Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Rastros, claves, señas, improntas, sincronías en nuestra resistencia a ser objetos

Dibujos: Rini Templeton / https://riniart.com/

De todos los rincones nos llegan destellos. Donde uno menos se lo espera hay guiños que como dijera Jung hace ya tanto, nos muestran sincronías que estaban ahí.

Por ejemplo, siempre he pensado que la comunidad no es un universo cerrado. No puede serlo ni lo pretende. Pero aunque su adentro y su afuera son difusos, la vitalidad de su ser colectivo pasa por la posibilidad de resolver los asuntos centrales en la dinámica de quienes con el paso de los años han decidido estar juntos y compartir entre sí. Entre personas que decidieron extenderse, dirigir su propio ser a toda aquella gente con quien comparten labores creativas, y con quien comparten lo que otorga sentido a su existencia común.

Para las comunidades (así sueltamente definidas) el “afuera” se extendió y les envolvió como un sistema que impacta a cada comunidad cual si fuera un individuo. Una persona colectiva, que es un cruce de caminos, intentando resolver su vida como un algo más que la suma de todos los caminos humanos que la conforman.

Puesto así (desde adentro) tal vez no es visible lo que viene llegando, ese ataque del afuera. Sólo con una integralidad de la figura podemos atisbar lejanamente la trama de complejidad que nos impacta. Y que nos altera y desconfigura lo que buscamos crear. Y que nos quiere cosificar, hacer objetos.

Es necesario que diferenciemos entre una sociedad donde todo se resuelve sin hilación aparente (hay un torbellino de invasiones que aturde y lo rompe todo) mientras eso que llamamos comunidad es el intento de que todo tenga soluciones posibles en el tejido de lo que cada quien es —en perspectiva con lo que las otras personas que comparten son, y así se reivindican: por eso son protagonistas, “sujetos”.

La sincronía entonces es una cita (toda cita es un encuentro) donde Roland Barthes afirma: “La ‘vida privada’ no es sino aquella zona del espacio, del tiempo, donde yo no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político el ser un sujeto, algo que debo proteger”.

En ese mismo texto, Cámara lúcida, Roland Barthes insistía en que emprender un lenguaje con intenciones críticas, navegando entre varios discursos como la sociología o la semiología y hasta el sicoanálisis, arribaba tarde o temprano, para él, a “una insatisfacción”, pues juntas tales disciplinas configuran un sistema reductivo ante el que Barthes profesaba “una resistencia desesperada”. Por tanto declaraba: “cada vez que siento que el discurso se endurece y como tal tiende a la reducción y la reprimenda, gentilmente lo abandono y busco en otra parte”.

Parafraseando a Roland Barthes, estos mismos sistemas reductivos, institucionalizantes, también nos vuelven entonces objetos, nos cosifican. Es vital resistirnos ante cualquier sistema reductivo, ante cualquier cuestión o andamiaje que resuma mi circunstancia —es decir mi interpretación articulada del mundo y mi posibilidad de transformación— sin tomarme en cuenta, porque en ese momento me cosifica y me excluye de la posibilidad de reivindicación propia de mi historia y mi ser actuante, actual.

Por el contrario, la comunidad puede ser el ámbito donde es factible que sigamos siendo sujetos, sí y sólo sí, no nos volvemos o no nos vuelven objeto de alguien más, si nadie nos deshabilita de toda nuestra plenitud potencial.

Este equilibrio y reequilibrio constante, que se encuentra y se pierde, lo intentamos ejercer en lo individual, en la familia, en la persona colectiva que construya un ámbito de protección mutua que nos permita seguir siendo sujetos.

Este equilibrio recurrente se puede enfocar desde la noción de convivencia. Así pensamos en los espacios de diálogo, de labores compartidas, de conversaciones abiertas e interminables, y por supuesto en las asambleas. Asambleas que no son, como se piensa, eventos de “masas” donde se vota a mano alzada. Lo importante es que se abren conversaciones que, por más difíciles que sean, son inescapables para transformar nuestras relaciones. Eso es posible si la intención de quienes están ahí se va dirimiendo en las responsabilidades mutuas, ofrecidas como talismanes para los y las demás.

Como lo demuestran las asambleas comunitarias cual ocurren por lo menos en la Sierra Huichola, éstas son actos parecidos a obras de teatro renacentistas: en la representación individual y colectiva de las fuerzas que operan en la región, las y los protagonistas enfocan la situación buscando que al protagonizar la palabra se muestre un acercamiento al panorama de las circunstancias pertinentes a cada quien y a todas, todos. Problematizada la situación se va proyectando al centro, re-presentada, ante todas y todos los demás, y sólo así resurge viva. Ahí nadie se deja cosificar.

Esto, claro, nunca es perfecto. Se abre a las interpretaciones, y a las fuerzas reales, a los engaños y las triquiñuelas; puede haber violencia. Pero si las asambleas son fuertes, aunque sea largo y cansado, termina imponiéndose un sentido en común que si se convierte en acciones concretas y planes asequibles es un escudo real contra toda la enormidad avasallante con que se quiere acaparar todo ámbito en este planeta.

Puesto de otra forma, “el río es adentro, el mar afuera”, como dijera TS Eliot. O como dice Novalis “la sede del alma se encuentra en el punto en que se tocan el mundo interno y el mundo exterior. Ahí donde estos mundos se penetran está el alma, en cada punto de contacto”.

La comunidad y por ende la asamblea buscan esta intersubjetividad, sobre todo si han abrevado de los fuegos de la insumisión y hay la tentación de zafarse de los sistemas.

Así, ante la totalización institucional que empareja, cierra y a la vez atomiza o vuelve amorfo el conjunto, las comunidades de insumisión, cualquier comunidad consciente de su lugar en el o ante el sistema, los sistemas, buscan los equilibrios o los reequilibrios entre el adentro y el afuera, entre lo micro y lo macro, entre reunir y dispersar, entre lo que se desvanece y lo que aparece en la ola de los fenómenos.

Este equilibrio no es un emparejamiento, una ecualización, sino una cuerda floja, un destello momentáneo y evanescente que siempre nos salvará: en el nivel más micro es un paso de certeza sobre la incertidumbre interminable del mundo.

Porque no se trata de reducirnos a un sistema que norme todo lo positivo que se quiere traer a cuento en cualquier visión de futuro, pues incluso las llamadas leyes positivas entrañan reducciones sistémicas que acotan. En las asambleas de insumisión, autogestionarias, la convivencia y la mutualidad que son su ser establecen en cambio una atmósfera desde donde todo abre sus posibilidades, y su transformación.

Hay comunidades, sí, donde todo está roto, donde la deshabilitación ha sido tan fiera que ya no es posible nada, salvo ver en asamblea cuánto tiempo es pertinente dar para acabarse el bosque o si entran o no a trabajar con una minera que se los va a chupar completos a cambio de liquidez monetaria inmediata e insuficiente. Mientras hay otras cuya cohesión les permite incluso juzgar con gran sabiduría y tino a un brujo abusador de niñas y niños, o a un cacique delincuente que rentaba tierras a trasmano. Para todo esto, es crucial la pertinencia de la palabra.

Hablar de la palabra no se acaba, ni empieza, en la literatura. La palabra es un gesto, un tramado interminable y torrencial de gestos desde donde quien permea lo vivido lo desperdiga de muchos modos. Es una tarea cotidiana e individual que no puede ocurrir sin un colectivo con quien se comparte, se coteja y se potencia: y decir “individual” es también una convención muy reducida. Somos seres colectivos aunque nos expresemos, en apariencia, desde lo individual. Como dijera Raimon Panikkar en La trinidad, “La persona no es ni una unidad monolítica ni una pluralidad inconexa. Hablar de una persona singular, aislada, es una pura contradicción. El término ‘persona’ implica una relación constitutiva, la relación expresada en las personas pronominales. Lo que suele llamarse persona no es sino un nudo en una red de relaciones (con otros nudos). Un yo implica un tú, y en tanto esta relación se mantiene implica también un él/ella/ello como el espacio en que la relación yo-tú se establece. Una relación yo-tú implica igualmente una relación nosotros-tú que incluye el ellos..”

Insistimos así en la idea del impulso narrativo como corazón del sentido en común, como núcleo de lo convivial, de la comunidad, en una atmósfera de saberes y de flujos narrativos. Si la espiritualidad del impulso narrativo es hacer sentido, uno común, compartido y generado en conjunto para las varias personas que funden sus experiencias, la comunidad es el sentido en común: pues en común busca sentido. El tejido de sus historias es el nodo central de lo que se camina, y los caminos, las veredas compartidas son un pasar interminable de historias. sss

Hablar de historias nos hace que busquemos entender el corazón del tiempo. Y así la gente se rebela contra la inmutabilidad de una condición que la hizo objeto y que se expresa como historia. Y a la vez, la gente se rebela contra la fragmentación y dispersión, contra el vértigo de los cambios que impiden sentir, razonar, hacer consciente nuestra propia condición, nuestra imaginación propia. Es una resistencia que lucha contra lo inmutable en busca de la transformación y se enfrenta a los cambios vertiginosos que impiden el ámbito de la permanencia que posibilita ser y de nuevo transformarnos.

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