Los dones que nos dejó un hombre que quiso ser común
Hablemos reflexionando y conversando, sin consignas.
Reivindiquemos las historias, y no la historia única y lineal.
Descreamos del desarrollo y busquemos equilibrios en la complejidad de nuestras vidas.
No busquemos el poder: éste es ilusión de muchos y el control de pocos que buscan acaparar procesos y cualquier acaparamiento se vuelve sobre quienes buscan amasar y levantar proceso tras proceso (como en la Torre de Babel), hasta llegar a la enormidad, esa entelequia amorfa, ambigua, difusa y burocrática.
Reivindiquemos imaginación, pero no ésa que se consume consumiendo por siempre y para siempre de tanto ambicionar cosas.
No importa quién tenga el poder. Este sólo sirve repartido, equidistante y como tal innecesario.
Deslegitimemos todo lo que provenga de una imposición. Los pueblos van deslegitimando más y más a quien los oprime y reivindican más y más la memoria, y su sentido propio, su visión propia.
Abramos espacios de diálogo y reflexión por todas partes.
Busquemos miradas mutuas, encuentros, reconocimientos, espacios [como puntos de encuentro], mapas, provocaciones hacia lo humano, civilidad, legitimidad, reflexión, comunidad, transparencia y entendimiento compartido.
Tenemos que escuchar: es una de nuestras mejores herramientas. Y callar puede también ser un espejo.
Aprendamos de nuevo que uno de nuestro puentes más contundentes es resonar, porque si el encuentro ocurre, es siempre mutualidad, y para nada apropiación o sojuzgamiento del otro.
El fin justifica los medios, dice el poder.
Insistamos en que los medios justifican el fin, como dicen en las comunidades, porque sólo si es auténtico el resonar, el buscar juntos, es factible afrontar lo que venga, insisten.
Pero lo anterior son ocurrencias, no divisas, no memorizaciones ni quieren serlo. Son sólo ocurrencias al paso de la experiencia, es decir nuestras historias, nuestro relatos, que proceden siempre de una negación y una afirmación propia (individual y colectiva) con la que podemos seguir caminando.
Digamos entonces las historias y pensemos en cada persona, en cada colectivo y acerquémonos a la vez que ponderamos el panorama.
Narrarnos mismamente a nosotros y nosotras es darnos la razón frente al mundo y revindicar nuestra existencia; afirmándola en la plenitud de nuestra imaginación arrebolada.
Hoy en día, todo lo anterior es casi un lugar común, pese a su trascendencia, puesto que cada una de tales claves se volvió un hito en que todas y todos nos podemos reconocer porque pasó a formar parte de una cultura política en formación que se deshace y rehace sin anquilosarse todavía en consignas, recetas y fórmulas.
No obstante, hasta hace algunos años todo esto era extraño.
Como la misma idea de considerar a las comunidades indígenas, o a las comunidades campesinas, en el centro de la discusión de cómo debería ser el mundo.
La ciudad y la modernidad habían tomado tal preeminencia, que parecía todo terminado: el fin de la historia estaba vaticinado.
Tal vez no mucha gente se percataba de que nuestro pasado más reciente, incluso el que nos vinculaba con nuestra familia más directa de mamá y papá, tíos y abuelas, provenía del campo en la interminable migración desatada en el siglo XX (sobre todo después de la segunda guerra mundial), cuando se comenzó a destruir los ámbitos campesinos sin miramiento alguno.
Esa destrucción, no sólo es física. Es sobre todo sicológico-social a partir de lo económico, y Jean Pierre Dupuy, Iván Illich y luego Jean Robert vincularon al desvalor (es decir esa destrucción o fragilización impuesta con tal de hacernos dependientes de una economía de la escasez). Karl Polanyi la entendió como una gran transformación (negativa) que era motor de un desarraigo, de una desincrustación generalizada que terminaría con los enclaves comunitarios y los ámbitos comunes, con una pérdida de nuestro lugar de nuestro cruce de caminos más vital, lo que entraña una pérdida brutal del sentido de lo que somos y a dónde y a quiénes pertenecemos.
John Berger pudo entrever esta transformación, este desvalor, este desarraigo, esta deshabilitación, y tras desentrañar estos procesos comenzó a narrarlos en los términos más llanos posibles. No lo motivó la academia ni sus cortapisas o su jerga científica. Buscó más bien, como Montaigne, que lo narrado nos dijera cómo narrarlo, asumiendo los términos del relato de una manera que se compartiera con más y más gente. Así, recogió y rejuntó volviendo a repartir cual vidente, las barajas de tarots infinitos (porque a mucha gente le hablaron), y terminó encarnando la figura del trovador medieval que historia y relata.
Desde los años setenta, comenzó a estar presente como guionista en las películas de Alain Tanner, el cineasta suizo de mirada situacionista y proto-anárquica, autogestionaria como floración de las luchas del movimiento estudiantil y contra-cultural del 68.
Ya entonces John era una figura molesta para la izquierda convencional y para la derecha en el poder. Ya era impugnado por la ortodoxia mientras desplegaba su vasta mirada que cambiaría por siempre nuestra forma de ver el arte. Éste dejaría de ser solamente la sucesión taxonómica de técnicas y resultados entendidos como la expresión de un trabajo de investigación propio del artista individual, siempre genio incomprendido. En la serie de la BBC que John Berger llamó Modos de ver, el arte se develó como un hecho social, histórico, donde lo volcado como “tela” o figuración pictórica era condicionado por el poder que determinaba, en su ansia de riqueza, despojo y posesión, sus ínfulas y su versión del mundo al punto de perpetuar que las mujeres buscaran reconocerse en la sumisión que la mirada de los hombres imponía, fuera y dentro de la pintura al óleo. Ese arte occidental promovía el desnudo (la condición de objeto poseído mediante la mirada) y no la desnudez (la mirada que una persona despojada de sus ropas reivindica de sí misma).
La difusión de esa serie televisiva fue una revolución epistemológica y una revolución en la manera de comunicar el gesto artístico, el entendimiento del impulso por pintar o dibujar.
Pero si John comenzó por ahí, muy pronto se hizo una pregunta crucial: cómo entender la complejidad del tiempo de la conciencia, y cómo contrastarla con el tiempo unilineal de la cultura del progreso. Esto lo llevó, insospechadamente, a buscar entender el mundo campesino, la relación entre ciudad y ámbitos rurales, el desvalor, la desincrustación, el desarraigo y la deshabilitación, que habrían de desembocar en eso que le llamamos globalización y que en el fondo no es sino el hecho de que nuestros centros, nuestros ámbitos comunes, fueron desfasados, dislocados, encerrados, detonando en mil fragmentos nuestra imaginación para situarla en los productos culturales que la gran ciudad, como circo de diez mil pistas, cada vez más simultáneas, le proponían a los recién llegados para hacerlos creer que el infierno era el paraíso en la tierra, y que la vida como se conoció por siempre era miseria, desazón, ignorancia y pérdida.
Hoy conocemos y entendemos las reales posibilidades de la resistencia gracias a que las versiones campesinas afloran por todas partes, en particular las de las comunidades originarias, habiendo asumido su papel protagónico en su propia historia, y gracias a muchísimas investigadoras e investigadores que no es posible nombrar en unas cuantas páginas. Pero es sin duda gracias a la obra de John Berger que la versión campesina se volvió entendible para infinidad de personas. Incluso la mera idea de lo que después sería la llamada la Vía Campesina, ahí cobró fuerza ante nosotros.
Hoy el campesinado, sobre todo los pueblos originarios, pero también el mestizo, están en el corazón de cualquier propuesta de futuro. La mirada y los modos de vida que John tradujo, relató, impulsó, y a los que les dio dimensión humana y cotidiana, se hicieron asequibles, inteligibles, históricamente coherentes, dejando de ser figuras de la etnografía, la historia o la economía política para volverse los héroes inesperados de historias no contadas, de historias soterradas por el poder. John Berger supo entenderlas, abrazarlas y reunirlas volviendo plausibles sus vidas y sus destinos plenos, pese a lo trágicas que pudieran ser sus luchas contra terratenientes, empleadores, policías, banqueros, esquiroles, o burócratas y planificadores en turno.
Esto no habría sido posible si John no hubiera entendido la gran valentía del campesinado para enfrentar el misterio. Algo que forma parte de su crítica a la ciencia positivista [que es incapaz de asumir el misterio desterrándolo al sótano de los demonios y la superstición].
Para John los campesinos ejercen un método fundamental para conocer, para relacionarnos, para entender: la narración, la búsqueda de sentido a partir de intentar una y otra vez reequilibrar las certezas con que contamos y los misterios a los que nos enfrentamos. El retrato configurado por todas esas narraciones fue para John un sentido o significado en común, en colectivo, tejido entre las muchas y los muchos: es decir, lo comunitario.
Los cuidados que John aprendió en el ámbito campesino y compartió, le restregaron al mundo entero la relevancia de una clase social de “sobrevivientes”, que por vivir en los márgenes del progreso y en las márgenes de la historia, podía, desde ahí, reivindicar el sentido de una historia compleja, su relación con la tierra y la naturaleza, que en otros muchos ámbitos está perdida.
Indagando el tiempo de la conciencia, John Berger encontró que el campesinado, y los pueblos originarios en particular, tenían lo necesario para resistir el embate del progreso, por salirse de la versión del mundo que nos habían querido imponer desde el poder. Eso les permite replantear nuestro futuro como humanidad. Es justamente por eso que son tan atacadas las comunidades campesinas.
Todas las claves volcadas al principio del texto y que son parte de nuestra espiritualidad actual, no serían lo que son en nuestra cotidianidad si no fuera por John Berger, aunque no lo sepamos bien a bien, todavía, sobre todo, porque John Berger nunca se promovió.
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.