Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera Herrera

Ese espectro de la lluvia

A la memoria de Harper Lee, Atticus Finch y Scout

La ciudad era otra, sin duda. El tráfico aún no la paralizaba por horas ni la gente tenía que esperar tantísimo, como parte de su trabajo, el autobús o el colectivo que los llevara de su casa a su empleo y de regreso.

Nuestra infancia era buena porque todo lo decidíamos nosotros, mal que bien, aunque hubiera un tiempo para comer, estar en la casa y hacer la tarea, fijado por los grandes. Lo demás se iba acomodando con las tardes o en los fines de semana y las vacaciones (que en realidad eran verdaderas ventanas a otras vidas ahí esperando siempre, como fantasmas o transparencias, en los mismos lugares que ocupábamos nosotros en nuestra vida cotidiana), teníamos privilegios.

Nuestro barrio, la colonia le decíamos, tenía como corazón un parque y una plaza pequeña con su iglesia chiquita y su atrio sembrado de acacias y olivos: era un barrio tranquilo.

De cuando en cuando, en la esquina de la casa, frente al llamado Sanatorio de los Toreros —porque ahí iban a parar los heridos de las corridas de toros de la “monumental” Plaza México, distante a unas cuadras—, se paraba un hombre de unos sesenta años con su chaleco de casimir lustroso, su sombrero redondo de fieltro, sus pantalones de gabardina y sus zapatillas de tela. Tenía ojos profundos y un bigote oscuro y grande sobre su rostro aceitunado.

Traía un oso grande, en apariencia torpe por sus ademanes lentos, con el pelo tierroso y la mirada distante. Los niños salíamos a mirarlos bailar al ritmo del pandero del señor.

Años después, muchos años después, sabríamos que el señor del oso era un gitano, un romani diríamos ahora, de los llamados caldereros, que paseaba a su oso viviendo de entrenarlo y mostrarlo por las calles y en los parques.

Era ése nuestro barrio. Y en tardes de lluvia (lluvias torrenciales tan tremendas que en no pocas ocasiones tiraban árboles, sobre todo eucaliptos que caían descuajados o que quebraban sus ramas sobre calles y avenidas), desde nuestras recámaras o en las salas donde escuchábamos radio, hacíamos tarea o asistíamos alelados a las primeras transmisiones de tele, recibíamos los gritos agudos, especie de aullidos de dolor que venían del afuera, de la lluvia misma. Eran aullidos como de una bestia herida, como el gemido de angustia de alguien con ganas de morir.

¡Eeyy! retumbaban las bardas. Escuchábamos su trayecto dándole volumen y espacio a sus pasos silenciosos. Sus gritos eran líquidos y su vastedad delineaba el barrio entero. ¡Eeeyyyy! Volvía a sonar la tarde y era un eco que continuaba y resonaba en lo profundo de un alma invisible que formábamos todos los que escuchábamos sin decir palabra.

¡Aah!, ¡Ey!, ¡Aquí está su Kalimán! ¡dä mi n’tsẽngua gä bi! Salúdenme! ¡Árboles, cielo, ese perro allá, mire, vea, voltee a saludar a su Kalimán!, ¡dä mi n’tsẽngua gä bi!

En verdad que la gente le temía a ese hombre que gritaba enmedio del aguacero buscando acallar los truenos. Un hombre cuya voz silbaba al estallar el fulgor de los relámpagos que iluminaban su silueta. Era el intento de borronear el fragor de las gotas que caían como ríos del cielo, inundaban las calles y arrastraban hojas, ramas y desechos hasta hacer flotar las cajas y botellas tiradas, atascaban las alcantarillas y cubrían las banquetas.

Le tenían miedo a ese hombre porque quien lo hubiera visto entre las ráfagas de lluvia lo habría visto caminar descalzo, con su pantalón de gabardina atado con una cuerda de algodón, el torso desnudo, fuerte, ventrudo, con poderosos brazos tatuados muy parcamente: un colibrí en el bíceps derecho y una espada en el antebrazo izquierdo. Se tapaba la cara con una enorme hoja de ese arbusto que se conocía como “hule”, perforada para dejar paso a la mirada y la voz mientras en la mano cargaba a modo de cetro otra enorme rama de hule o de plátano que había cortado en las inmediaciones del parque.

Kalimán aparecía solamente en las tardes de lluvia torrencial y nunca en otro momento, al punto de que nadie sabía ni quién era ni dónde vivía ni nada de nada. Él mismo se decía Kalimán como honrando al personaje de los comics y hasta de un programa de radio de los cincuenta y sesenta que con turbante y poderes especiales desfacía entuertos, salvaba princesas, recuperaba tesoros, y frenaba las malas artes de villanos siderales.

Su presencia quebrantaba las tardes con sus gritos y por supuesto casi nadie lo había visto porque todos huían del agua arremolinada y del vendaval.

A todos nos inquietaba mucho escucharlo y en realidad, más que miedo nos convocaba una tristeza inasible, evanescente e innombrable, y algunas veces una zozobra pertinaz como la lluvia misma.

Entre los niños crecía el misterio y todos hablaban de Kalimán, con estupor y con angustia. Como entreveraba el castellano con un lenguaje incomprensible, el pavor de la gente crecía con el rumor y la fabricación de datos. Quienes se lo habían topado fugazmente, porque todos salían huyendo sin voltear a verlo siquiera, remachaban que desde lejos gritaba: ¡Eeey!, ¡chamacos!, ¡dä mi n’tsẽngua gä bi! [cuya traducción más cercana, ahora lo sé, es: por qué chingaos no me saludas].Vengan a saludar a su Kalimán. ¡Ténganme más respeto, cabrones, qué les pasa!

Y claro, si en una mano portaba como cetro su rama de platanar o de hule, en la otra no faltaba una botella de cerveza o una garrafa de pulque que en algún momento desde nuestras casas a dos o más pisos de distancia, o detrás de las ventanas, escuchábamos estrellarse contra el suelo, contra un coche, contra algún zaguán desierto. Por supuesto corrían mil historias acerca de lo que Kalimán le hacía a quien se acercaba a saludarlo o quedaba a su merced. La creencia general era que era un loco [o peor, que “era indio”] y los locos, así en abstracto, eran “en extremo peligrosos”, pero “los indios”, ellos no tenían ubicación. Pero debían ser invisibles y no debían hablar en lengua.

De algún modo, el barrio nos pertenecía. Sabíamos recovecos, rincones, horarios, fugacidades o tangentes de la luz, lugares especiales donde se paraban los carritos de paletas, blancos, empujados por los vendedores, los paleteros de kepí blanco también, que anunciaban su presencia con campanitas manuales y que traían heladas de limón, vainilla, fresa, y de chocolate de agua o de leche. Nos sabíamos también la puerta de la plaza de toros tras la que se destazaban los animales que se habían lidiado y muerto, y que vendían por partes a mucha gente que adquiría frituras, remedios mágicos de ojo, corazón, pezuñas, cuernos o pelo, pero sobre todo el elixir de la vida que encarnaba en la sangre caliente servida en vasos de vidrio que la gente bebía un tanto furtiva, con gran complicidad de los marchantes y los otros parroquianos. Ésta era la gente más fanática de la fiesta de los toros, tan misteriosa, lejana y enfrentante para nosotros como las sagas cretenses de los toros brincados de donde se dice surgió la “fiesta brava”, con todo el tabú de la sangre y el horror agazapado en las anécdotas y los secretos.

Pero el parque era lo mejor. Todo mundo lo llamaba el Parque Hundido, aunque antes, al mero principio del parque la gente lo conoció como el Parque Chino.

El parque era hundido porque el sitio era una hondonada, una cañada de unos veinticinco metros de profundidad que, en desniveles y lomeríos dispares, descendía a tres distintos espacios profundos, más planos, que tenían estanques.

Pinos, oyameles, eucaliptos, piñoneros, cipreses, robles y encinos eran la población mayoritaria del parque al que le habían arreglado caminitos de tierra y bancas de hierro forjado. En los estanques había gansos, gallaretas, ranas, ajolotes y pececitos diminutos, musgos, tule, lirio y hasta nenúfares.

En una de las lomas, arrinconado al fondo, había un kiosko con forma de pagoda y motivos chinescos que daban a todo el espacio el mote de “chino” aunque hay quien afirma que todo el parque estaba diseñado al modo chino pues combinaba control y uniformidad con huecos de dejadez silvestre, permitida con conciencia plena, para que la vegetación creciera a sus anchas en ciertas zonas mientras que en otras, sobre todo en los lomeríos, se podara el pasto para que hubiera llanuras. Es decir, era un parque que contenía desde el bosque profundo a los pastizales inmensos, los sitios planos y las pendientes pronunciadas, las cañadas, los arroyos, los estanques en lugares umbríos. Había algunas áreas entreveradas con canteros tapizados de bromelias, gladiolas, rosales y hortensias, margaritones, crisantemos y girasoles; había otras con helechos, palmeras y arbustos de varios tamaños.

Estando uno al fondo de ciertas de sus veredas, apenas se adivinaba allá arriba la avenida de los Insurgentes, tan profundo era el parque, tan protegido por las construcciones circundantes entre las que se distinguía la pared de un frontón alto que dejaba ver en huecos de malla ciclónica a los jugadores disparando la pelota con la mano para estrellarla contra el muro y adelantar el rebote raudo hacia el contrincante.

Los niños del barrio, donde en ese entonces reinaban los terrenos baldíos casi sin construcciones, ni edificios ni viviendas, íbamos al Hundido a correr y jugar pelota, fut y luchitas, a perseguirnos y a escondernos y a dormitar, a rodarnos loma abajo en las llanuras cubiertas de pasto, o tan sólo a caminar contándonos historias y chismes (sin que nadie nos dijera nada). Algunos toreaban entre sí, otros montaban unos carritos extraños de pedales con carrocerías de metal o fibra de vidrio que todos considerábamos de “riquillos”, pero la mayoría teníamos carritos “de valeros”, planchas de madera direccionadas con los pies y un lazo de rueda a rueda, en los que nos lanzábamos cuesta abajo por las veredas de tierra hoyancada por entre el lomerío.

Una tarde, me quedé en el Parque Hundido arreglando mi carro de valeros porque a una de las ruedas se le había torcido el buje que la fijaba al eje. Se me había hecho tarde y cuando salí del parque pensé que podría llegar a mi casa antes de que la llovizna (que comenzaba a gotear las plantas) se convirtiera en aguacero imparable. Pero al cruzar la calle me di cuenta que la lluvia se precipitaba fuerte y pareja. No había remedio. Había que seguir e irme refugiando de cuando en cuando en los quicios, los techitos, los zaguanes. No me podía quedar guarecido en el parque porque tenía que terminar la tarea y porque, de todos modos, la lluvia duraría toda la tarde. Mi mamá y mi hermano Pancho me esperaban.

Fui zigzagueando entre los cipreses, deteniéndome aquí y allá en algún refugio momentáneo para enjugarme la cara y tomar aliento.

Debajo del techito de uno de los tendajones de la colonia comencé a escuchar los gritos del Kalimán. Estaba como a dos cuadras. ¡Eeey!, ¡oigan, volteen, mírenme! ¡Soy su Kalimán, chamacos! ¡dä mi n’tsẽngua gä bi!

Jalar mi carro de valeros me dificultaba la marcha y el agua me escurría por entre el cuello de la camisa. Me sentía mojado hasta el culo. Al llegar a una esquina distinguí entre los hilos de plata la figura borrosa del susodicho. Descalzo, con el torso desnudo, con su máscara de hoja y una rama enorme de eucalipto como báculo o cetro. Ven acá, me dijo fuerte, y tuve la certeza de que Kalimán me sonreía franco, tan sólo por el brillo que taladró los pequeños orificios de la hoja que le servía de antifaz. ¡Saluda a tu Kalimán! Confiado, no sé bien por qué, me acerqué y le tendí la mano, o más bien recibí con mi mano el gesto de saludo que con la manaza en alto ya volcaba Kalimán. Su apretón fue el más fuerte que jamás haya sentido, pero en éste no había ansia de poder ni prepotencia o ruindad sino un mostrarse como se muestra un ser que no puede ser sino fuerte, que no tiene otra sino ser quien es, para todos, según su naturaleza. Con la mano todavía apretada Kalimán me dijo, balbuceante por el alcohol sí, pero de algún modo diáfano: oye niño, cómo te llamas, tú eres diferente. Todos me corren y me tienen miedo.

Su voz era casi un murmullo. Había una especie de descanso en su gesto corporal completo, una suerte de alivio.

Su cuerpo entero escurriendo lluvia —que seguía cayendo tenaz— se relajó un momento. Como si del metal o el cemento o la madera de que estaba hecho hubiera recuperado por unos momentos su calidad de piel, de carne, de calor y humanidad.

–Le dije mi nombre claro y fuerte.

–Pues que sepas que tu Kalimán está muy triste, chamaquito. Y que te vaya bien. Ándale niño, que la lluvia no perdona. Ándale, síguele antes de que comiencen los rayos que ya se sienten por allá en los montes, mira. (Y extendió la mano libre hacia los cerros metálicos donde los relámpagos se entreveían por los filos de la lluvia.) Ándale. Yo te encamino con la mirada. Buen camino, dijo Kalimán, eres buen niño, chamaco.

Corrí a la casa, con el corazón taladrándome desde dentro en las sienes y el pecho mientras el aguacero, los rayos y los truenos, el estallido del agua en el pavimento, me taladraban desde afuera.

Mi encuentro con Kalimán me había dado algo que nunca esperé. Un calor nuevo, una especie de impermeable contra el agua y el frío, contra la soledad y el vacío, una alegría nacida del encuentro, del contacto con una humanidad tan a flor de piel como la de ese animal, chaneque, fantasma, ángel, monstruo, presencia, hombre al que se le adivinaba un dolor profundo, antiguo, irremediable.

Llegué a mi casa. Escurría. Dejé mi carro de valeros recargado contra la pared para que comenzara a secarse. Saludé sofocado y con la cabeza que me volaba reviviendo el encuentro, tun-tun-tún, me seguía latiendo el corazón a diez mil por hora.

–Dónde andabas —me dijo la Blanquita, mi mamá—; ya estaba muy preocupada.

–Me atoré arreglando el carro y me agarró la tormenta.

–Ay, mi’jito —dijo Blanquita tan mamá—, báñate, quítate esa ropa, te puse el calentador porque ya sabía que ibas a llegar empapado. Ándale, desvístete y métete al agua, muchachito, si no te vas a enfriar. Mientras te hago un té de yerbabuena y unos panes con mantequilla y mermelada pa’ cuando salgas.

Estaba alucinado. Pero si todos dicen que hay que huirle al Kalimán, pensaba. Cuál es la diferencia entre él y mi hermano, o mi papá, pensé. Por qué anda así, tan sin descanso. Por qué no lo quiere nadie, ¿o sí?

Y por la noche me rondó la imagen de Kalimán con el antifaz levantado que le dejó ver el pleno rostro mientras yo corría volteando un poco para mirarlo entre el aguacero.

Me dormí. Soñé que atravesaba un río hondo con ayuda de un cayado largo. Y que a mitad de la corriente el cayado se perdía y tenía yo que nadar aunque los pantalones y los zapatos me pesaran, aunque sintiera que me hundía conforme el peso era más presente nadando desesperado hasta la orilla. Y cuando llegué me invadió una sensación de alivio muy bonita que le dio a mi sueño una dulzura inesperada tras de la zozobra.

Al despertar la sensación permaneció y cavilé un rato: ¿será esa misma sensación de alivio la que le sentí a Kalimán cuando me habló quedito y cuando lo vi soltar un poquito la dureza de roca de sus músculos de fortachón ventrudo y pulquero?

Es mucho lo que un niño de once años puede entender. Mucho más de lo que supone su familia. Y decidí ir preguntando aquí y allá en el barrio a ver quién podía contarme algo más de Kalimán, alguien que pudiera aclararme un poco por qué estaba empeñado en enfrentar la lluvia.

Años más tarde fui sabiendo por otros muchos encuentros y experiencias y situaciones difíciles en mi propio camino que para no derivar en la maldad, para seguir sintiendo que hay un horizonte abierto donde uno puede ser plenamente, siempre hay que tener un lugar a dónde regresar. Cuando ese lugar se cierra, cuando para alguien ese lugar se cierra irremediable, ese alguien puede volverse cabrón, ruin, despiadado, insensible, ciego, traidor, despojado de humanidad.

Durante muchos años pensé que Kalimán estaba en un límite así, sin entender bien a bien quién era en realidad, aunque algo siempre me lo regresaba como una presencia buena.

Pero recordé (a veces las experiencias se borran y luego reviven, como si nada) que alguna vez, como año y medio después de esa tarde de lluvia que me movió tanto, lo vi caminando más sereno. Estaba vestido con su overol de mecánico. (Ya me había dicho alguna doñita que cargaba un dolor muy irreparable porque a su esposa y sus dos hijos los habían asesinado unos matones en su comunidad, en la Sierra Norte de Hidalgo.) Y me dijo, quióbole, niño. Y tras cruzar saludos, agregó que ya no lo iba yo a ver. Me regreso a mi casa, con mi gente, me dijo. Una señora de allá que me hizo una cura y me sacó del alcohol tras unos meses de chinga, me hizo ver que solito nada se puede. Me lo dijo muy bonito, y por eso le voy a hacer caso. Ella me dijo: solitos estamos podridos. Aquí venimos cada quién, a brindarle a los demás. A ser generosos. Si quiero o necesito algo, me lo pido a mí misma, me insistió. Si cada quién nos ponemos con las demás personas, dejamos de estar solos, me contó Kalimán. Y esto yo lo borré muchos años, tal vez por no entender a plenitud qué me había relatado.

Apenas hace poco entendí que él sí había encontrado a dónde regresar. Que su tránsito en la lluvia era un enfrentamiento y no una huida, que podía yo empatarlo con los “borrados” de muchos pueblos en la Semana Santa que se atreven a ser los otros que son. Que Kalimán combatía sus demonios.

Y que por más mala sangre que uno heredara, el destino de nuestros amores, de nuestros encuentros, de nuestras pulsiones o imantaciones más básicas se dirimirían en la historia según hubiéramos podido resolver cada uno de nuestros encuentros y atorones anteriores con los demás y nosotros mismos.

Ese espectro de la lluvia es hoy para mí un espíritu protector, un lugar a dónde regresar, un “desde donde” la verdad es una herida y un talismán para curarnos y volvernos a curar.

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