene fuertes paralelos con los blusistas, aunque con la diferencia de ser principalmente cantores épicos y de reyes, mientras que el blusero desarrolló una tendencia hacia el canto personal y un relato de los avatares, tragedias y erotismo de la vida común (una diferencia que en el fondo es borrosa).

Los wollof, los mandinga y los fula son probablemente los ancestros de ese impulso emocional vertido en canción acompañada por lo general en instrumentos de cuerda, conocido genéricamente como blues. Los tres pueblos tienen y tuvieron instrumentos de cuerda para acompañarse (la kora y el halam principalmente, este último antecedente directo del banjo estadunidense). Hay también vínculos narrativos y técnicas afines de punteo melódico alternado con notas pedal agudas o graves y el uso de afinaciones abiertas. ¿Algo heredado de los cantores magrebís del norte de África? ¿bagaje común de los pueblos africanos del norte?

En América, tales tradiciones africanas se readaptaron a condiciones de servidumbre y resistencia. Con estas raíces, los recién llegados —y sus herederos nacidos en América— rehicieron la música eclesiástica que les hacían cantar para “educarlos” y los valses, polkas y schotisses que oían en los pianos de las casas grandes y los prostíbulos. Estos elementos y la trova dolida que siguió cantándose en paralelo, conformarían lo que después se llamó ragtime, y luego mágicamente jass, y luego jazz, siguiendo con el blues como núcleo fundamental de una dicotomía política y cultural: el cartabón es uno (y ajeno), la experiencia musical es más vasta que eso y la expresión particular es nuestra.

Como tradición, el blues tiene un legado que hoy se reconoce vital: la música es primariamente gesto y sumergirse en su impulso es una clase específica de éxtasis —uno emocional y lúcido.Su tiempo es el del arrebato: una emocionalidad vertida como respiración y resonancia, el instrumento como extensión de uno mismo, cantar o tocar como formas automáticas de entender el mundo, y transfigurarse. De ser música “étnica” arrinconada en las primeras selecciones disponibles en las tiendas de música, el blues pasó a ser una de las vertientes de gran repercusión mundial a nivel popular porque demostró, a nivel masivo, la vitalidad del arrebato en la música, por eso a largo plazo disparó la recuperación de infinidad de géneros musicales existentes en el planeta. Reconocer este hecho marcó el derrotero definitivo de la música del siglo xx.

De la misma manera en que toda exploración de nuestro pasado humano desemboca en África, toda indagación sobre el origen de la música en el siglo XX nos lleva irremisiblemente hacia la música negra. Soslayados por siglos, menospreciados o de plano desconocidos, los ritmos negros, instalados ya por toda América, ofrecieron, cuando una nueva mentalidad les abrió la posibilidad de ser escuchados en las grandes metrópolis, una nueva y riquísima veta de posibilidades musicales capaces de refrescar y dar nuevos bríos a un quehacer que, como la cultura occidental toda, parecía haber entrado en un callejón sin salida. Hoy, toda la música popular tiene, en alguna medida, influencia africana.

Una primera versión de estos textos aparecio a fines del siglo XX en la revista muscial Círculo Mix-Up

* Samuel Charters: In the search of the roots of blues. Vanguard Records, Nueva York, 1983.

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