“¡Querida María, qué bueno que naciste!”
Cada 18 de octubre despuesito del “Buenos días”, él exclamaba: “¡Querida, qué bueno que naciste!” y, para celebrar su vida y su cumpleaños, le ponía en el pelo una flor, la más bonita del jardín que cultivaban desde que se casaron en mayo de 1959 cuando cada uno tenía una vida hecha, pero decidieron unir sus pasos porque caminaban en la misma dirección. Sentían el mismo amor por México, por su gente, por sus causas y sus luchas.
Desde el primer momento a María de Jesús de la Fuente le cayó bien ese pintor de pelo muy rubio que traía rota la punta del tenis y a él, Pablo O’Higgins, ella le gustó tanto que decidió que si era soltera, viuda o divorciada se casaría con ella. Pablo le dio la noticia a su mejor amigo, Alfredo Zalce, a quien él también llamaba Güero, y le confió un secreto: “Ella todavía no sabe”. Empezaron a frecuentarse. Él la visitaba muy asiduamente y cuando hablaron de boda, a todo el mundo se le hizo muy natural. Se puede decir, como en los cuentos de antes: Se casaron y vivieron felices.
La voz y la luz de Pablo siguen acompañando a María a través del recuerdo, le han permitido enfrentar la orfandad de la viudez y darle rumbo. Ella sigue trabajando en el archivo de Pablo, en su preservación y difusión. Ya no como lo hacía antes, ya no al mismo ritmo, pero sí con el mismo entusiasmo y devoto amor.
María y Pablo O’Higgins se pasaban la mañana juntos, en el estudio, pintando los dos. Ella cerquita de él. Cuando ella se disponía a hacer algo de la casa, él le decía. “Querida, deja que se caiga la casa. Simplifica: No quiero que tú te caigas”. La necesitaba a su lado: consideraba que no la había visto por estar concentrado en un cuadro, en una litografía, en un proyecto de mural, en un retrato.
Ella se considera afortunada: “Si yo le hubiera escogido cualidades al hombre de mi vida, serían menos de las que tuvo Pablo. Duramos casados 25 años, poco tiempo para todo lo que hubiéramos podido haber hecho juntos. Desde el 16 de julio de 1983 más que viuda, quedé huérfana. Pablo quería que me realizara, que terminara de pintar unas flores azules que empecé. Me enriqueció tanto que quisiera poder, a mi vez, transmitírselo a los demás”. María hizo de su tristeza un motor para empezar a archivar la obra de O’Higgins, una labor titánica. Empezó por separar dibujos, gráfica, acuarelas. Los clasificó por temas: mujeres, niños, trabajadores de la construcción, campesinos, paisajes, etc. Ordenó los proyectos de pintura mural, leyó todos los textos escritos en torno al pintor nacido en Salt Lake City en 1904; sintió que cada día lo iba conociendo más.
Fue muy duro para ella mirar las fotos de los días felices. Así vio a Pablo crecer: el niño amado se convirtió en un hombre que daba amor a manos llenas. Mudó los conciertos de piano y la música de Chopin y de Bach por los colores y los pinceles. Se empezó a interesar por la pintura muy a su manera, es decir apasionadamente. La lectura de un texto de José Juan Tablada le cambió la vida: Diego Rivera, Mexican Painter. Se refería al mural La Creación recién pintado en la Escuela Nacional Preparatoria (hoy San Ildelfonso) como el más importante en Latinoamérica: su particular técnica lo convertía, en ese momento, en el único de su tipo en todo el continente. Por supuesto Pablo quiso verlo con sus propios ojos. Tan entusiasmado estaba que le escribió a Diego Rivera quien de inmediato le contestó que un joven como él debía venir a México a conocer el movimiento muralista.
Pablo no cabía de gusto. Le dijo a su padre que buscaría un trabajo que le permitiera costear el viaje y la estancia en México. La respuesta paterna fue: “No, eso te va a llevar mucho tiempo. Vamos a pedir prestado para que vayas cuanto antes”.
Como si tal cosa, Pablo llegó a casa de Diego Rivera. Lo recibió una bugambilia en flor; oyó el canto de dos mujeres: Lupe Marín y Concha Michel. Diego lo recibió cariñosamente, lo puso a ver unos dibujos suyos en lo que atendía un compromiso. Al día siguiente Pablo O’Higgins estaba trabajando como ayudante suyo en los murales de la Secretaría de Educación Pública. Aprendió a moler los colores, entendió los secretos de la composición, de la perspectiva. Empezó a dominar la técnica del fresco. Diego Rivera le compartió su manera de entender el arte y le fomentó el amor por nuestro país a través de la historia. Lo trató de igual a igual, con respeto, hasta con admiración.
María de Jesús de la Fuente recuerda su vida, iniciada en Rayones, Nuevo León, el 18 de octubre de 1920, hace un siglo: “Mi abuelo, Manuel de la Fuente, fue uno de los fundadores. Caminó desde Saltillo, por los márgenes del río. No había nada, ni de un lado ni del otro. Sólo sierra. En el camino algunos se quedaron y por eso hay ranchitos. Mi abuelo llegó a un lugar plano, le pareció hermoso y ahí se quedó. Trazó un cuadro que fue la plaza y a unas cuadras está la montaña, enfrente la calle se corta por el paso del río y del otro lado hay un cerro. En el recuerdo es hermoso.
“Mi madre era maestra y mi padre agricultor, consejero del lugar y alcalde de Rayones -María habla pausado, no tiene ni pizca de acento norteño. -Defendía el agua que nos pertenecía. En tiempos del gobierno de Lázaro Cárdenas se encargó del reparto agrario. Fue el primero en pagar salarios justos a los trabajadores e hizo el primer trazo de la carretera que hoy existe. Pero como actualmente no hay trabajo, todos emigran.
“No había luz eléctrica, ni autos ni bicicletas –Laica una perrita beagle ya mayor se sienta a los pies de María, se enrosca para dormir y empieza a roncar. –Estudié hasta el tercero de primaria ahí, luego me mandaron a Galeana a seguir mis estudios, vivía en casa de unos tíos. La secundaría la hice en Montemorelos y la preparatoria en Monterrey.
“Un ciclón devastó Rayones en 1937. Todo se perdió. A mi padre no le quedó nada, perdió la cosecha de tabaco, de aguacate. Durante tres años tuvo hemiplejia. Se acabó la comida, la sal. Los campos se inundaron. Mamá quería que yo estudiara para químico y farmacia. Yo pensaba que eso era para estar detrás de un mostrador. Preferí estudiar la carrera de derecho. No era lo usual en aquel entonces. Me preguntan que si me discriminaban en la Universidad. No, pero cuando busqué trabajo me decían: No queremos mujeres.”
Para ese entonces Pablo O’Higgins junto con otros compañeros ya había fundado la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) que trataba de neutralizar la influencia del fascismo en México. Pablo hacía mantas, carteles, volantes coloreados por su compromiso político. En 1937 con Leopoldo Méndez, Luis Arenal y Alfredo Zalce, entre otros, inició las labores del Taller de Gráfica Popular. “Hay que trabajar, hay que trabajar por México” decía O’Higgins. Y el trabajo se hacía colectivamente, todos participaban, todos opinaban y, las más de las veces, nadie firmaba la obra. Para la época lograron la proeza de imprimir más de un millón de copias de ciertos carteles.
Cada día se hacía más mexicano al grado en que una vez cuando un chamaquito lo llamó “gringo” Pablo le preguntó: ¿Cuántos años tienes? Doce. ¿Hace cuántos años que vives en México? Esos mismos doce. Ah, pues yo llevo 35 años viviendo en México: entonces soy más mexicano que tú. Y ambos se rieron.
Entretanto María de Jesús hizo la primera Defensoría Femenil de Oficio. Eso fue muy importante para ella, ahora que se habla de feminismo, se siente satisfecha al volver la vista hacia atrás. Trabajaba con mujeres muy pobres, cargadas de hijos y abandonadas por su hombre, también supo de la existencia de los tiraderos de basura y de la gente que vivía en ellos. Tanta miseria la enfermó. Un día habló con el gobernador y le expuso la situación. Éste le pidió que hiciera un proyecto. Entregado el mismo, lo aprobó de inmediato. Corría el año 1947.
María se enterró de la existencia de los jardines de niños y fundó el primero de Monterrey. Hizo lo propio con los jardines del arte. Tenía amistad con el filósofo José Gaos, con el poeta cubano Nicolás Guillén, con José Antonio Portuondo, amigo de Fidel Castro con quien María iba a tomar café. Simpatizaba con los que luchan por la libertad de su patria. A la par de su trabajo como abogada empezó a tomar clases de pintura con el grabador Leopoldo Méndez quien incluso le hizo un retrato. Él le presentó a Pablo O’Higgins. Éste la empezó a buscar, la invitaba a comer, a cenar, conoció a la familia de ella y al cabo de un año celebraron sus bodas el 23 de mayo de 1959. En un principio ella no entendía cómo un pintor, un grabador, un muralista de la talla de Pablo, un hombre guapo y asediado por las mujeres se fijaba en ella. María se enamoró de su manera de tratar a las personas, de su modo de pensar y actuar, de su sensibilidad.
Durante los 25 años de matrimonio, Pablo O’Higgins pintó murales, hizo retratos, litografías, viajó en pos de la luz, del color, pero sobre todo de la gente; se retiró del TGP junto con Leopoldo Méndez, Alberto Beltrán, Mariana Yampolsky, Fanny Rabel y Andrea Gómez por considerar que éste había cumplido su función. Poco después obtuvo la nacionalidad mexicana por vía privilegiada, por los servicios prestados a la nación en el campo de la educación y del arte; tuvo numerosas exposiciones, participó en el embellecimiento del recién creado Museo Nacional de Antropología, dio cursos sobre pintura mural en la Unión Soviética, fue motivo de homenajes y se fue poco antes de recibir el Premio Nacional de Ciencias y Artes.
Por su parte, María se dedicó a él. Enteramente. Amorosa. A la fecha.
Pablo veía al mundo en función de los colores, incluso en sus apuntes señalaba: Cadmio, ocre, rojo quemado; azul, gris, añil… Elena Poniatowska refiere que Mariana Yampolsky contaba: “Cuando íbamos en el coche para llegar a equis pueblo, viajaba mirando, respirando el paisaje; de la conversación ni se enteraba, de repente gritaba al conductor: ¡Párese! Hubiera podido romper la puerta para escapar de la cárcel del automóvil. Extraía su libreta de su chamarra: Miren esta luz, la forma de este árbol. Y se ponía a dibujar. Lo veía todo en función de las sombras y las líneas en tu rostro, determinado ademán, el volumen, la postura de tu cuerpo”.
Así Pablo O’Higgins convirtió sus miradas en trazos, en pinceladas. A María la retrató muchas veces. La tenía junto a él en el estudio, la pintaba y a un lado estaba la foto de su mujer, de su musa, que sigue estando entre los pinceles y los frascos de pigmentos, los tubos de colores, las piedras para las litografías, los cuadros terminados. Recuerda María: “Sobre los blancos de Pablo, hablaron los poetas. Blanco sobre blanco. Pablo los manejaba muy bien, nunca ensució el color. Para el retrato ‘María, estudio en blanco’, posé cuatro veces; es el vestido con el que nos casamos y esas flores son rosas, del mismo material del vestido. A Pablo le gustaba mucho; quería que me lo pusiera aunque no fuéramos a ninguna parte. Bajábamos del estudio a la sala a platicar un rato o a escuchar música y de repente me decía: ¿Por qué no bailamos? A María O’Higgins bien puede aplicársele el verso de Charles Baudelaire: “Tengo más recuerdos que si hubiera vivido mil años”. Ahora su pelo es tan blanco como su vestido de novia; sus ojos siguen negros, chispeantes. Su memoria está intacta.
¿Quién es el pigmaleón de quién? ¿María de Pablo, Pablo de María?
-Más que viuda me sentí huérfana, como si me hubieran quitado algo de mí misma. No sabía qué hacer, no sabía cómo iba a ser mi vida sin él. Me dediqué a ordenar el estudio. Me costó mucho trabajo volver a entrar. Hoy la obra está catalogada.
“Cuando tuve conciencia de la responsabilidad que tengo con la obra me empezó a preocupar su destino. ¿Qué va a pasar con ella? No tuvimos hijos. Pablo pintó las cosas de México, cosas que algún día desaparecerán tal como está desapareciendo el país. Pero las pintó para México”
En la escalera que lleva al estudio de Pablo, María se dio permiso de colgar su trabajo: Acuarelas y bordados de flores. Ella pensó que esos bordados serían una bonita funda para la almohada de Pablo. Él se lo agradeció profundamente, pero prefirió que se enmarcaran. ¿Cómo iba a poner la cabeza en el trabajo de María?
La luz entra a raudales en el estudio de Pablo. Dentro de un mueble están acomodados los frascos con los pigmentos, a un lado el caballete, la silla, retratos. María ha archivado las cartas, cada dibujo también y son miles; se detiene ante uno de unas niñas indígenas y, rulfiana, dice: “Su mundo cabe entre la cabeza de cada una de ellas” y luego muestra un hombre trazado a lápiz, cargando un bulto: “En cambio el mundo de él es el universo.”
“El compromiso social fue el timón de la vida de Pablo, a través de la pintura se realizaba. Su motor era ése.”
María dice que si pudo avanzar tanto en su trabajo es porque todo aquel que entra a su casa se pone a hacer algo. El ejemplo se da al caer la tarde: mientras ella prepara harina para hacer unos hotcakes, invita a Isabel, una amiga suya originaria de Oaxaca, a cantar en zapoteco “La última palabra” y otra canción que traduce: “Pensaba en la muerte cuando te conocí y ahora estoy dividido entre el deseo de morir y el temor de no olvidar…”
-Es una entrega completa. No se puede de otra manera. No tengo horario y no he podido hacer un horario porque no tengo necesidad de ir al trabajo. Tengo el trabajo aquí. A todas horas hay mucho que hacer, no tengo tiempo para mí, lo peor es que no te das cuenta que renuncias, estás tan involucrada en eso que se te va la vida.
“Uno tiene que hacer un gran esfuerzo estando sola. Después de perder a tu compañero tienes que hacer un esfuerzo muy grande para sostenerte, tener una meta porque volteas y no tienes a nadie junto a la almohada, vas a la estufa y para quién haces una salsa bechamel. No es fácil. Hay muchas energías que no sabes por dónde encaminar. Yo no tuve a nadie cerca para que me aconsejara. Estaba muy aturdida.”
María O’Higgins ha estado empeñada en que la obra de Pablo se quede en una institución que la resguarde, la proteja y la difunda. Sobra decir que una institución mexicana. Del extranjero le han llegado propuestas de adquisición. Amistades suyas le aconsejaron vender: a Pablo no le gustaría ver cómo la situación económica la abruma. Ella se resiste. Ha resistido por décadas.
Hace más de quince años llegó a la casa-estudio de los O’Higgins Verónica Arenas Molina a ofrecer su ayuda voluntaria para clasificar y digitalizar la obra. Tiempo después se le sumó Maricela Pérez García, ambas trabajadoras del Cenidiap.
María no es quejumbrosa, pero tampoco pasa por alto que ni la UNAM, ni la SEP, ni CONACULTA se han interesado por una obra que debe formar parte del patrimonio cultural de esta nación.
Cuando José Narro era rector de la máxima casa de estudios, recibió una primera carta de María a la que no dio respuesta, una segunda que tardó en contestar. Ella le insistía en que adquiriera en donación la casa y la obra de O’Higgins. Una funcionaria de la Dirección General de Patrimonio Universitario le hizo saber que la Unam no contaba con el personal humano ni los recursos suficientes para encargarse de la obra de su esposo. El tono ofendió a María: “Ni siquiera dijo que lo lamentaba.”
Alonso Lujambio, entonces secretario de Educación Pública fue muy amable con ella, hasta parecía entusiasmado, pero no hubo continuación.
Teresa Vicencio, entonces directora del Inba, tardó un año en responder la carta enviada por Doña María. Ofrecía convertir la casa en museo de sitio. Pero no pudo concretarse nada porque si bien la obra estaba clasificada no así el menaje de casa. Algo parecido sucedió con Conaculta tanto en tiempos de Sari Bermúdez como de Consuelo Sáizar.
Se entusiasma cuando habla del libro que acaba de terminar de leer: Mujeres en la Historia. Historia de Mujeres: una revisión de la historia de México a través de la participación de las mujeres de Gracia Molina-Enríquez y Carmen Lugo.
Muy celosa de la obra de Pablo, María no ha titubeado en hacer varias donaciones al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Primero fueron libros, después una colección de litografías y más recientemente dibujos de campesinos, de indígenas. Conoció a la Comandancia General en marzo del 2001 cuando vino a la Ciudad de México con la Marcha del Color de la Tierra para exigir el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés. El encuentro, organizado por Doña Rosario Ibarra de Piedra, no pudo ser más cálido, más afectuoso.
Conversó largamente con el Subcomandante Insurgente Marcos en el año 2006. La plática inició como si se hubieran visto la víspera. Él regresaba de un mitin en Chapultepec, traía la ropa mojada por la lluvia. María se preocupó maternalmente: “No te vaya a hacer daño. Cámbiate o si quieres vengo a verte otro día.” Él nomás se rió: “Esta lluvia no es nada, Doña María. No va a pasarme nada: estoy en la flor de la edad.” Se rieron y se sentaron a platicar.
María está tranquila: la obra donada al EZLN queda en buenas manos. Lo explica mientras ofrece un thé de muicle en la cocina de su casa: “No quiero nada para mí: Pablo todo lo hizo pensando en México”. Equivalente del zapatista: “Para todos todo: nada para nosotros”.
La modernidad no la detiene ni intimida: a unos días de cumplir 100 años, María ve en su tablet programas de internet como De colores y sabores de Martha Chapa, quien fuera su alumna. Se conocieron cuando Martha, muy niña, se acercó a tomar las clases de pintura en los primeros jardines del arte creados por María en la Alameda de Monterrey. Cuando Martha habla de María, la voz se le vuelve más luminosa y dulce: “Fue mi primera maestra y sigo aprendiendo de ella”.
A principios del 2016, María quedó exhausta con los trabajos previos a la inauguración de la muestra El trazo firme de un espíritu en movimiento en el Museo Mural Diego Rivera y eso que contó con el invaluable apoyo de todo el personal del Museo, concretamente del director del recinto Luis Rius Caso y de la joven curadora Erika Contreras. Las emociones la cansan. Revisaron los proyectos de murales, las litografías, la obra original, dibujos, tintas, las fotografías que se acompañan con un documental realizado por Mercedes Sierra sobre el desprendimiento, traslado y restauración del mural que se encontraba en Los Talleres Gráficos de la Nación.
María visitó varias veces la exposición, la recorrió disfrutándola, compartiendo anécdotas. Quedó muy contenta. Es la exposición que soñó siempre. Tiempo después donó 14 bocetos de siete murales de O’Higgins realizados entre 1934 y 1964.
Y sucede que cuando María se desprende de algo, cuando hace una donación, florece, irradia serenidad. Así sucedió en enero de este año cuando la Facultad de Arquitectura de la UNAM recibió con honores y gratitud el acervo de 216 dibujos de Pablo O’Higgins “Los trabajadores de la construcción”. Generaciones actuales y futuras de arquitectos y de gente interesada en el arte podrán conocer, a través de los ojos, el sentir y los trazos de O’Higgins, a quienes han levantado este país.
La presea “Amalia Solórzano Bravo” le fue entrega por su trayectoria a favor de las mujeres, su esfuerzo y lucha por la libertad, la patria y la soberanía nacional. María agradeció con su natural elegancia recordando al General Cárdenas y a Doña Amalia: “La sencillez de una mujer brillante, de convicciones propias, muy discreta, pero firme en sus principios y en su decisión de ayudar a quienes más lo necesitaban”. Y parecía que estaba hablando de sí misma.
Recientemente, la jefa de gobierno capitalino, Claudia Sheinbaum, le entregó un reconocimiento por ser pionera en la defensa de los derechos de las mujeres.
El domingo 18 de octubre la Lotería Nacional pondrá a la venta un boleto conmemorativo por su centenario. Escogieron el retrato que le hiciera Pablo con el vestido blanco de su boda como imagen representativa de María: María vista por Pablo, pintada por Pablo. Musa y compañera mirándolo siempre. Pablo en sus ojos y en su corazón.
Al cumplir 98 años de vida, de amoroso y comprometido trabajo, María O’Higgins hizo un balance de lo que ha hecho por México. Un año después se emocionó de cumplir 99 y no haber perdido la esperanza. Ahora, a punto de alcanzar la centena se entusiasma: “Es mi único deseo que los jóvenes conozcan a Pablo. Hace muchos años platicaba con Gilberto Bosques. Yo le decía que la Patria… Y él me contestaba: “María, no tenemos país. México ya no es lo que tú piensas que es.” Ya en la época en que se fue, Pablo decía que esto era un caos. Pero hay que ver lo que se ha hecho de positivo para el país, pensar en eso, sostenerlo y agrandarlo.”
Beatriz Zalce
Premio Nacional de Periodismo por su labor cultural en Desinformémonos. Catedrática de la Escuela de Periodismo Carlos Septién y de la Facultad de Estudios Superiores de la UNAM.
Que buen recuento! Joan es un gran personaje…