Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera

Historias de rockola

Las historias fluyen de muchos rincones. A veces es alguien que platica. Otras, es alguna noticia perdida en las páginas de un periódico. Olvidamos que muchas están como capullos en las canciones (con la fuerza de semillas ancestrales). La canción es en realidad una de las fuentes más antiguas y ricas de la narración, como lo demuestran los griot africanos, los trovadores medievales y la vasta literatura de corridos, boleros, blues, cante, sones y baladas, tradicionales y aun comerciales. Hay tantas historias recorriendo los cantos filosos del mundo.

En las canciones de trovadoras y trovadores contemporáneos pulsa la urgencia más ancestral: hacer sentido, entender, intentarlo, rayar la oscuridad con una luz propia que debemos encontrar en nosotros para seguir siendo y ser más lo que somos nosotros mismos y el ser colectivo. O lo que todavía no sabemos que somos y que se agranda con cada atisbo de canción.

Por eso las canciones tienen en su núcleo palpitante tanta urgencia real. No hay nada más urgente que una canción aunque ésta tenga una aparente calma o nos transmita la tranquilidad de un momento feliz compartido.

Las canciones nos persiguen. Nos descubren en una cocina, en un patio de tierra, a la salida de la fábrica o en la cama en soledad o en la pasión erótica y amorosa. Las canciones nos recurren, es decir nos regresan y nos vuelven a topar tras haberlas escuchado a en alguna correría. Hay canciones que traemos en la cabeza desde siempre, no sabemos ni de dónde y no nos sueltan nunca. A veces hasta pensamos que fuimos nosotros a los que nos surge eso que rumiamos y que son inventos nuestros.

Podemos hablar de las canciones de muchos modos. Aquí no quiero indagar la forma expresa, ni los estilos de una u otra época; ni siquiera las influencias de linajes trovadorescos o propios de la gozadera.

Pensemos las canciones desde su ser gesto, como lo es la música entera. Y cómo llegaron a ser a partir del retumbar del cielo en la tormenta, del grito empatando al rayo-trueno, al árbol partido, al torrente desbordado y a las manifestaciones del viento. Fueron nuestros maestros el rumor del bosque, el martilleo de la lluvia, los personajes alados o acuáticos, sanguinarios o fantasmales que comparten con nosotros el planeta.

Lenguaje y canto, grito y canto vinieron a ser ritos mágicos de atrapamiento; encantamientos melódicos y rítmicos que tuvieron un efecto sobre la muerte, sobre lo amado, sobre lo enemigo.

Desde ése su ser, desde su impulso primigenio, por las canciones nos asomamos al mundo, y se volvieron la forma más fundamental, más nuclear y ancestral de eso que desde las alturas hoy llaman literatura, pero que mejor podríamos situar en la conversación, en el comentario, en el rumor, en las historias que forman nuestro universo de narraciones y experiencias. Las canciones nos emparentan la pena, el quejumbre, pero también el maravillamiento, el arrebato y la transfiguración. Alojan la urgencia de volcar un incidente, un detalle, una plegaria, la adoración unipersonal o mutua con nuestro amor, pero también un desencuentro, el horror o el desconsuelo.

En eso que llamamos literatura y de la que Julio Cortázar siempre desconfió acusándola de ser la impostación, el alambicamiento de lo vivido o experimentado, nunca podremos encontrar ese talismán que andamos buscando en lo cotidiano.

En cambio, en las canciones y en sus historias y poesía, en su ser de plegaria o magia transfiguradora, siempre anidará la experiencia desnuda, su expresión más cruda, más callejonera, aunque después se le hagan arreglos, armonizaciones vocales, disposiciones por instrumentos y orquestaciones. El corazón de las canciones es que son vasijas para transportar milagros. Milagros líquidos, que se evaporan a veces. Dice Laura Murcia: “ Hay un estupor de mucha gente para escuchar canciones a guitarra y voz como se debe. A la gente le da miedo quedarse desnuda y de alguna manera la confesión de quien vuelca una canción así es como el alarido radical de los locos y los vagabundos en las calles”.

La canción recorre la ciudad, se planta en las labores y talachas, lava trastes y hace quehaceres, cocina, barre el patio, conversa en un colectivo o en un café, escribe en un cuaderno impresiones y anhelos, pone un trago en medio o se sumerge en besos y abrazos.

Entrar a un bar o un café caminero y escuchar en una rockola las historias que nos hablan de caminos y entreveros, regiones y refugios, traiciones y desconciertos (mucha muerte agazapada en las canciones de toda suerte), viene siendo ya el modo en que esos capullos o semillas que llamamos canciones nos van acompañando y nos abrazan y a veces nos quitan la sed.

Dice John Berger: “Las canciones narran experiencias pasadas. Cuando se canta una de ellas, llenan el presente. Las historias hacen lo mismo. Pero las canciones tienen otra dimensión que es únicamente suya. Mientras llenan el presente, las canciones esperan alcanzar el oído de quien escuche en algún futuro, en alguna parte. Y se tienden hacia delante, más y más allá. Sin la persistencia de esa esperanza, creo que las canciones no existirían. Las canciones se tienden adelante lejos”.*

Por eso fue tan fácil que nos inundaran por la radio y los “fonogramas”. Que se colaran a los ámbitos de la vida cotidiana e íntima para invocar a personas e historias que no conocíamos. Con las grabaciones la muerte dejo de ser eterna, y fantasmas y apariciones de la voz comenzaron a convivir con nosotros.

Fueron la radio y la industria disquera los que volcaron a la calle la música que diversos grupos humanos con sus historias particulares aportaron al bagaje general de la humanidad (primero a las grandes ciudades, representación momentánea de ésta) y quizá más lentamente, y de regreso, a los enclaves rurales de donde todo surgió. Los cambios concomitantes, simultáneos y secuenciales provocados por este proceso hicieron de la música la manifestación más expandida y aceptada públicamente de la intimidad humana y, tarde o temprano, abrieron la diversidad de lo humano al mostrar, de nueva cuenta, parte de sus ancestrales orígenes, desde más y más rincones antes ni soñados.

La historia de la música en el siglo xx es una buena ventana para entender la dialéctica inherente de muchos procesos sociales, políticos, culturales, porque nos permite constatar el empuje hacia la homogenización (que produjo sin proponérselo un cierto lenguaje común reconocible para una masa crítica de músicos en todo el mundo, y efectos afines en muchos ámbitos y niveles sociales) y por otro una atomización de la experiencia musical, surgida desde múltiples rincones, que a su vez alimenta tal homogenización y nuevas atomizaciones.

En esta contradicción hay no obstante una maravilla: pese a la comercialización e industrialización, y por ellas, en el mundo de hoy todo se entrecruza y se influye, y las personas, al menos en ciertos ámbitos, pueden acceder a espacios de imaginación jamás antes soñados. En un sentido, la globalización impone valores y usos urbanos semejantes para todo aquel que puede pagarlos, mellándole el filo a tradiciones y formas de vida. En el revés de esta lógica montada en el consumo de todo tipo de experiencia, las sociedades rurales, la vida campesina, habiendo adquirido horizonte, siguen produciendo manifestaciones animadas y luminosas de variado signo.

Este ser gestual del canto, que se activa con la lírica que le refuerza motivos y emociones, sentido de entendimiento y pulso vital, con los siglos volvió a hacerse consciente gracias a la música de raíces africanas.

Ésta es hoy una de las matrices activas, un legado vital que con mezclas y entrecruzamientos rememora la gestualidad que deriva en éxtasis emocionales e imaginantes. Su tiempo es el del arrebato: una emotividad vertida como respiración y resonancia, con el instrumento como extensión de uno mismo: cantar o tocar como formas naturales e instantáneas de entender el mundo, y transfigurarnos.

En ese humor, la historia de aquel chaval que viene de vengar a su hermano de un policía que lo mató, y que saluda a su pandilla intentando que no se le note que está herido y que en escasos minutos estará desangrándose en las butacas de un cine mientras en la pantalla el actor Cagney encarna a un gánster parecido a él mismo, como lo hizo Tom Waits. Se puede saludar al hombre que consiguió enamorar a nuestra amada y le quitó las sombras que uno no pensaba que se le podían quitar, como saludó Leonard Cohen. Es factible hacer, como Richard Thompson, la historia de una mujer, “toda ella una rareza, delicada y sutil como ala de abeja” de quien el narrador se enamora y juntos recorren trabajos temporales diversos y él va sintiendo que ella nunca querrá establecerse porque su libertad le demanda no tener ataduras. Tras dejarla de ver por años y entiende que se volvió agreste e intratable “con una botella de whisky en la bolsa trasera y un perro lobo a su lado”, viviendo en la calle por no querer ataduras. “Me cuentan que su belleza se ha perdido, que su cuerpo tiene la huella de mucho alcohol y demasiadas manos. Tanto viento soplando en la calle le ha marcado la mirada y la sonrisa. Quizá ése es el precio que uno paga por las cadenas que uno rehusa, el precio que se paga por ser sensible. Si hoy pudiera saborear toda su salvaje naturaleza de nuevo, si pudiera tenerla en mis brazos, sentir su calor húmedo, seguro no la amaría de ninguna otra manera”.

Uno puede invocar, como Dylan, el recorrido del viaje de un hijo nuestro enfrentando al mundo en sus vericuetos más terribles, o fragorosos, que el viajante que retorna pudo remontar. Y como en la balada celta antigua, se puede narrar de una mujer que envuelta en un velo negro recorre las tumbas para rememorar a su amante, el mejor amigo de su marido, que se sacrificó en la horca (acusado de un crimen que no cometió), por no usar como coartada los brazos de su amada.

Ésta es una muestra diminuta e insuficiente (una probadita) de la vastedad de historias y atisbos, invocaciones y presencias encarnadas por ese gesto que es uno mismo cuando canta y toca. Como bien dice Hermann Bellinghausen Bob Dylan [o para el caso Leonard Cohen] son la vuelta a casa necesaria de ese sueño Beat que tuvieran Kerouac, Ferlinghetti o William Burroughs de ejercer la cotidianidad de lo literario como estallido imaginante, volcado a nuestro propio ser y a la aventura de encontrarnos con las demás personas en los espacios más inesperados, donde siempre habría una lucidez renovada.

Eso es la canción, para mi, y ése es el oficio ancestral de trovar (es decir, rejuntar y compartir), con el amoroso afán de hacer sentido, de entender junto a los personajes de su canto y junto a quien aloje en su ser tales canciones.

Ramón Vera Herrera

* John Berger, ”Apuntes sobre la canción”, La jornada semanal, 16 de marzo de 2014

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