Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Fantasmas en la sala

Desde principios del siglo veinte, la música comenzó a masificarse y se coló mediante la radio y los “fonogramas” a todos los ámbitos de la vida cotidiana e íntima. Fueron la radio y la industria disquera los que volcaron a la calle la música que diversos grupos humanos de diversas regiones del planeta, con sus historias particulares, aportaron al bagaje general de la humanidad (primero a las grandes ciudades, representación momentánea de ésta) y quizá más lentamente, y de regreso, a los enclaves rurales de donde todo surgió. Los cambios concomitantes, simultáneos y secuenciales provocados por este proceso hicieron de la música la manifestación de la intimidad humana más expandida y aceptada públicamente y, tarde o temprano, abrieron la diversidad de lo humano al mostrar, de nueva cuenta, parte de sus ancestrales orígenes, desde más y más rincones antes ni soñados.

La historia de la música en el siglo veinte y  sus devenires deshilachados y retejidos de hoy son una buena ventana para entender la dialéctica inherente de muchos procesos sociales, políticos, culturales, porque nos permite constatar el empuje hacia la homogenización —que produjo sin proponérselo un cierto lenguaje común reconocible para una masa crítica de músicos en todo el mundo, y efectos afines en muchos ámbitos y niveles sociales— y por otro, una atomización de la experiencia musical que, surgiendo desde múltiples rincones alimentó primero una homogenización y luego nuevas atomizaciones.

En esta contradicción hay no obstante una maravilla: pese al comercio y la industria, y por ellas, en el mundo de hoy todo se entrecruza y se influye, y las personas, al menos en ciertos ámbitos, pueden acceder a espacios de imaginación jamás antes soñados. Baste pensar en el ciberespacio, el facebook, netflix, youtube o spotify. En un sentido, la globalización impone valores y usos urbanos semejantes para todo aquel que se asome al pasillo cibernauta o a ciertos enclaves exclusivos si pueden pagarlo, mellándole el filo a tradiciones y formas de vida.

En el revés de esta lógica montada en el consumo de todo tipo de experiencia, las sociedades rurales, la vida campesina, habiendo adquirido horizonte, siguen produciendo manifestaciones animadas, vertiginosas, creativas, abigarradas, transgresoras y emocionantes  procedentes de infinidad de impulsos y gestos primigenios.

El proceso que conformó la complejísima música contemporánea implicó cruzados vericuetos. Fue la enorme influencia que tuvieron a principios del siglo veinte los impresionistas, los expresionistas y los serialistas que estallaron los moldes impuestos que habían encasillado la música por trescientos años. Fue la recuperación de escalas que se creían olvidadas y la experimentación de tales compositores. Fueron las formas populares afines al teatro que se hicieron “cultas” en la ópera y la zarzuela, en la representación de cabaret y los valses de salón durante el siglo diecinueve. Fue el proceso de implantación en América de formas musicales checas, austriacas, alemanas, italianas, irlandesas, españolas, portuguesas, gitanas, húngaras y bretonas (con vastos referentes celtas muchas de ellas) que con las andanadas de migrantes llegaron en cuadernos y en la memoria colectiva de los europeos desterrados y la influencia que tuvieron en las formas barriales, en las fiestas populares. Fue el renacer, por la posibilidad de grabarse, de la saga de tantos trashumantes (cantores y narradores acompañados de un instrumento sencillo de cuerda). Fue el resurgimiento de la guitarra convencional hasta convertirse en el instrumento más usado por millones en todo el mundo (y la cauda contemporánea de instrumentos de cuerda como las jaranas, los requintos, los charangos, los cuatros, el tres, la huapanguera, el tiple, el mosquito y tantos y tantas versiones rasgueables, punteables, portátiles y verdaderas compañeras de mujeres y hombres trashumantes o sedentarias.

Para la música contemporánea, tal vez la influencia decisiva fueron las formas, pulsos y motivos melódicos, las células rítmicas e instrumentaciones (más un sentido profundo de recuperación de la emoción humana) implícitos en la gran corriente africana que inundó América desde el siglo dieciséis, pero que en el siglo veinte logró ser el fondo, el corazón de buena parte de lo que hoy recircula modos de una miriada de pueblos africanos, arábigo-andaluces, marroquíes, gitanos y turcos y que hoy es difícil no hallar en prácticamente todos los géneros musicales (del blues al jazz al rock, y en paralelo al son caribeño o rural, a las formas mestizas latinoamericanas o al cantejondo flamenco con todas sus arborescencias, colándose hasta los rincones de la música más comercial, arrabalera o ñoña).

Y en las ciudades —en las calles, en los centros sociales, en las tabernas, los prostíbulos o en la vagancia— todas estas fórmulas fueron expresándose en lo particular, en los modos individuales y colectivos de los cuales abrevaron los cazadores de talentos de las empresas disqueras, de las estaciones de radio, y después las grandes cadenas televisivas para darle cuerpo a los géneros que hoy se bifurcan, se influyen, se refuncionalizan o se van a las raíces para surgir renovados.

Porque enmascarados con nombres y etiquetas subsisten los elementos de fiesta, corporalidad, arrebato, narración o protesta; lo sagrado o el horror y el amor que no cesa de inspirar pasión o conjuro.

Si en la primera mitad del siglo veinte nuestros saberes colectivos no daban para tender puentes entre expresiones que sólo en apariencia se mantenían en sus carriles sociales o “étnicos”, a partir de los sesenta, con el advenimiento del rock como expresión mundial que declaraba que la música no tenía fronteras, sus versiones se dispararon en influencias con vueltas y revueltas y se hizo visible ese trasiego de ida y vuelta que no ha parado de ocurrir desde los tiempos más remotos de la humanidad.

Pasados cien años, el foco está de nuevo en lo local que grita la existencia de las personas, las comunidades, la barriada, “el barril”, las favelas, con sus historias y sus luchas. Hablamos de quienes desde sus conectados enclaves urbanos o rurales reciben influencias de todas partes, pero también los que desde su región aislada y abandonada, mantuvieron expresiones y técnicas de larga tradición.

En el horizonte logrado, producto de la masiva migración que vacía los campos y expande las ciudades, que recircula de ida y vuelta noticias y contactos, tradiciones y transformaciones mediante teléfonos móviles, es posible el cotejo: los referentes musicales afines se refuncionalizan o se funden, se actualiza la instrumentación y se crean “nuevas formas” a partir de la transfiguración propia de cada vez que se toca una rola (en una conversación interminable, ancestral y renovada en cada ocasión) de tradiciones milenarias que se difunden como antes no era posible.

En toda expresión volcada hay un río narrativo: las viejas historias de marinos y santones, de bandoleros o trashumantes, de obreros o comunidades en lucha, de amor herido y pasión arrebatada, de alboroto o risotada bailonguera, viven en los cantores de la calle, en los conjuntos de fiesta, pero también en las estrellas de cualquiera de los innumerables géneros musicales que inundan el planeta. Sí, las historias son más o menos las mismas, pero cada una marca un paso particular en la intimidad de quien las escucha, y cada historia es nueva, cada vez que se canta.

Hoy entonces la música es de poblado y de barriada, de mall o night club sofisticado; se escucha en los microbuses y en el metro, vuelca versiones diluidas en los supermercados; llena las plazas, invade las salas y las habitaciones, casi no hay espacios públicos silentes. Puede tener tras de sí un aparato comercial o circular semi clandestina en los mercados locales, en el bajo costo de los cassettes o ediciones mínimas de compactos, en las nanobocinas de un celular mugriento o un smartphone estilero, pero es un grito que habla de existencias no imaginadas.

Si alguna vez Dylan grabó frases cada vez más largas en una canción, o incluso una respiración melódica más prolongada, hoy la gente metida al rap y al hip-hop, los merolicos, los nuevos trovadores, vuelcan en raudales de palabras historias con toda su experiencia, cotidiana o panfletaria, narrativa o rollera; a veces postura crítica, cultura política trasnochada o autogestionaria, regresándole a la canción su ser de madre del lenguaje más vasto y profundo y ancestral que nos aloja.

No es que todo pese igual y sea relativo como propone el posmodernismo, esa pedantería normativa. Es que la música, como su hija, la lengua madre, es un mar que nos envuelve y nos configura.

Al centro y como si nada, desde el fondo de la humanidad y pasadas las épocas de gran arquitectura musical del Renacimiento y el Clásico, la voz humana, acompañada o sola, sigue siendo portadora profunda de sentido, transporte de pasión y transfiguración. Después de miles y miles de años esas voces anidan en las grabaciones para recordarnos que ante todo, la radio, el disco de pasta, acetato, vinyl o compacto, los cassettes, los cds y ahora los reproductores de audio de cualquier tipo, provocaron la muerte de la muerte eterna, y que pudiéramos acostumbrarnos a que los fantasmas existen y nos rondan con sólo encender las máquinas del tiempo, con girar un dial o pulsar una tecla.

Tal vez entonces entender, como dijera el investigador Robert Harrison, que al igual que miramos la luz de las estrellas que ya no están, siempre hablamos un lenguaje que viene de los remoto, pues es la voz de nuestros muertos, el logos, es decir, la conexión, el vínculo de nuestros muertos con su entorno todo, que hoy es nuestro todo, sin darnos cuenta.

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