La fuerza interna de un territorio
Frente a la marcha wixárika que tiene lugar en estos momentos, es importante recuperar, desde los fuegos del tiempo, fragmentos de la historia reciente de este pueblo. Es una manera de acompañar el caminar de la comunidad de Waut+a, cuyo fin último es alcanzar la justicia y recuperar el territorio que le tienen invadido.
Siendo largo el texto, ésta es la primera parte.
Todo el final del siglo veinte fue muy importante para las comunidades wixárika. El equipo jurídico que llevaba sus litigios por tierras logró la recuperación de más de 50 mil hectáreas mediante reclamos que inequívocamente establecían las colindancias correctas, los “polígonos” precisos.
Los juicios iban contra los invasores mestizos que desde fines de los años veinte habían ido recortando el territorio de San Sebastián Teponahuxtlán-Wuaut+a, San Andrés Cohamiata-Tatei Kie y Santa Catarina Cuexcomatitlán-Tuapurie.
Las pruebas eran tan contundentes que demostraban la presencia ancestral de los wixaritari en la región. Las posesiones de los ganaderos, más recientes, eran producto de invasiones, de que se habían metido a la mala trozando los alambres o tirando las cercas —y de primeras habían aventado al ganado a que comiera de las milpas y los brotes de pasto de las comunidades. Y si alguno de los comuneros se oponía, los lazaban a la silla del caballo y le daban su arrastrada: “pinches indios”, “pa’ que entiendan”, era la disculpa común que le parecía sensata a su cultura atrabilaria de borrachera, asado, bailongo y cacería, revuelto con salidas por mujeres de fuera, por la buena o por la mala. Tampoco se tentaban el corazón al prender las teas y quemar caseríos y siembras, o incluso colgar de los pies a algún inconforme, o colgar de plano a los hombres de la ranchería, violar a las mujeres y aventarle el caballo a los niños.
Por años fue ésa la lógica, y provocó una polarización extrema que de muchos modos perdura en la Sierra Huichola (hoy en apariencia contenida pero en realidad más retorcida por la presencia del crimen organizado, con su sistema de autoridades coludidas, en muchas capas y niveles).
Haciendo caso de las comunidades y sus asambleas, un equipo jurídico, coordinado por la abogada Evangelina Robles, promovió 150 juicios por diferentes predios en litigio. Juicios que se iban ganando uno a uno pues los magistrados no tuvieron otra salida que darle la razón a las comunidades y proclamar la restitución y hasta la ejecución.
Este equipo discutía todos los detalles de la acción legal en interminables asambleas comunitarias que, discutiendo y deliberando, convocaban comuneras y comuneros. Las asambleas duraban hasta tres días seguidos sin interrupciones ora sí que ni para comer (pues la gente comía ahí mismo mientras seguían los puntos) y se llegaron a pactar acciones espectaculares que mostraron su fuerza regional acompañando cada caso, por insignificante que pareciera.
Esto implicaba estar presentes en las mediciones, quedarse afuera de las audiencias mientras algunas personas específicas testificaban, sacar el ganado de algunos ya muy sabidos invasores y “realearlo” a los corrales de la comunidad —forzando literalmente a los teiwaris a ir por él al mero centro de la comunidad agraviada en presencia de ministerios públicos renuentes pero sin otra que acatar.
Las asambleas también increpaban a los comuneros que se hubieran prestado a rentar tierras a trasmano. En ellas se desnudaban tales actividades delante de todos, se cuestionaba de frente a los corruptos y se les metía al cepo hasta que se aclarara su situación, lo que refrendaba que aquí la autoridad era el colectivo.
Fueron muchos los funcionarios que llegaron envueltos en su arrogancia de autoridad, su aura de profesionistas superiores, y terminaron entendiendo que en la asamblea eran uno más de los tantos que tenían puntos qué tratar. Eso estableció un principio de ética colectiva y unidad inquebrantable —efecto directo de decir la verdad en la asamblea: espacio destinado para juntar esta verdad y hacerla fuerte.
Y como iban ganando juicios, los sebastianeros (de la comunidad más afectada por los juicios) se hicieron más y más cuerdos, más aterrizados, con mayor perspectiva, más combativos, más audaces en sus acciones y más cuidadosos con la orilla de los territorios que recuperaban. Así, hablar de estrategia se volvió común en toda conversación informal o de asamblea.
Fue importante mantener en calma general la posesión de las tierras que iban recuperando, con reflexión y análisis constantes en los espacios chiquitos de la ranchería y la fogata y en los espacios más grandes donde discutían entre todos.
Había que resistir en paz las amenazas de muerte que algunas autoridades comunales recibieron por parte de los invasores y seguir ganando juicios pese a las tretas leguleyas, los golpes y la destrucción de sus bienes. Todo lo ocurrido trascendía y les iba ganando admiración mundial.
Un elemento fundamental fue reforzar la orilla del territorio, sobre todo en las secciones recuperadas, con proyectos sustentables y autogestionarios, comunitarios, que mantuvieran una barrera más fuerte que cualquier alambrada, porque así la gente (de dentro y fuera) volcaba su atención a la zona y era más difícil que los ganaderos intentaran algo.
Desde 1998 las autoridades comunales comenzaron un proceso de diagnóstico autogestionado en la zona limítrofe para proteger su territorio. Se caracterizó a cada agencia municipal desde una perspectiva territorial: se definió la historia de cada localidad como la recordaba y reconocía la gente —y lo que significaban sus bosques, sus tierras, el agua, los suelos hasta configurar un sueño o visión ideal por localidad y un sueño colectivo.
Era estratégico reflexionar el territorio y su defensa en todos los frentes y con cinco miras principales: el costumbre huichol, el cuidado de todo, la ayuda mutua, la reflexión para el trabajo, y tener logros: juicios, almacenes comunitarios, reflexión sobre el mejoramiento de suelos, el trabajo en los sistemas de agua, la producción en milpa, hortalizas y hongos comestibles, el cuidado de las semillas originarias, los intercambios de saberes locales, regionales y nacionales, la participación en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas y un trabajo de educación que no se centraba en la escuela sino en la pertinencia de todos los ejes mencionados mediante un grupo de protección “ambiental-político” actuante en lo cotidiano.
Las tiendas “comunitarias” activaron un proceso de entendimiento de quiénes intermediaban todo lo que entraba o salía de la región.
Entre quienes cuidaban las tiendas fueron pensando también las diferencias entre la economía de afuera y lo que ellos generaban en y entre las comunidades, en una idea de ser y establecer una economía diferente, viendo que todas las comunidades estuvieran bien, y no en cómo ganar más. El proceso de las tiendas también los metió a trabajar con sus proveedores en la ciudad, lo que activó circuitos populares que no conocían. La orilla también la reforzaron con nuevas casas familiares y más milpas sembradas entre varias familias, buscando recuperar los suelos y sembrar árboles de buenas raíces que contuvieran los desplomes.
La comunidad buscaba que su presencia fuera muy tangible, al punto de activar de inmediato el nivel de reciprocidad si alguno de los “colonos” en esas “nuevas” tierras era agredido o meramente amenazado por los vecinos afanosos de venganza. (Estos “colonos” eran comuneros que con gran aplomo habían decidido, por acuerdo de asamblea, poblar predios en la orilla con el compromiso de defenderlos y recuperarlos de la devastación sufrida, incluso dejando sus buenas tierras en el centro mismo del territorio al cuidado de su familia nuclear).
Los wixaritari se fueron poniendo bien, estaban en su mejor momento tras años de trabajo conjunto y una búsqueda de entendimiento al interior de cada comunidad, pero también en el proceso regional como pueblo wixárika de las varias comunidades. A veces decían que eran hermanos: “hermanos del venado”.
Ya en su mejor momento, pudieron recuperar con acciones directas contundentes aunque pacíficas, sorpresivas como relámpago, predios que sabían que no les iban a entregar por las buenas y que era claro que eran de ellos, porque los “posesionarios” las tenían en renta pero no querían soltarlas ni salirse.
Estas acciones trascendieron y a fin de cuentas todas las comunidades (San Sebastián, Santa Catarina, San Andrés y Bancos de San Hipólito) se fueron reconociendo entre sí, más y más pese a sus diferencias, como un solo pueblo, el pueblo wixárika, con una cosmovisión donde el fuego, el jícuri, el venado y el maíz eran un centro.
Y la tarea concreta que se echaron a cuestas, y en la que se reconocían, era muy vasta y muy total: nada menos que cuidar el mundo en cada detalle. Un cuidado muy central es el cultivo —para sus familias y su comunidad— de los alimentos más variados posibles. Y para ellos cultivar no era sembrar únicamente. La siembra era tan sólo una manifestación de ese cultivo que pasaba por ubicar los momentos precisos del año para recolectar frutos del bosque, moras, vainas, piñones, almendras; cazar, pescar, cuidar sus animales de traspatio y el ganado familiar, pero también propiciar la permanencia del agua, cosecharla y reciclarla conversando con las nubes, mediante el cuidado del bosque y los animales del monte, la revitalización de los manantiales, el suelo y los ciclos naturales y de siembra propios de la región.
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Como otras regiones del país, la Sierra Huichola fue escenario de muchos enfrentamientos en la Revolución mexicana y la Guerra Cristera. Real de Bolaños, uno de los primeros asentamientos mineros del país —saqueado y vuelto a saquear en sus incalculables existencias de plata— era la rica cabecera municipal de un corredor regional que desde 1927 recibió a las huestes desperdigadas de rancheros mestizos que habían servido en uno u otro bando. Algunos recién llegados, sobre todo de Chimaltitán y de San Martín de Bolaños, comenzaron a rentar tierras de los ancestrales dueños originarios, los wixaritari (o huicholes), pero otros invasores se asentaron quemando caseríos y asesinando familias huicholas para quedarse con las ricas tierras de la región wixárika. Se dice que algunos llegaron vendiendo empanadas y al rato tenían enormes hatos de ganado. Casi todos se asentaron en los poblados de Nayarit como Huajimic, Camotlán y La Yesca, y comenzaron a expandir sus terrenos sobre el antiguo territorio wixárika de San Sebastián Teponahuaxtlán-Tuxpan de Bolaños (Waut+a-Kuruxi Manuwe), en Jalisco.
Para 1945 habían acaparado vastas extensiones y además tenían solicitada una dotación ejidal que se les otorgó como provisional, conformando el ejido Puente de Camotlán con 13 mil 580 hectáreas, de las cuales por lo menos 8 mil correspondían al territorio ancestral wixárika amparado por sus títulos virreinales.
Tres años después ya andaban midiendo los ingenieros, principalmente los militares, en vísperas de la Ley de Terrenos Nacionales que se proyectaba y que habría de entrar en efecto en el primer año de gobierno de Adolfo Ruiz Cortínez. Era una nueva desamortización como la perpetrada en el siglo diecinueve y que en los hechos despojó de enormes segmentos de su territorio a las comunidades indígenas de todo el país.
Pero los wixaritari de San Sebastián, encabezados por uno de los comuneros, Pedro de Haro, comenzaron a frenar las mediciones de los militares, con las armas en la mano. Se percataron de que si no pedían el reconocimiento y titulación de sus bienes comunales, haciendo eco de lo que la Corona española les había otorgado, no podrían defender su territorio. Fue todo un movimiento que comenzó a enemistar a los rancheros de Puente de Camotlán y Huajimic contra los wixaritari. Entre 1948 y 1953, los sebastianeros consiguieron sus títulos virreinales y tramitaron la resolución presidencial de sus bienes comunales. Estas gestiones hicieron que cuando en 1951 se le otorgó al ejido Puente de Camotlán su resolución definitiva, se le recortaron las 8 mil hectáreas que, en justicia, pertenecían al territorio wixárika sebastianero, titulándole al ejido únicamente 5 020 hectáreas. Varios de los rancheros de Huajimic y Puente comenzaron a amenazar de muerte a Pedro de Haro y a otros sebastianeros y a correr rumores de que los matarían si “les quitaban sus ranchos”.
Las gestiones de Pedro de Haro lograron que en julio de 1953 se emitiera la resolución presidencial en favor de la comunidad de San Sebastián Teponahuaxtlán, titulándole 240 mil 447 hectáreas de acuerdo a los estudios técnico-informativos y legales, con base a los títulos virreinales.
Dentro de esta Confirmación quedaron las poco más de 8 mil hectáreas que antes se habían adjudicado erróneamente a los ejidatarios de Puente.
Pocos días después de que los huicholes obtuvieron la resolución presidencial, los rancheros de Huajimic cobraron venganza y lograron meter a la cárcel a Pedro de Haro, acusándolo falsamente de sedición, disolución social y asociación delictuosa. Permaneció un año ocho meses en la cárcel y logró librar la prisión y la muerte gracias al revuelo levantado en los medios y a la ayuda del escritor Agustín Yáñez, entonces gobernador de Jalisco. Sin embargo, el movimiento en pos de la resolución presidencial tuvo sus mártires entre la gente de San Sebastián (como Domingo de la Cruz, Patricio de la Cruz, Julián de la Cruz, Francisco Serio y otros muchos), porque los invasores los orillaron a enfrentamientos, y porque a algunos señores de San Sebastián los emboscaron y los ultimaron.
Desde entonces, el conflicto con los rancheros de Puente y Huajimic no ha parado. De acuerdo al documento Situación de violaciones a los derechos colectivos del pueblo wixárika, de las autoridades comunitarias de todo ese pueblo (y que obra en poder del que fue Relator de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Rodolfo Stavenhagen), entre 1975 y 1976, más de 57 habitantes de Puente y otros de Huajimic interpusieron un procedimiento de exclusión de supuestas pequeñas propiedades a los bienes comunales de San Sebastián. Alegaban que dichas propiedades debían segregarse de los títulos de la comunidad wixárika. Dice el documento:
Todas las opiniones jurídicas de las diferentes instancias de la Secretaría de Reforma Agraria (SRA) coincidieron en que el recurso era improcedente, primero por ser a todas luces extemporáneo—ya que habían transcurrido 22 años desde la Confirmación a San Sebastián— y segundo porque aun si no se tomara en cuenta esto, ninguno de los demandantes de Puente y Huajimic presentó títulos que acreditaran su pretendida propiedad. La mayoría sólo presentó cartas del presidente municipal, croquis o registros de constancias del Registro Público de la Propiedad, documentos que nunca han servido para demostrar propiedad. A pesar de esto, la SRA dejó crecer el problema y todavía en 1992 estaban guardados los expedientes, sin resolver en definitiva. Este retraso de más de 17 años sólo sirvió para que en campo se agravara la situación porque con el supuesto de derechos inexistentes y con el apoyo activo del gobierno de Nayarit, los ganaderos siguieron la estrategia de acrecentar sus posesiones por la fuerza.
Durante muchos años, la figura de Emilio M. González, ex gobernador de Nayarit, consolidó en la sierra un enorme complejo de intereses caciquiles cuya preservación requería que el control político de la región no estuviera en Jalisco sino en su estado. Las autoridades de dicha entidad se empeñaron en presentar el conflicto como un problema social cuya solución no era viable por la vía jurídica, lo que expresa muy claro los “usos y costumbres” del poder: cuando se trata de los pueblos indígenas no se busca acatar las leyes sino establecer una “negociación”, premiando con dinero a los invasores sin considerar lo que los tribunales agrarios pudieran resolver. Esta paradoja se instauró y no deja de sorprender: las instancias de gobierno abrieron canales alternos a los fijados por la ley, desfondaron las resoluciones de los tribunales y les restaron peso, mientras emprendían todo discrecionalmente. Las comunidades, queriendo apelar a la ley, encontraron que las puertas de ésta las cerraron los mismos guardianes de la institucionalidad.
A la larga, la situación desembocó en la llamada estrategia de Focos Rojos, mediante la que un equipo de varias instancias de gobierno (coordinadas por Procuraduría Agraria) comenzó a negociar con los invasores para que se fueran, según ellos dirimiendo “por fin” algo que los tribunales agrarios habían venido resolviendo apegados a documentos probatorios y mediciones en campo, con revisiones y cotejos. Sus efectos repercuten hasta hoy 2022 en la situación de la Sierra Huichola.
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Pese a todo, comenzando el siglo veintiuno tan sólo los comuneros wixaritari de Wuat+a-Karuxi Maniwe recuperaron junto con sus asesores legales más de 30 mil hectáreas de su territorio a partir de prolongados juicios interpuestos ante los tribunales agrarios. Estos procesos tuvieron un componente muy particular: todo el proceso fue discutido paso a paso con las asambleas de la comunidad, que acompañaron lo jurídico con acciones de presión, movilización y visibilidad en los momentos clave.
Las primeras ejecuciones agrarias (en La Campana, La Tinaja y en las inmediaciones de Batallón) fueron rasposas y no exentas de incidentes, pero ganar la restitución de Bajíos y Barranca del Tule en febrero de 2000 fue un logro inusitado de la comunidad que la colocó en un momento de mucha plenitud como conglomerado.
Eran 7 mil 300 hectáreas —4 mil 020 sobrepuestas a su plano por un error en la dotación otorgada al Ejido Barranca del Tule en 1954 y 3 mil 280 más que tenía invadidas este ejido. Ejecutar la resolución del Tribunal de Amparo, que reconoció el derecho de la comunidad después de un juicio que duró 17 años, se retrasó todavía tres años más por las insuficiencias burocráticas.
Bajíos del Tule, lo primero que se entregó, es la orilla alta de una enorme serie de cañadas y barrancas conocida como Barranca del Tule. Al recuperar Bajíos la gente pobló de inmediato, estableciendo en una hondonada lo que los wixaritari conocen como carretones, casas de madera plantadas sobre pilotes en alto (como palafitos, pero sobre la tierra) muy propias para el bosque circundante, y en ese lugar crearon una especie de corazón de encuentros, un espacio para que las comunidades de la sierra se juntaran con la gente de otros lugares, de otras regiones y estados, incluso de otros países. Hasta allá llegaron por esas fechas los sami de Finlandia, los miskitos de Nicaragua y algunos pueblos de India y Tailandia (defensores del territorio y sus arroces nativos), y en la hondonada realizaron un encuentro memorable porque los wixaritari exhibieron su fuerza mostrándole a los invasores que tenían amigos dentro y fuera de la sierra.
Llegó finalmente el día (apenas en 2002) en que Barranca del Tule, hundido en el bosque profundo, le fue restituida al pueblo wixárika. Con este acto le arrebataron a los invasores un lunar en el mero centro del territorio ancestral, un enclave de invasión donde los mestizos mantenían muchas cabezas de ganado (caballos, toros y vacas) —y que les permitía trasegar de aquí para acá desde el núcleo mismo sebastianero. La gente no entendió por qué las autoridades agrarias le habían pagado a los ganaderos su ganado, como una compensación por el desalojo, si de todos modos se lo habían llevado, pero igual las repercusiones de la restitución le confirieron una fuerza tremenda a la comunidad.
Cuando el grueso de los comuneros entró por vez primera a Barranca, el sentimiento de logro fue tan fuerte que el resto de las ejecuciones planteadas se vino en cascada una tras otra. Los wixaritari revivieron unidad, trabajo compartido y claridad general, tequio a tequio, siembra tras siembra, asamblea tras asamblea.
La gente recobró paso a paso la iniciativa propia. Reivindicaron entonces con mucha fuerza que lo que necesitaban era que los dejaran en paz los mediadores del gobierno y las empresas en pleno (además de los invasores recién expulsados). “Nosotros conocemos nuestros territorios, sabemos cómo están y cómo cuidarlos. Tenemos lo necesario para gobernarnos mediante nuestras asambleas, a nuestro propio y respetuoso modo y tiempos. Ya no podemos permitir tantas normas impuestas, pues acabaríamos haciendo solamente lo que otros quieren”, decían desde muchos rincones.
Su proyecto autogestionario salió muy fortalecido y la idea de la autonomía cobró una pertinencia inusitada: fortalecieron sus raíces, la religiosidad, las labores compartidas, su vínculo con la tierra y con el calendario ritual que hacía entendibles las energías tan diferentes que visitaban y cubrían el mundo con precisión increíble, día por día a lo largo del ciclo de siembra.
Ya con vuelo, los wixaritari crearon un grupo de trabajo para aprender y trabajar colectivamente el cuidado del bosque, la recuperación de suelos (de los métodos para incrementarle la materia orgánica, “levantar suelo”, como le llaman, hasta el fortalecimiento de los terrenos para evitar los desplomes), la recuperación de manantiales y ojos de agua, y la lluvia.
Revitalizaron el trabajo de custodia e intercambio de las semillas, el control de los incendios y la reflexión más vasta de cómo defender el territorio. Si desde antes cuidaban la orilla, los terrenos recuperados bulleron de proyectos autogestionarios de custodia e intercambio de las semillas nativas, trabajos de recuperación de los suelos que no es posible hacer sino comunitariamente, centros de saberes dónde reunirse, trabajar el ferrocemento para tanques de agua, las estufas ahorradoras, las letrinas secas. Salieron del territorio decenas de miles de cabezas de ganado y comuneros y comuneras fortalecieron las tiendas comunitarias, y los proyectos integrales autónomos de educación propia, con una lógica diametralmente diferente de los programas oficiales de educación.
Para los comuneros había varios espacios naturales de aprendizaje: los cuatro más importantes eran la asamblea, el trabajo en la milpa, los cargos, tradicionales y agrarios que les daban vida, y el espacio de la casa-ranchería, con sus quehaceres cotidianos más fundamentales y complejos.
Un comunero lo decía facilito: “El territorio no es nada sin los saberes. La tierra se vuelve territorio cuando entre toda la comunidad fortalecemos nuestra relación con ella con nuestros saberes de siempre y con los nuevos que vamos trayendo”. Defender los saberes que le dan sentido a esa tierra y a ese bosque era buscar adónde los movían sus quehaceres de comuneros y comuneras, de kawiteros que ejercían al mismo tiempo sus cargos relacionados con lo espiritual y sus encargos prácticos: eso que para la comunidad wixárika otorga centro y realidad: lo sagrado, que refleja lo práctico de largo plazo y le otorga importancia. Escuchando al pueblo wixárika en esos momentos uno entendía que todas las razones de cosmovisión son la demostración de la relevancia, la pertinencia, la vastedad y trascendencia de sus estrategias antiguas que le han resultado por milenios a los pueblos. Que algo adquiera preponderancia cultural, vasta y compartida en usos, ritos, tradiciones, en tiempo y espacio, es la demostración o la expresión de su importancia y pertinencia históricas en un pueblo o en un conjunto de comunidades. Así sentimos al pueblo huichol quienes tuvimos el regalo de estar ahí en esos años (continuará).
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.