Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

La fuerza interna de un territorio

Maíz y territorio. Esta obra en estambre es parte de una serie de ilustraciones como ofrenda elaborada colectivamente por la comunidad de Huautla (San Sebastián Teponahuaxtlán) durante la recuperación de sus tierras en el periodo del que habla el texto.

Segunda parte

Haciendo un balance amplio de las recuperaciones de tierra como comentábamos en el capítulo anterior, la comunidad sebastianera logró recuperar más de 30 mil hectáreas invadidas entre 1997 y 2004, lo que favoreció a más de 2 mil 700 comuneros y sus familias. El propio proceso de litigio y recuperación le dio un enorme giro al proyecto comunitario: se crearon nuevos centros de población y lograron justicia a favor de localidades y personas que vivían la zozobra de una persecución diaria de los invasores mestizos. Las asambleas se fortalecieron al punto de volverse defensoras firmes de la autonomía en los hechos y reunir hasta 3 mil personas a discutir y construir su futuro comunitario y familiar. Eran (y son ahora en 2022 todavía) un pilar importante del Congreso Nacional Indígena.

En ese momento de gran logro, uno de los puntos de inflexión fue sin duda una asamblea de toda la comunidad de San Sebastián en lo profundo de Barranca del Tule para hacerles ver a los invasores que no se volverían a dejar. Entre los puntos del día, por supuesto, estuvo la toma de posesión de esas vastas extensiones recién recuperadas.

Desde tres días antes de la asamblea, programada para noviembre de 2002, la gente comenzó a viajar a pie por cañadas y veredas, cruzando el bosque, bordeando cerros, bajando y subiendo laderas, orillados en los cantiles ante los insondables abismos, por entre los valles y lomeríos: hombres, mujeres, muchachos, niños y niñas, las ancianas y las jovencitas, con el orgullo de ser comuneros, con el orgullo de pertenecer, sebastianeros todos, aunque desde San Miguel, Santa Catarina y San Andrés hubieran de llegar también representantes y kawiteros queriendo celebrar, estar juntos, ser pueblo wixárika más allá de la identidad comunitaria. A la cañada boscosa donde los mestizos construyeran un gran lienzo para la caballada y el ganado, llegaron más de 2 mil 800 comuneros y sus familias, unas 3 mil 500 personas de San Sebastián contando la gente de fuera.

Tales caminatas son cansadas, y es seguro que abrir carreteras les descansaría la vida en un cierto sentido, pero se los complicaría en otro. Porque como parte de su llamada cosmovisión, de su epistemología, hay un núcleo muy vasto de saberes que la caminata fomenta.

Porque caminar les abre la atención al aquí y ahora del siguiente paso, pero también al horizonte siempre visible que nunca es alcanzable, en esa “orilla que no tiene fin”, como dijera Rómulo González Rebollar, mazahua viejo, aunque bien pudo haber dicho algo semejante cualquier maraka’ame wixárika.

Los wixaritari nunca están de paso porque su vida es viaje transitando pero permaneciendo, porque transitar ha sido siempre parte fundamental del cuidado que ha implicado ser pueblos, pueblos campesinos, dedicados, no sólo a producir sus propios alimentos, sino a cuidar el todo donde viven e interactúan, porque ese entorno les permite sobrevivir, ser plenos y mantener una vida digna: viven en el territorio y son, como tramado, un territorio.

Nomás por eso, el pueblo wixárika es tan emblemático: vive la frontera entre el ser nómadas y radicarse.

La idea de la sedentarización es una idea sesgada en la historia de la agricultura si se cree que eso cancela el trasiego por su territorio —ese horizonte de sentido, ese horizonte de lo entendible y compartido— que es mucho más vasto y complejo que la parcela. Hay una idea sesgada del papel de la agricultura cuando se piensa que la gente se asentó, abrió el monte para siempre, inauguró su tierra “de labranza” y fue creciendo su nostalgia por mejorar su vida haciéndose de más comodidades —tras abandonar su vida en el bosque, la sabana o el desierto.

Esa noción de la agricultura está contaminada por la noción que de la agricultura tiene el pensamiento industrial “moderno” y define en gran medida lo que la agroindustria ha hecho.

Es muy probable que a los campesinos de antaño les resulte ajeno este retrato, porque cultivo, cultura, fue un cuidado especial que se iba agregando a todas las atenciones microscópicas de su trasiego por el territorio donde se sentían plenos, reconocidos y reconocibles, donde entendían y se sentían seguros para crear, para proseguir. Eran atenciones con las que distinguieron a una especie, una variedad que la gente decidió cuidar en lo especial para lograr tener más de ella (en un tener más, que para nada implica acumulación sino conservación, multiplicación, reconocimiento, la reproducción de sus condiciones materiales y espirituales), fuera fruto, raíz, planta completa, hierba. Pensando en el agua la gente la esperaba en los aguajes, en las pozas, en los manantiales y cascadas, además de la otra que venía a la hora de llover. Y si no llegaba, su mundo se descomponía y la gente entendía que había que hacer algo, que tenía que restablecer un balance, o dejar de hacer algo que no estaba bien. Que luego esto se convirtió en rito es entendible, porque su importancia y pertinencia siempre fue crucial.

Hablamos de atenciones especiales que conformaban su tejido de tareas como cazadores, recolectores, cuidadores de animales (de abejas a gallinas, borregos, vacas o venados) y sembradores.

A los wixaritari les siguen pareciendo pertinentes todos los saberes que le dan sentido a su territorialidad. Como recuerda José Godoy haciendo eco de charlas con Pedro de Haro, “ser caminantes era y sigue siendo algo habitual: las comunidades caminan, navegan, peregrinan y se visitan: en la Sierra Madre es común ver encuentros casuales entre wixaritari, coras, mexicaneros y tepehuanos, así como con rarámuris: desde tiempos inmemoriales existen personas bilingües y políglotas. Hay quienes como el famoso Simón de la Cruz, de Bancos de San Hipólito en Durango, que a sus 103 años hablaba cinco idiomas pues vivía en el nudo de las cinco culturas de la sierra. (Alguna vez le preguntamos a don Pedro de Haro que cómo le hacían para comunicarse antiguamente en épocas prehispánicas en sus visitas a sitios tan lejanos de la Huichola como Teotihuacán y contestó con tono de obviedad: “¡pos con traductores!”)

Los viejos huicholes siguen contando las largas sagas de cómo los antepasados caminaron para irse quedando en diferentes parajes y así repartirse un segmento de territorio según el cuidado que entre todos debían tener, para que se dedicaran a ése más cercanamente, y no para quitárselo a los demás.

En esa misma lógica, cualquier acaparamiento de tierra, cualquier invasión, cercenaba literalmente su contacto fluido con ese territorio total que siempre recorrieron y que siguen recorriendo como parte de ser wixaritari. Cuántas veredas se cancelan y se pierden con la imposición de una carretera que cruza el territorio cercenando su relación más íntima y compleja con quienes transitan y visitan y se encuentran en esas veredas. Y hay quienes, como los antiguos sufis, son sanadores trashumantes que viven literalmente en los caminos, auxiliando a la gente, y a los seres vivientes en general. Parecen unos vagabundos, pobres, pero buscan sintonizar con lo que ocurre y ocurrirá. Reviven manantiales, se entienden con las nubes. Yo personalmente conocí a uno de ellos y me enriqueció muchísimo con su paciencia y humanidad, con su vasto entendimiento: Emeterio Torres se llama y mucha gente se admira de sus milagros.

*****

La gente comenzó a llegar a Barranca del Tule y culminó una de las asambleas más enormes que yo haya visto. La asamblea habría de durar lo que durara (esta vez duró tres días de mucho hablar y discutir lo que tenía que hacerse con la tierra recuperada y con el proceso que tanto los fortalecía). Cómo debían proseguirse las estrategias para ganar los cien o más juicios que faltaban. Cómo había que reforzar la orilla del territorio. Esta tarea, como ya hemos dicho, fue vista con mucha preocupación y cuidado al punto de que comuneros que gozaban de buena tierra, profunda y fértil en el centro del territorio, una tierra nada erosionada, nunca tocada con agroquímicos, con buenas semillas, se ofrecían para mudarse a la orilla (dejando a la familia más de antaño encargada del núcleo agrícola original) a fin de defender el territorio.

Esto implicó que muchos comuneros tuvieran que lidiar con tierra muy lastimada por las pesuñas del ganado, muy maltratada y erosionada por los agroquímicos, tierra muy deslavada e infértil por el maltrato al que la habían sometido los caciques con ideas de la agricultura y la ganadería más industriales. Ahí, los comuneros comenzaban a lavar la tierra, comenzaban a añadirle poco a poco su materia orgánica propia de los proceso naturales, probando cómo devolverle su fertilidad al tiempo, como hemos dicho, de evitar en lo posible los desplomes de una micro-región devastada, mientras con la otra mano arriesgaban con la vida los ataques, las amenazas y el hostigamiento de los mestizos colindantes.

Será imborrable la enorme bajada desde Bajío del Tule hasta Barranca a presenciar la asamblea que ya llevaba unas dos horas de haber comenzado.

Entrar a la hondonada más profunda rodeada de rocas y bosque fue quedar inundados del sonido atronador de una multitud de 2 mil 800 comuneros casi todos sentados en círculo bajo las ramadas del corral donde sesionaba la comunidad, mientras de un lado de la palizada se reunía la multitud atronadora que celebraba la restitución de la unidad física del territorio y planeaba las acciones y juicios por venir. Del otro lado de la cerca los kawiteros y los maraka’ate degollaban a un toro, regaban la tierra y varias jícaras con sangre y bailaban tocando el raweri y el kanari para invocar, celebrar y propiciar (aventando al aire sus flujos modales y los ritmos atravesados que sirven de continuidad remachona al canto que aborda en plegarias los mitos y las narraciones ancestrales), mientras las lenguas de la lumbre naranja y azul electrizaban el aire de la mañana y el rumor de fondo de la asamblea.

Algo que ocurrió a partir de esa ocasión es que la asamblea se volvió itinerante (antes sólo se hacía en San Sebastián y en Tuxpan) y durante cinco años tocó de fondo a las comunidades apartadas: Mesa del Tirador, Amoltita, Tierras Amarillas, Bajío del Tule, Ocota de la Sierra. Los wixaritari reivindicaron la asamblea como el corazón del pueblo: el lugar desde donde se recuperaba, localidad a localidad, el territorio. Y fueron bien estrictos. “El que no venga a las asambleas pierde sus derechos”, dijeron.

La consigna del Congreso Nacional Indígena adquirió un corazón de certeza: “Nunca más un México sin nosotros”. El nosotros invocaba la idea más vasta de la comunidad, la idea de que sólo retejiendo los lazos podemos volver a la naturalidad de lo que puede ser una familia, sin medida ni filtros, sin negociación artificial pero sí una conversación permanente, cambiante y nueva, que viene de siglos. Por supuesto siguieron recuperando tierras y ganando juicios.

En ese momento, uno fugaz tal vez, fue total la conjunción entre lo político más directo y lo sagrado más vasto. Ésa será siempre una de las imágenes más sugerentes de lo que siempre han sido y son los comuneros y las comuneras wixaritari: y en ella pueden reconocerse, en lo más entrañable y atávico —y en lo más guerrero, también ancestral— buscando eso que algunos dicen que es el sentido más profundo de ser wixaritari: el lugar cambiante del universo donde encarna lo humano.

La reivindicación de la asamblea no fue cosa gratuita ni inventaban de la nada un espacio, porque siempre ha sido y sigue siendo real entre los wixaritari. Pero desde Barranca del Tule las asambleas wixárika adquirieron una pertinencia que vuelven a reivindicar ahora muchos comuneros, a veinte años de la histórica asamblea.

Como para muchos pueblos, para los wixaritari las asambleas comunitarias son espacios de reflexión y aprendizaje sumamente cruciales. Es ahí, y en el trabajo concreto, donde la gente aprende y enseña de un modo natural y pertinente. En la asamblea y la milpa se piensa y trabaja tan juntos que es posible tomar decisiones en directo y frente a frente; la vida se acerca porque ya no obedece a decisiones tomadas fuera, en quién sabe dónde. La gente recupera lo significativo, y se siente útil y digna.

Donde las asambleas son fuertes, los programas de gobierno, los invasores o las empresas con sus tretas no logran mucho, porque la claridad de la asamblea frena o resuelve los problemas. Donde las asambleas son débiles, la comunidad se rompe y pierde —poco a poco o de repente— la fuerza para resistir las invasiones, la corrupción y los programas de gobierno.

Esa tradición parte de un principio libertario crucial: somos iguales porque somos diferentes. Sólo desde el centro de nuestra propia experiencia adquiere su sentido pleno lo que sabemos, lo que compartimos y ejercemos, para transformar la vida. Y eso es lo que somos: “nuestra condición, nuestro entorno, nuestra historia y nuestro camino, son sólo nuestros, de quienes vivimos el lugar donde existimos”. Cada rincón es un centro.

Dicen los pensadores wixárika: “Si reivindicamos con la fuerza de la asamblea de comuneros los saberes y estrategias que armamos entre todos, nos defendemos bien, porque cada quién ve un cachito, que sólo nosotros. Podemos ser un solo corazón”.

Los mayores insistían: “Hay que recordar el origen de nuestra comunidad, de nuestra región, de nuestro pueblo. Recordar la historia de las invasiones, de las imposiciones, del saqueo y la destrucción. Recordar la historia de las luchas de nosotros. Nuestro territorio es nuestro entorno completo con los saberes que nos lo hacen visible. La tierra solita no es nada sin lo que sabemos. Tenemos que volver a pensar quiénes éramos y por qué nos quieren desaparecer. No hay nada más importante que defendernos”.

Por eso verles, vez tras vez, en su asamblea buscando un reconocimiento mutuo que les permita seguir, sabiendo que traen encima el problema de las mineras, de los talamontes, de los programas de gobierno, de las renovadas invasiones, del crimen organizado con sus tentáculos de muerte que van desde el gobierno federal hasta la localidad más remota, es saber que vuelven a apelar al encuentro con los demás para resistir y expulsar a quienes quieren apoderarse de su territorio. Es volver a mirar lo que siempre hace que los/las wixaritari caigan de pie en cualquier circunstancia: que nunca se piensan a solas, que se reivindican comuneros, comuneras, como máximo honor, por encima de cualquier título universitario o reconocimiento de popularidad externa. Y ser comuneros es saber que buscan entender juntos, que van juntos, pese a las dificultades y violencias, desencuentros y certezas, a lo que venga.

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