Enfrentar al señor de las moscas
La tarde pardea y tres motocicletas se nos emparejan y cruzan hacia delante entre el autobús y dos pick-ups subiendo la cuesta. Dos tripulantes por motocicleta: el piloto y un francotirador montado al revés que le cubre las espaldas, mientras mira con ojos muy abiertos y muy inmóvil abraza su fusil automático con el dedo en el gatillo. Los robocops hiper-armados patrullan las oscuras barriadas de Guatemala City, Comayagüela, San Salvador o Monterrey con la certeza política del poder de que si la orillada crece, si los enclaves de abandono y caos reinan, el crimen maniatará las disidencias, expulsará a los arrojados, envenenará a quien desespere, confundirá y someterá a quien se resigne. Los robocops no cruzan la noche para impedirlo sino para agitar la zozobra.
Es el sinsentido el brutal instrumento con que nos sojuzgan. La violencia se nos embarra como un abandono expreso y se nos hostiga, se nos amenaza en las calles o en los caminos del monte. Pero no es sólo eso. Sobre todo se nos impide resolver por nuestros propios medios lo que más nos importa. Cuando acaparan nuestros territorios (de nuestro cuerpo más íntimo a nuestro ámbito más biodiverso de entendimiento) en realidad nos arrancan la totalidad de nuestra vida. La zozobra es continua cuando no corresponde la palabra con los actos ni éstos con sus consecuencias. Es el “parloteo del diablo”, dijo Kierkegaard.
La zozobra no es sólo urbana: conseguir dinero con que comprar alimento para tener fuerzas suficientes para mantener el empleo y ganar dinero para conseguir comida, y así al infinito, se impuso como ley. Buscan hundirnos en la devastación extrema, en el rotundo círculo vicioso de nuestra condición, que perdamos toda noción de que alguna vez fue diferente, que asumamos la desigualdad como algo natural.
Sufrimos ese triángulo del genocidio, como le llama Andrés Barreda a esa orillada rural y urbana que impera del sur de Estados Unidos a Colombia (donde quiera que no hay una comunalidad fuerte), y que pretende la expulsión, la desaparición o el asesinato de poblaciones enteras si no aceptan los extractivismos, los basurales, los campos de concentración “de interés social”, el envenenamiento agroindustrial, la servidumbre energética, las esclavitudes de hambre y sangre, el imperio de la comida procesada, los cuartuchos llenos de espejos y los deshilachamientos emocionales.
Hay a quienes les es impensable romper el círculo y sólo buscan condiciones menos peores. Precarizadas las personas se hacen propensas a desconocer a sus vecinos, a sus amigos y a su familia traicionando su sentido más profundo de humanidad. Hay envilecidos que perpetran lo innombrable. La violencia son también las despensas, los dineros, los cupones, los trinquetes, el manoseo y la presencia nada amable de la muerte.
Así está el poder: en él invierten el Estado, las corporaciones y los feudos criminales amancebados. Pero para quienes nos seguimos negando al horror, tanta ruindad de repente nos plantea un enfrentamiento inevitable, omnipresente, anterior a sesgos culturales: un conflicto ontológico, atávico, que de algún modo deslavado se expresa en la idea del bien y el mal, porque es más complejo, enredoso y entreverado.
Este conflicto, fuente de la tragedia y la lucha de clases, tiene una alegoría muy diáfana en El señor de las moscas, la novela de William Golding.
Un grupo de niños de primaria viaja en un avión que cae y los deja abandonados en una isla tras un ataque masivo que abre una guerra de dimensión incierta. Los niños, condiscípulos ellos, se ven solos, sin adultos, requeridos a resolver su sobrevivencia y sus modos de convivir.
Las estrictas normas que padecían dejan de operar y la mayoría se entrega al frenesí del sojuzgamiento y la brutalidad: se hincan ante el señor de las moscas.
Pero dos de ellos insisten siempre en la urgencia de la conversación y la mutualidad y por ello sufren persecución y la amenaza de ser asesinados. Es su insistencia que la responsabilidad sea el centro de nuestras acciones. Que nada es posible si no ofrendamos mutualidad. El talismán ofrecido es “acepto tu mirada y tú la mía”, la responsabilidad mutua, la confianza plena, la historia común de certezas y misterios, la urgencia de entender juntos.
Ante el inevitable enfrentamiento (lejano o próximo), desde muchos rincones la gente detalla más u más los razonamientos de cómo recomponernos, reconstituirnos, resistir la cosificación, la deshabilitación y la fragmentación.
Tenemos que reivindicarnos como centro único de nuestra experiencia y dejar de juzgarnos con los criterios de quienes nos oprimen.
Que ya no estemos solas las personas. Subvirtamos la soledad resignificando los verdaderos cuidados y respetos. Recuperemos historias y saberes pertinentes, el pleno entendimiento de las condiciones que pesan sobre nosotros, aquello que nos fortalezca como colectivos afines y abiertos, y que cada quien coopere con la creatividad comunitaria. Recompongamos comunidad donde quiera. Recuperemos y reconstruyamos, como quiso Canetti, el sentido de lo vivido.
La responsabilidad por hacer sentido es nuestra más ancestral carga (no culpógena sino apasionada): uno de los cuidados más remotos ejercidos por quienes sentimos la urgencia de entender, a solas o en colectivo. Ese intento por entender es el corazón del impulso narrativo: la motivación profunda y vasta que nos impulsa a que relatemos lo vivido, a que narremos historias o troquemos experiencias en un mundo donde la apuesta más enloquecida del poder es borrar, robarnos, el sentido de lo que vivimos y somos, y son nuestro trabajo, nuestros sueños y pulsiones más íntimas.
Tarde que temprano habremos de frenar el despojo, impulsar la justicia, expulsar a los invasores, detener el deterioro y la devastación.
Mientras, remembremos la memoria. Ya no vivamos, como dijo Dylan, “en las sombras de un pasado que se desvanece, atrapados en los fuegos del tiempo”.
Ramón Vera-Herrera
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.