Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Fulgores, presencias, fuegos fatuos

Foto: Ramón Vera Herrera

En nosotros o en ninguna parte se encuentra la eternidad con sus universos,

el pasado y el futuro

Novalis

Siempre es patinoso hablar de la materia y el espíritu. De la presencia de otro ámbito en el mundo de lo llamado “real”.

Me atrevo a internarme en estos ámbitos de lo inasible, ¿de lo sagrado?, porque no puedo negar que he presenciado [¿recibido?] apariciones; que he tenido “experiencias extrasensoriales” [qué fallido es este término]. En casi todas ellas hay una frontera (una piel) que se transgrede, que me ha permitido estar en ambos lados a la vez: eso que es el “sueño”, la “visión” y eso que es nuestra percepción cotidiana, que nunca es tan acotada como la consideramos. Siempre la estamos acotando para mantener una normalidad de relaciones con nuestra gente conocida, pero en realidad vamos de la vigilia al sueño a la vigilia, o de sueño a sueño. Como dice Guillermo León, “para Novalis lo divino no está en lo exterior sino en nuestra intimidad, como un manantial que espera ser descubierto”.

No ha sido una sino varias veces en que lo ignoto, lo inasible, lo insondable se me presenta, me invade, me remueve, y me es crucial para mí reconocerlo, aceptar la ocurrencia de lo que he mirado, siempre en circunstancias extremas (de pasión, de maravillamiento, de riesgo, miedo, tensión, amor desbordado o tristeza profunda).

Nunca o casi nunca son experiencias que me hayan ocurrido así nomás en la cotidianidad. En todo caso lo “real maravilloso” como se decía desde los sesenta o setenta, de lo que hablaban García Márquez, Cortázar y el boom latinoamericano, era otra dimensión más de lo que estoy nombrando. En lo real maravilloso hay la cotidianidad que se transfigura y paulatina o repentinamente te instaura un ámbito “sagrado” o “mágico” que nos sorprende. Uno muy concreto es toda la sincronía que se nos ajusta en la experiencia al ingerir jícuri y que hace que se multipliquen las “coincidencias” al punto de poder aprovechar esas sincronías que tanto maravillaban a Jung: llegar a la esquina y que pase el autobús que temías perder… buscar o extrañar a alguien y topártela donde menos lo esperabas, que un árbol te avise con un rechinido que se va a derrumbar y puedas quitarte, y que efectivamente se derrumbe. A esas sincronías varias de mis amistades y mi familia le llamamos “huicholadas”, porque a los wixárika les ocurren todo el tiempo, y son muy afortunados estos acoplamientos del ritmo de los acontecimientos complejos del mundo.

No obstante, aquí vuelco experiencias de esa primera forma donde estamos ante ámbitos que nos ocurren en los extremos del existir. En la frontera de lo perceptible y “convencional” y lo imaginante y “milagroso”.

 No pienso ser especial por haber tenido experiencias así. Estoy convencido de que todas, todos las hemos tenido pero a veces las olvidamos, a veces las negamos, a veces las ocultamos, a veces sólo es que no podemos ni creerlas. Les concedemos cuando mucho el carácter de sueños…

Aquí relataré algunas, ni siquiera en orden cronológico, sino en el orden de mi memoria, que tampoco significa un orden de importancia.

Una experiencia indirecta pero que me dio la certeza de que estas circunstancias existen fue lo que le ocurrió a mi mamá —ella misma fuente inagotable de estas experiencias, ella misma siempre insistente en que eso no es especial sino que a todas las personas nos ocurre.

Ella siempre tuvo una relación tormentosa con su madre, mi abuela Rosa, que alguna vez relataré en su momento, y eso las orilló a distanciarse al punto de que se dejaron de ver muchísimos años. Tantos que mi mamá, Blanca, estaba segura de que ya no la habría de reencontrar en vida.

El caso es que una mañana (tendría yo como 22 años y vivía yo en casa de mi familia con mi papá y mi mamá, mi hermano trabajaba y vivía en Hidalgo y mi hermana tenía su propia familia), Blanca me despertó con este relato: mira mi’jito, fíjate que vino tu abuela Rosa a verme. Llegó en la noche, como a las tres de la mañana. Yo creo que ya se va a morir o ya se murió, porque vino a despedirse. Traía una túnica blanca y el pelo suelto, muy largo. Sus ojos eran azules azules, y estaba muy radiante. Lo primero que me dijo fue, mi’jita, Blanquita querida. Quiero que me disculpes todo lo mal que me he portado contigo. Quiero que sepas que siempre te quise, aunque no lo supe decir, ni supe cómo cuidarte bien. Su primera sensación de Blanca fue que todo lo que ocurría era un sueño, que de algún modo Rosa se le presentaba desde la imaginación y encarnaba su desazón de años; era su mamá que venía a pedirle perdón: pero Blanquita no quería que su mamá le pidiera perdón sino la posibilidad de restañar las heridas de una relación tan triste.

Mientras me contaba su encuentro nocturno, Blanca comenzó a llorar. Bajito, suavecito. Y me dijo. Pienso que no fue un sueño, mi’jito. Porque me abrazó y yo la sentí, y su abrazo me hizo sentir cosas que nunca había yo sentido. Una dulzura que nunca le conocí, ella que fue tan dura tantas veces. Y toda ella irradiaba una luz blanca, casi azul. Y sonreía y me acariciaba el rostro y me besaba las manos. Unos minutos después se fue. Se desvaneció en las sombras. Y me entró la certeza de que vino a despedirse y me dejó una paz como nunca había sentido.

Tal vez esto sería un detalle cariñoso solamente si no fuera porque tres días después recibimos una llamada de Guadalajara, donde vivía hace muchos años mi abuela Rosa. Era una mujer buscando a mi mamá con el recado que me dio personalmente: que la abuela Rosa había fallecido, que había preguntado mucho por mi madre en la hora de su muerte, y que había pedido que le comunicaran a mi madre su fallecimiento.

A mi mamá este tipo de incidentes le ocurrían mucho, y durante toda su vida la gente la buscó como mujer sabia que veía, a partir de sueños, incluso sucesos que tarde o temprano ocurrían. Esto de su propia mamá fue algo muy muy cercano para ella.

Muchos años después tuve un encuentro cercano, con una persona viva, pero ausente, en un momento de mucho dolor porque ella no estaba conmigo. En ese momento exacto no lo sabíamos pero unos meses después tanto ella como yo viviríamos situaciones donde la guerra era lo cotidiano y el contundente destino inmediato.

A fines de 1985 ella y yo sufríamos nuestra separación de un modo amoroso, amistoso, pues ella iba ya camino a la Nicaragua en guerra entre la Revolución Sandinista (la verdadera) y la Contra. Yo estaba en el sur de Inglaterra y esperaba ser llamado a Centroamérica por el Alto Comisionado para Refugiados de Naciones Unidas y me alojaba en casa de una amiga muy querida en Paington, en la costa inglesa. Y una noche, en medio de mi  tristeza, no pude sino maravillarme de entender que entre las cobijas estaba quien amaba en ese momento más que a nada ni nadie en el mundo. Y además de sentir su peso, su volumen, el contorno de su cuerpo y la sensación de sus brazos abrazándome, podía yo verla irradiar en la penumbra, azules y blancos alternando su fulgor y su intensidad con orillas naranjas muy tenues. Tengo la certeza de haber estado despierto y de pasar al sueño cuando ella me abrazó con mucho amor y dulzura.

A partir de entonces, la maravilla fue que distinguí entre el sueño y esa experiencia que había sido “real”, lo vivido transcurrió en algún lugar de la frontera entre los ámbitos de la vigilia y las interioridades interpenetrables. Al despertar el 20 de octubre, escribí en mi cuaderno de notas: “Allan, Karen y Liz se quedaron jugando cartas y yo me subí a dormir. Cuando llegué a mi cuarto buhardilla con su ventana hacia los techos y la bahía, cierro los ojos, agotado, y hay una fosforescencia tenue en la cama. Es ella. Y me dice, ven, chiquito, me abre la cama y me cubre del frío y me abraza. ¿Locura? [escribí después], fenómenos parasicológicos?. Me asusté un poco, me maravilló al extremo y no entiendo nada”.                            

Viví en Honduras durante 1986, en un año donde el gobierno estadunidense desató, ahí sí, una guerra Contra para desestabilizar a la Nicaragua sandinista. [Quienes vivimos esa guerra no podemos sino escandalizarnos del engaño tan grande que es el gobierno orteguista, que tiene el cinismo de pretenderse todavía sandinista. Pero esa es otra historia.]

 En esos años en la Mosquitia se contaban narraciones extraordinarias que pueden ser cuentos o realidades extremas, como la lluvia de ratas, gatos, bichos que tal vez eran exageraciones. De lo que había evidencias era que en los campos llanos aledaños a la costa bajo las tormentas caribeñas los aires podían aventar en la lluvia —que cae en borbotones— multitudes de peces que enloquecidos son lanzados por el mar embravecido. La gente sale en plena tormenta a recogerlos, como regalo de ese cielo loco que nos invadía y golpeaba las cosechas y las casas. En ese contexto, nosotros vivíamos una situación limítrofe, entre los “refugiados” que en realidad habían sido secuestrados por la Contra, y los innumerables espías, sicarios, brujos y operadores de todo tipo que funcionaban desestabilizando la región y las relaciones. En ese contexto extremado, ciertos días sin razón aparente, varios jóvenes de los poblados aledaños al río Patuca salían despavoridos a correr por los caminos. “Una fuerza extraña y desconocida los impulsa”, decía la gente. “Se dice que hay un caballo blanco invisible en el cual galopan, los ojos se les perturban y no reconocen ni ven, y así van corriendo machete en mano golpeando el viento. Si algo se atraviesa lo cortan o lo matan. Se dice que ven un vaso lleno de sangre, inalcanzable, frente a ellos.” Encarnan una furia extrema como el amok de Malasia o Filipinas. Ese violento frenesí hace que los poblados les teman. Ahí viene el loco, grita la gente, los niños se ríen y se espantan a la vez, y lo mejor es correr, salirse de su camino, meterse bajo los palafitos para evitar los filos.

En la Mosquitia, la gente se lo explicaba como brujería que fragmentaba las comunidades para fortalecer el miedo y que la gente estuviera propensa a aceptar los términos de la Contra, que siempre tuvo nexos con algunas brujas y brujos. Que cierto bebedizo pariente del llamado yagé (que cambia, según la región, las plantas que le agregan, según si se usan para hacer el bien o las malas artes) y les induce a estas alucinaciones.

Si así fuera todo, podría haber explicaciones políticas y antropológicas.

Pero alguna vez, en una de las experiencias más contundentes que he tenido en mi vida, durmiendo en Wampusirpi, en mi hamaca y mi casa junto al río Patuca, sentí a una mujer subirse a horcajadas sobre de mí y al instante siguiente buscó ahogarme con todas sus fuerzas apretándome con sus muslos y sus manos. Esta persona era una fulguración plena, luz de vívidos colores, pero que pasaban a la fosforescencia sepia o azulosa. En el momento de más asfixia, de un amuleto apache que traía en el pecho [que me regalara mi amigo Héctor, un chamán mexicano recién fallecido] surgió un chorro de luz azul blancuzca que la golpeó en el pecho y la disolvió mágicamente. Claro que la ciencia médica y la sicología tienen respuestas para todo, y a este fenómeno de que “se te sube el muerto”, ya lo tienen comprendido, clasificado, reglamentado y hasta desechado al afirmar: “en la actualidad y desde la evidencia científica se dice que se trata de «un despertar incompleto» derivado de una yuxtaposición entre la atonía del sueño MOR y las alucinaciones que lo caracterizan con el estado de despierto”, y a este “trastorno” le cuantifican tres formas “en que se puede manifestar”: “sensación de opresión o dificultad respiratoria”, “alucinaciones” y “vértigo”, cuando “la persona tiene la sensación de que todo gira a su alrededor al estar en la cama”, como sintetizó Sandra Delgado en La Gaceta de la UNAM.

Digamos que no me toca dilucidar si las experiencias a las que aludo caen en esta categoría porque desde otra perspectiva tienen pleno significado y entendimiento.

Las experiencias de Inglaterra y Honduras guardan parentesco en que en ambas era como soñar despierto. Había una contundente duplicidad entre el sueño y la vigilia y no podré decir nunca si fue una experiencia paranormal, un sueño o un “trastorno de despertar incompleto”.

Podría seguir detallando acercamientos con esos ámbitos de lo sobrenatural pero mi insistencia en contar algunos de los que he vivido es para reafirmarles mi convicción de que hay un mundo muy vasto que ni siquiera hemos rasguñado en nuestra vida.

No sé qué son ni qué significan. Como dije ni siquiera sé de dónde comienzan experiencias así. Sólo sé que siempre traen una intensidad agazapada. Como ésa que ya relaté en algún otro lado pero que es también contundente y nada metafórica y que todavía me es inexplicable:

“A veces son los besos los que abren un tiempo ilimitado y expansivo: así alguna vez me fui con una muchacha rumbo a su casa, la luna nueva, el pueblo a oscuras. Éramos uno solo deambulando fantasmales por la sombra de las calles, y sumergidos en el tacto se nos fueron mostrando las presencias —mimetizadas con alguna cerca, disimuladas delante de un poste, acuclilladas en la oquedad de alguna barda de piedra, escondidas en un quicio. La noche se pobló de seres evanescentes: no sentíamos miedo pero sí un maravillamiento continuo en su resplandor azul o verdoso. El espacio se nos hizo nube, lo visto patinaba a lo irreal en un segundo, había un halo tenue de fosforescencia casi líquida. Anduvimos así largo rato por el empedrado, húmedos con las manos del otro, abrazados por la cintura entre los espíritus. Ellos nos cobijaron y nos atisbaron y reconocieron respetando ese halo amoroso, nuestra burbuja de amantes recién nacidos.”

No desdeñemos esas horas fuera del reloj, esas rendijas que nos sumergen en los ámbitos de misterio.

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