Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera Herrera

La fragilidad de los espacios y la permanencia eterna de nuestro corazón

A Eva, Alika, Violeta y Heber

cuyos relatos aquí presentes

no se me quisieron quedar guardados

Decía Novalis que el espacio era tiempo exterior y que el tiempo es el espacio interior.

Pero hoy espacios y tiempos se entreveran y se confunden, se nos mueven dentro y nos mueven fuera aventándonos a todos los rincones del planeta con una conmoción interna de tiempos agazapados que nos abren memorias nuevas, recuerdos ancestrales, presentes paralelos, futuros imaginados o cancelados o diseñados o cercenados por los poderes exteriores de funcionarios y autoridades, vendedores, magistrados, merolicos y diputados, médicos, siquiatras, terapeutas y educadores, capataces y policías. La institución de las instituciones se avoraza con los días y no deja en paz ni la entraña ni la esperanza; no se asienta con nada porque la voracidad es una de las monedas de cambio de esta modernidad iridiscente y líquida, viscosa e incómoda.

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Pónganse en el lugar de esta mujer, Marina, por ejemplo. Como tanta gente se le hizo fácil alquilarse para los invernaderos a laborar por menos de cien pesos diarios, con 36-39 grados a la sombra-resolana, rociada de agroquímicos bastante tóxicos, auxiliada en la chinga por varios de sus hijos menores de 15 años, y a uno de ellos (entre la confusión cotidiana y el aturdimiento de los ruidos, vapores, de los movimientos imprevistos del estibamiento de las cajas y la operación del montacargas), una de las paletas de elevación del aparato se le encajó en un tobillo y lo hirió seriamente. Pararon las máquinas y lo atendieron. Los primeros auxilios llegaron, pero claro que la empresa comenzó a desafanar al niño lastimado. Que se llevaran al niño a su casa, que descansara un día y que todo estaría bien si se presentaba a trabajar al tercer día si quería conservar el empleo. El muchacho, como es obvio, regresó. Su pierna se comenzó a infectar muy rápido, sin atención médica real, con menos de cien pesos diarios, con 36-39 grados a la sombra-resolana, rociada de agroquímicos bastante tóxicos y la humedad que provenía de todas partes.

Con tal maltrato su condición no aguantó. El muchacho murió muy pronto con la pierna gangrenada. La empresa les dio 500 pesotes y que ya no dijeran más sobre el asunto. Durante las primeras semanas la señora lloró el asesinato de su hijo sin palabras y continuó trabajando. Pero un día Marina decidió marcharse —y se fue de los invernaderos a lavar y planchar kilos y kilos de ropa ajena, sabedora de que había regresado del mismito infierno.

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Tomemos el caso de una comunidad chiquita tseltal de por Marqués de Comillas en la Selva Lacandona chiapaneca.

De pronto les salieron con que sus tierras a donde hace muchos años los habían aventado las expulsiones y los exilios, las liberaciones de acasillamientos y monterías, fueron declaradas Reserva de la Biosfera.

Entonces, como la comunidad se decidió a resistir, oscuros funcionarios echaron a andar a un señor de la misma comunidad para que activara “un incidente” que hiciera inevitable que se fueran. El señor, junto a un su amigo, incendiaron las casas. El pueblo ardió y la gente huyó internándose en la selva hacia Calakmul, en la orilla de Campeche. Allá llegaron y se asentaron. Tiempo después les avisaron que se tenían que mover porque se había decretado que esas tierras donde estaban iban a ser también Reserva de la Biosfera. La resistencia por sus tierras continúa. Las autoridades les habían asegurado que ya no los iban a mover, pero ahora incluso pretenden disgregar la comunidad porque no hay terrenos para todos juntos. Es como si quisieran disgregar el núcleo, el corazón de la comunidad. Ésta no se va a dejar. Insiste la gente en que no se va a mover y que no se explican por qué los quieren dividir. Es una comunidad tan generosa que en su seno volvió a aceptar al señor que incendió el poblado años atrás. No tienen temor de que los vuelva a traicionar. El razonamiento es que así él nunca podrá olvidar lo que hizo, porque estará amarrado al tener enfrente la decisión comunitaria de aceptarlo. Además, hay un reconocimiento de las condiciones extremas que orillan a alguien a una decisión desesperada. No lo van a perdonar. Pero tampoco lo marginan.

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Los espacios se mueven, se nos sueltan de las manos o los dejamos escapar. A veces es necesario que nos vayamos sabiendo que nosotros mismos somos un cruce de caminos, pues encarnamos la encrucijada de rumbos y el punto de tiempo y espacio, como bien dirían John Berger y Raimon Panikkar. Cargamos a cuestas al migrar o exiliarnos nuestro espacio interior: nuestros pasados, presentes y futuros en la convivencia de la imaginación y la memoria plena. Nos movemos en el tiempo de afuera pero al movernos o todo nos reconoce o todo nos ajena, nos aliena.

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Miren si no esta pareja. Son turistas. Pero su viaje, si terminan por entenderlo del lado de acá, no es sólo de un país a otro, sino de la realidad virtualizada y por tanto procesada, descuadrada, movida de foco, que no les permite entender la conversación que les propone, literalmente perdidos en la traducción, el chofer de un colectivo en el aeropuerto de Oaxaca que les pregunta dónde van. Ellos por toda respuesta le entregan su celular para que él agrande el google maps que le ofrecen, incapaces de articular siquiera por escrito, adónde se dirigen. Totalmente sucedáneos de la máquina, permiten que ella los sustituya, los des-espacie, jeje (que raro neologismo), y los deje fuera de contexto.

Cuando el chofer logró entenderse con el “dispositivo” y entendió dónde iban, él todavía les dijo el nombre del hotel para cotejarlo con ellos pero ellos se alzaron de hombros y volvieron a señalar el móvil.

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Dice el personaje de la película Años Luz, de Alain Tanner, que uno debería crecer, entender, relacionarse, del centro hacia afuera, como las plantas. Ése nuestro centro y nuestro corazón son nuestra historia, nuestras circunstancias, nuestro particular centro único de nuestra experiencia. Por eso el sabio Jaime Martínez Luna, afirma con su lúcida plantadez que él se desencuentra con esa idea de las geografías e historias del Sur, Norte, Oriente u Occidente, esa epistemología del Sur o de acá o de allá. Y nos convence contundente al decir: “En realidad sólo hay adentro o afuera. Si estás y propones desde dentro tal vez no seas reconocido pero estarás poniendo en relación los elementos pertinentes que configuran las relaciones de un lugar, todo su tramado. Si estás desde el exterior tal vez te reconozcan pero la mirada siempre estará desfasada, ajena, condescendiente, prepotente”. Algo así dicen que dijo hace poco con motivo de la presentación de un nuevo libro que antologa algunos de sus trabajos anteriores sobre la comunalidad.

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Qué decir entonces de lo ocurrido el 8 de marzo pasado en el llamado Hogar Seguro de la Virgen de la Asunción, en San José Pinula, Guatemala, donde hasta la fecha van 40 niñas muertas y sigue la cuenta de las que no logran sobrevivir en el hospital. Un hogar que debería haber sido un espacio de seguridad, tranquilidad y refugio terminó siendo otro infierno feroz para esas niñas. Hoy las denuncias y el develamiento de las condiciones en que vivían estas niñas y niños proliferan y arrojan una imagen del horror que nadie quisiera ver, salvo quienes lo provocan como manera de lucro, perversidad y odio desenfrenado.

Dice Alejandra Gutiérrez Valdizán en “La casta de las niñas inflamables”, en la revista Factum, este 14 de marzo:

Desde 2013 hubo denuncias y publicaciones en prensa sobre la situación de los niños bajo protección estatal (se acusaba a los encargados del hogar por maltratos, de dar comida en mal estado, de abusos sexuales, y de trata). Saltaban las alertas, pero todo seguía más o menos igual. ¿Por qué? Porque esos niños no importaron a los gobiernos de turno o a la sociedad que leía las notas. Porque en Guatemala no requiere mucho esfuerzo ocultar la precariedad, la exclusión, el abandono, la situación en la que viven cientos, miles, millones de personas —no sólo los que viven en estos hogares. No se necesita esconder la desgracia en un país que se niega a verse a sí mismo.

Ahora hay estupor e indignación por el incendio macabro y por las declaraciones de lo que sucedía en este espacio creado para proteger a la niñez en situación de vulnerabilidad: pequeños abandonados, algunos huérfanos, niños que huían de casas cuyas madres solteras eran incapaces de alimentarlos, chicos maltratados, chicas violadas por sus propios padres, niños y adolescentes sin oportunidades que eran presa fácil de las pandillas voraces. Entonces, los juzgados ordenaban al Estado protegerlos. Y el sistema los arrastraba, los vertía, los hacinaba: más de 700 niños en un espacio con capacidad para 400 (no hay cifras exactas). Un presupuesto miserable, con personal insuficiente o poco calificado, directores sin experiencia y altos funcionarios ocupando los cargos por pagos de favores. El hogar de protección era un lugar más peligroso que la calle o que las casas donde los abusaban, porque de allí no podían huir.

El 7 de marzo los chicos se amotinaron, algunos intentaron escapar, y un grupo de las adolescentes fue encerrado en un salón. Hasta ahora las declaraciones oficiales dicen que las mismas niñas encendieron el fuego, todo indica que por varios minutos los policías y los monitores ignoraron sus alaridos pidiendo auxilio.

En realidad hay preguntas clave que formula Alejandra Gutiérrez que complejizan el horror de este crimen: ¿Quién lanzó el fósforo? ¿Quién puso el candado en el salón? ¿Por qué entre las sobrevivientes hay por lo menos, nueve niñas embarazadas? Quiénes escucharon los aullidos y se quedaron cruzados de brazos mientras las niñas ardían?

Y como en los casos anteriores que hemos ido enhebrando, es el trastocamiento del significado de los espacios lo que fragiliza la vida y destierra el futuro de la mirada, en este caso mediante el fuego y el horror de una muerte que nadie se merece. Nadie.

Por eso Maya López, Vanessa Dri, Marco Noguez, Nadia García y Verónica Rodríguez elaboraron una carta muy contundente que ha estado circulando para que la firmen las personas cuyo corazón todavía permanezca pulsante y a la izquierda, amoroso y pleno de justicia. En la carta se preguntan:

No entendemos cómo las niñas podían ser violadas, embarazadas por sus compañeros, maestros, policías y otros adultos que lejos de velar por su seguridad se aprovecharon de su desamparo. No entendemos. No entendemos donde estaba la responsabilidad del gobierno de Guatemala que desoyó los gritos de las niñas calcinadas, que desoyó las protestas por tantos abusos indignantes, que desoyó a periodistas, que desoyó muchas quejas de vecinos que se daban cuenta del tamaño del infierno que irónicamente se llamaba “Hogar Seguro”.

No entendemos cómo el desprecio puede llegar tan lejos. No entendemos cómo se las arreglaron para repetir, distancias guardadas, el incendio provocado por la patronal de la Triangle Shirtwaist Company en 1911, quien asesinó a 149 mujeres de entre 14 y 32 años pues al igual que ustedes encerraron a las niñas la empresa cerraba con llave la puerta de salida de la fábrica. Al incendiarse las naves, las obreras quedaron atrapadas muriendo carbonizadas o estrelladas en la calle después de arrojarse por las ventanas.

En el salón de Hogar Seguro ni siquiera había ventanas.

Hasta dónde podemos llegar con una denuncia tan puntual como la de estos dos documentos ante un crimen de tanta lesa humanidad, de tanta vileza que nos obliga a condenar por supuesto al gobierno guatemalteco por lo menos, por lo menos, por “su omisión e infinita indiferencia por las personas por quienes debería velar”, pero pensamos que este crimen nos habla muy a fondo de un trastocamiento total de nuestros espacios más íntimos. No es sólo un asesinato masivo. Más bien los asesinatos masivos de inmediato nos nombran profundidades innombrables y transgresiones muy torcidas del sentido que debería tener la vida, encaminando renovadas acciones hacia el odio sin fin hoy que el odio ya tiene permiso.

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Del otro lado de este enfrentamiento con el horror, nuestro centro, ese nuestro ser pleno que es centro único de nuestra experiencia, ese nudo exacto del cruce de caminos que somos, sabemos que sigue ahí, que está ahí adentro, permaneciendo en ese espacio interior que puede ser un encuentro con nuestra historia y nuestro futuro, y con las claves de la dignidad humana, si rechazamos de plano la vileza y la mierda de los perpetradores de tanto horror sobre la tierra y le salimos al paso. La clave está en la estrofa reiterada en la carta en favor de las niñas de Guatemala. No entendemos. Entender juntos, juntas, es la manera de abrirnos a la permanencia real de nuestro centro, de nuestro corazón agazapado buscando una mirada para tender entendimiento, fugaz, tentativo, pero siempre mutuo contra ese horror que crece y nos quiere calcinar.

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Marina, por cierto, tras lavar y planchar durante una época, pudo por azares y magias bondadosas, con ayuda de amigos y vecinas, recibir un préstamo para rentar una tierra que trabajó y recuperó de maltratos recibidos igual que ella, y terminó teniendo una producción de jamaica orgánica que hoy le da para comer a ella y su familia, y para ganarse el respeto de la gente de su región.

Dicen que el infierno es eterno y no todos logran salir. Pero hay quién.

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