Los turnos de la noche
(Segunda de dos partes)
23 horas. El tal despertó mientras lo trasladaban a la sala de operaciones. El anestesiólogo le hablaba quedito pidiéndole que se relajara, pero sin instarlo a dormir. Lo que le decía en cambio era que le iban a poner un bloqueo y que podría ver la operación.
Por eso se sorprendió que cuando lo montaron en la mesa de operaciones le pusieran una mampara de tela que le impedía ver el sitio exacto de la intervención, aunque le permitía conversar con los cirujanos y asistentes.
Todos fueron muy afables y alguno de ellos insistió en decirle que había sido vital que hicieran el cuento de la gillete para que pareciera expuesta. Vamos a ver cómo encontramos adentro, dijo el doctor Rafael. Todo va a salir muy bien, así que relájate.
El tal presenció parte de la operación de manera muy fragmentaria porque la mampara sólo le dejaba ver un retazo. Era una especie de cubismo, de luz cálida y sombras proyectadas que configuraban una mirada alterna a lo cotidiano: percibía el armazón estructural de los cuerpos y los movimientos en las sombras proyectadas sobre las paredes. No sabría decir si sucumbió al sueño o en realidad le pusieron anestesia total. Cuando volvió en sí, la escena había dado paso a una especie de capítulo dos (o ¡cuatro!), pero era claro que en la obra de teatro el acto era el siguiente, y diferente.
Estaba en un pabellón con ocho camas (¿o eran seis?) cinco de las cuales estaban ocupadas. Su cama era la penúltima del lado derecho viendo desde la entrada. A su derecha, en el mero rincón, estaba un hombre de unos 45 años, delgado, bajito, rápido de respuestas, algo lenguaraz y quejoso.
Tenía en la pierna izquierda una gran llaga supurante. Le tenían la pierna totalmente al descubierto. El rojo de la llaga era brilloso, vidrioso. El hombre estaba esposado a la cama.
Frente al tal había un hombre fuerte, blanco, con barba de candado. Sus ojos bailaban en las penumbras buscando atisbos que le respondieran, vociferando casi siempre al pedir una enfermera, una pasta, un piquete que le quitara el maldito dolor que estaba de su puta madre, no mames, gruñía. Es que en verdad no lo aguanto, qué ¿nadie va hacer nada? Y se dirigía en directo a dos policías uniformados que muy discretos (muy discretos pero eso si viendo la tele a todo volumen) estaban apostados al fondo del pabellón. Uno en la última cama descansando y el otro sentado montando guardia en una silla junto a la cama del llagado —que se llamaba Herminio. Eran las 4:30 de la mañana. Más o menos la llamada hora del hígado según la medicina oriental, plena madrugada en un hospital de urgencias. El hombre frente al tal tenía un gran yeso en toda la pierna derecha que colgaba de un columpio.
En las camas a la entrada del pabellón otros dos hombres dormían. A uno lo acababan de operar de pudrición del colon, una apendicitis mal atendida. El otro tenía una fractura de cráneo y estaba totalmente inconsciente tras la intervención que le había drenado un poco de su líquido raquídeo.
El hombre de enfrente se presentó con el tal. Quiobo, a ti que te pasó, yo soy Aurelio. En la cárcel me arrinconaron en la cocina tres cabrones. Y uno de ellos sacó una fusca y me quiso meter una bala aquí en el costado (y señaló el hígado). Si lo hubiera logrado yo ya no estaría. Pero logré agarrarle la mano y en el forcejeo el plomo me partió el fémur en dos y un segundo balazo me volvió a dar en el hueso. Mi fémur quedó en tres partes. Me metieron un clavote que va de lado a lado y dicen que ahí se va a quedar. Pero el dolor está de la verga, padre. No es por nada pero está de chillar, me cae de madres. Órale, custodios, llamen a una enfermera, coño, nomás están aquí pa estarnos chingando.
El tal vio el refulgir de las esposas que también lo sujetaban a su cama.
Al rato de estar oyendo los comentarios y quejas de unos y otros pasaron los médicos a revisar. Había amanecido. Los médicos de turno lograron sortear el diagnóstico de fractura expuesta sin mayor sobresalto de los médicos responsables y los jefes del turno que, junto con el director, hacían la visita.
Como estaba callado y dizque tranquilo, acostumbrándose al andamio que traía sobre la tibia (una T de titanio y otros metales hipo-alergénicos) se le fue aclarando la situación de gravedad de sus vecinos de cama y pabellón.
Cuando se fueron los médicos, los encamados comenzaron a contar su historia, y no dejaban de expresar su sorpresa al ver que el tal no gritaba, no pedía nada, no se quejaba y hablaba poco. En particular los dos prisioneros esposados a sus catres fueron afables y contundentes en decirle que era bueno verlo echarle ganas porque les daba esperanzas y aliento a todos en el pabellón.
El tal sonrió y se burló un poco de sí mismo: tal vez me debería de quejar un poco para ver si nos la ponen mejor, dijo. Pero cómo quejarse si los otros estaban peor. En realidad él mismo hacía lo que podía y buscaba su aplomo y aparente tranquilidad zen, sumergiéndose en la respiración, en ponerse a respirar el dolor que ahí taladraba pero a veces difuminaba en sus oleadas bajando la frecuencia de su respiración y si dirigía su exhalación hacia los meros sitios álgidos, relajando músculos y tendones.
Herminio comenzó entonces su relato de cómo había llegado a ese hospital así llagado, esposado al camastro, con el hervidero de quejas y desconciertos que venía acumulando de siglos, decía: bueno de hace unos cuatro años que me comenzó a cambiar la vida para mal, remató.
Herminio se fue soltando: había sido sargento en el ejército federal mexicano, dedicado fortuitamente a alguna sección de intendencia donde se hacían compras y adquisiciones de muchos tipos. Eso lo fue colocando en un lugar privilegiado para hacer dinero promoviendo o gestionando fuguitas de material, alimentos, ropa y hasta equipo electrónico y computadoras. Herminio afirmaba que eso sí, nunca traficó con armas (lo que fue raro afirmar, así nomás de la nada), pero que era común que desaparecieran pistolas, metralletas y gran cantidad de parque. En su puesto, Herminio pudo hacer fuertes a sus jefes y durante unos años le fue bien. Luego comenzó a ver que esos jefes le exigían mayores silencios y compromisos que ya no supo cómo detener. Ya no sabía cómo negarse a dejar pasar mayores enjuagues para “mantener su puesto, en una cadena de mando y una red de intercambios, guiños, gratificaciones y acres reconvenciones si algo salía mal”.
A el tal le brincaba ese tono dónde en realidad Herminio terminaba diciendo puras vaguedades casi que inentendibles, y aunque entendía que el otro no dijera sino cuestiones muy ambiguas y generales, el tal pensaba que para qué hablar entonces, por qué mencionarlas.
Con todo, Herminio comenzó a decir que en el universo donde se encontraba, no dejó de darse cuenta del gran número de deserciones que comenzaron a ocurrir en el ejército, sobre todo entre el personal médico de campaña que, al salir al terreno, de inmediato era tentado por los grupos delincuenciales muy urgidos de cuerpos médicos en situaciones de combate. Las unidades médicas nomás desaparecían de un día para otro de alguna misión de la que no regresaban, pero donde quedaba claro que nadie los había matado, y si era el caso de ser capturados por los cárteles, siempre había la oportunidad de pasarse de bando.
A Herminio le cayó la mala suerte por reportar una fuga de material quirúrgico que él supuso que debía reportar y que lo marginó de futuras intervenciones en la adquisición, haciéndole perder la confianza de sus mandos.
Cuando un nuevo intendente general asumió sus funciones a él le dieron la opción de darse de baja, medio forzadamente, y Herminio vio su salida y aceptó.
En la calle no sabía qué hacer. Comenzó a vender en la San Felipe, en un mercado callejero enorme, como de siete kilómetros de extensión, y cerca de 3 mil puestos donde se vende cualquier cantidad y variedad de objetos y comida, y donde ya conocía las entradas y salidas de los saldos, las mercancías caducas, las segundas manos, la ropa relavada, la supuesta mercancía clonada que muchas veces era mercancía original directo de la maquila que la fabricaba para las grandes marcas. Había también antigüedades, instrumentos, electrónica, incluso carne a mitad de precio, y mucha mercancía procedente de casas, almacenes, bodegas, enjuagues con los tráileres y más, mucho más.
A los meses, Herminio estableció su puesto de ropa usada, lavada y lista para volverse a poner.
Comenzó a vivir en uno de los edificios aledaños al mercado y un día su mujer comenzó a convencerlo de comprarse una tele de pantalla plana.
Con tanto qué mirar en el mercado más grande del DF (y en horas tan inusuales como que su hora álgida de venta es entre las 3 y las 6 de la mañana) comenzó a buscar una pantalla chida y, para su mala suerte, un vecino le ofreció una grande, de 32 pulgadas, en buen estado y bastante barata. Se apalabraron y Herminio subió a su casa por el dinero. Cuando bajó a llevársela con una carretilla que le prestó su sobrino Eulogio, se topó con dos agentes que en el acto lo aprehendieron, acusándolo de haberse robado la televisión y ser parte de una red de atracadores de pantallas planas de las tiendas de autoservicio.
Y entonces Herminio miró a los cautivos escuchas que seguían atentos su relato desde la gelatina sabor verde de la comida de la una de la tarde: y lo peor es que quien me acusó fue el tipo que dijo que me la iba a vender. Cuando llegaron los agentes lo amenazaron con tal detalle de la tele en cuestión, que el sujeto se zafó diciendo que Herminio se la acababa de ofrecer y que él estaba a punto de probarla en ese instante.
El caso es que se lo llevaron y sin mucho juicio de por medio se vio en el reclusorio Norte, metido hasta el fondo de una vida que no entendía y lo peor es que llegó ahí sin dinero alguno, sin los recursos necesarios para no pasarla mal dentro de la prisión. Lo que traía en la bolsa para pagar la tele se lo habían quitado los agentes a cambio de varios cachazos y tres trompones, diez jalones de pelo que le arrancaron mechones y dos estrangulamientos con toalla que lo desmayaron hasta ver negro por completo.
Llegando se dio cuenta que todo le iba a costar. Lavarse los dientes, tanto. Tener agua limpia, cinco tantos. No hacer fajina, diez tantos. Poder dormir sin ser molestado por los otros reclusos, cien veces lo que los otros servicios. Fumar, otro tanto. Recibir cosas, incluso comida de su familia, quince tantos. En 2007, todo esto acumulado costaba, según los cálculos de Herminio, unos 12 mil pesos adentro, pero cómo conseguirlos. Cómo mantener el ingreso de dinero.
Herminio se declaró indigente desde el primer momento y así le fue: no se podía bañar, tenía que trabajar acomodando y compactando basura todo el día. No le daban de comer sino sobras y el agua que tenía que beber era agua reciclada (bastante dentro del rango de las aguas grises). A veces en el agua alcanzaba a ver las larvas pululando.
Si se salvó de ser violado masivamente o en modo personal, fue por el hedor que despedía y por la condición de apestado (marginado) que repelía a los otros, los que llevaban la fiesta (los guardias, los madrinas, los reclusos con privilegios y los mandamases de siempre), invisibles y con prebendas insospechadas como salir los fines de semana o tener visitas conyugales de “estéticas” contratadas en los más renombrados burdeles de la ciudad.
Estar en la basura fue lo que le abrió la llaga de la pierna y hacía meses que la herida no cerraba, y todo el día le supuraba una serosidad vidriosa y purulenta.
Habían prometido esta vez hacerle unos injertos y estaba a la espera de que su abogado lograra conseguirle una celda propia y un trabajo menos ominoso, comida normal y agua potable. Conclusión, había hecho un trato con la clica que gobernaba la crujía y al regresar comenzaría a trabajar en el trajín de entrada y salida de las mercancías. Eso decía, por lo menos. Y lo dijo cuando los custodios que lo tenían inmovilizado a la cama del hospital salieron un momento al baño. Cuando lo dijo su rostro se iluminó con una sonrisa esperanzada que asomó al final un dejo de rencor y revanchismo. Más allá de su ilusión o más acá de su existencia y condición realmente existente, Herminio sabía que tenía que remontar, que tenía que serenarse, que tenía que tragar saliva para que los custodios que comían tacos ahí mismo, en las inmediaciones de su llaga en condiciones de precaria higiene, no lo golpearan ni le jalonearan las esposas si algo no les gustaba de su conducta. Y en el mismo hospital donde los médicos de guardia, autogestionados y rebeldes le habían salvado la pierna al tal brincándose las burocracias y las estructuras absurdas, convivían —en grietas y tiempos diferentes y superpuestos— esos cuerpos policiacos listos para aterrorizar a un paciente sin que nadie dijera nada.
Durante la segunda noche, mientras Herminio dormía y los guardias habían ido al baño, Aurelio le dijo: lo traen jodido. Hay quien dice que lo quieren ultimar aquí. Es que sabe mucho de cuando estuvo en intendencia. Todo viene de ahí. Si a mí, por no cuadrarme con los madrinas por poco no la cuento, y sigo con miedo de regresar a la crujía, a Herminio lo traen de bajada desde que abandonó su puesto y se negó a lo que le pedía su mando directo. Hay peldaños de los que nadie se baja.
El tal se durmió en ese pabellón una última noche. Y cuando se vistió y lo pusieron en su silla de ruedas para irse a su casa a recomenzar y remontar la rotura de su pierna, Aurelio y Herminio se despidieron de él, muy emotivos.
Y el tal no los olvidará aunque sepa que no los habrá de ver salvo en sus sueños de sol y aire libre.
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.