Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera Herrera

Siete fotos: nuestro nosotros es mutuo y cambiante

uno. Somos cada quien un cruce de caminos. Una comunidad es también un cruce de caminos desde donde intentamos afrontar nuestro destino como un algo más que la suma de todas las historias y veredas humanas que la conforman. La mutualidad es su ser, que siempre es responsabilidad, en el tejido mutuo, expreso, de lo que lo que somos y ponemos a jugar en perspectiva con los demás, en lo común.

dos. En un mundo donde la enormidad reina alienando a personas y conglomerados de las decisiones que nos competen y donde nos impiden resolver lo que más nos importa; en un mundo donde el vertiginoso advenimiento de los cambios hace que nos aferremos más y más a cualquier permanencia (mientras la desigualdad y la confusión están tan petrificadas que nos empujan a transformar la avasallante realidad), la comunalidad es una de las pocas defensas vivas para lograrlo.

En un mundo así, toda comunidad está en resistencia —sea que nos organicemos para sobrevivir, para reflexionar sobre nuestra condición, para protestar, para transformar condiciones locales y o coyunturales; sea que pasemos a la exigencia legal por los restrictivos canales jurídicos y burocráticos, a la manifestación pública, a la acción directa, a la revuelta, o al levantamiento pacífico o armado.

tres. Distingamos comunalidad de comunidad. La comunalidad es el vastísimo impulso por narrarnos y hacer conscientes nuestras relaciones, por reconocernos en los demás, entender juntos y juntos darle cumplimiento a nuestra responsabilidad compartida.

La comunidad es la comunalidad en funciones, en proceso, que mantiene sus ámbitos y bienes comunes y está organizada en lo mutuo con estrategias e instancias compartidas más o menos estables que proponen la gestión, la reproducción cotidiana en términos que le son propios a nuestro colectivo.

cuatro. En los años cincuenta investigadores extranjeros y nacionales —y los funcionarios gubernamentales sucesivos— difundieron la idea esquemática de que la comunidad, en particular la indígena, era un núcleo de relaciones congeladas, atada a tradiciones inicuas, muchas de ellas vejatorias de la dignidad humana. Dijeron, y lo siguen sosteniendo, que las comunidades son reacias al cambio, que su insistencia en reivindicar su identidad en lo común obedece a su poca pertinencia en un mundo moderno. Como bien señalan Adriana López Monjardin y Marcela Coronado Malagón, “Hablar de comunidades en movimiento es o debiera ser, al menos, una tautología”. En las comunidades originarias o campesinas y los colectivos autogestionarios en ciudades y campo, pasando por el “feminismo de los cuidados”, la reproducción hacia el nosotros es la parte más creativa de todo proceso social al ser una apuesta permanente por un retejido, una reparación, una transformación y un reequilibrio permanentes.

cinco. Para el sistema, comunidad y comunalidad son el enemigo principal. Quienes ven en la comunidad algo petrificado e inmutable son los mismos que sostienen que los pueblos originarios deben desistir de su propia transformación, abandonarse a las decisiones ajenas, despreciar su saber acumulado y la pertinencia y sentido de sus propias prácticas. Su denostación de la comunidad “ideal” es siempre un pretexto invocado para demostrar “nuestra ilusión”, y que por tanto “deberíamos soltarnos” y ponernos a ver nuestro interés individual donde nada importa.

El oxímoron es que la insistencia en negar la existencia de “lo puro” termina por la afirmarla: “es sólo que éste no lo es”.

La gente no anhela la comunidad prístina pero sí el ideal de lo comunitario desde donde sin pensar en lo “puro” hay siempre un intento por ser mejores. Los ñuhú de la Sierra Norte de Veracruz lo ponen de un modo muy sugerente: “solos”, dicen, “cada quien es podrido, está jodido, pero juntos, a veces, logramos ser mejores”.

La comunalidad es el intento de tomarnos en cuenta mutuamente y brindarnos responsabilidad como la ofrenda indispensable. No es “solidaridad”. Son nuestro cariño y pertenencia lo que activan nuestros vínculos cooperativos. Sí: los pueblos siguen reivindicando los ideales de comunalidad: el intento, la posibilidad de que ocurra, con más o menos frecuencia o permanencia. Nunca más un México sin Nosotros era decir, nunca más México sin un ámbito de lo común, además del reclamo de inclusión y reconocimiento de los derechos de los pueblos.

seis. La apuesta del poder, su reducción más voraz, es erradicar los núcleos organizativos de cualquier nosotros.

Que cada quien estemos solos ante la ley (y ésta, ya sabemos, es la “buena esposa” del poder, la que lo alimenta y fortalece, la que le cumple los caprichos, la que lo incita a más, la que le resuelve las penas, le aparta los fastidios y los afanes, y castiga a los hijos insumisos). El poder busca aislarnos y situarnos al margen de los “gatillos” de nuestra creatividad y autonomía; envolvernos en el enorme andamiaje de disposiciones homogenizantes para la operación cotidiana del capitalismo. Busca dispersarnos, atomizarnos, impidiendo nuestra integralidad con su lógica interna tangible. Busca subordinarnos produciendo más y más procesos hacia una enormidad de relaciones que nos impone ambigüedad, confusión, perentoriedad y abstracción.

En más y más espacios rurales, urbanos e híbridos, el poder individualiza nuestras relaciones y desde “la superioridad” intenta someternos en los ámbitos de trabajo y la socialidad cotidiana, deshabilitarnos y diluir los signos que podrían objetivar las condiciones que nos sojuzgan.

Tal maraña de controles y normatividades nunca será total: sus efectos son parciales e inconclusos, están desprovistos de significación y no alcanzan la vastedad de la experiencia de cada quién.

siete: La apuesta por la comunalidad es lo intersubjetivo: que todas las personas seamos sujetos, que nadie nos utilice. La comunidad es esa “zona del tiempo y el espacio”, como decía Roland Barthes, “donde no soy una imagen, no soy un objeto”.

Ramón Vera-Herrera

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