Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera Herrera

En el adentro y el afuera de la piel del mundo

Los gobiernos, los organismos internacionales y las corporaciones (de la mano de una intelectualidad afín a sus intereses), impulsan con sus planes y disposiciones un espejo deformado donde los pueblos originarios son agua estancada —pese a que el principio general de la vida es que la transformación continua e ineludible. Si uno mira bien este espejo de circo distingue un mundo al revés: los poderes políticos, económicos y culturales, siendo causa de tanto mal se tornan en jueces. Por un lado, afirman sin fundamento que los pueblos originarios buscan una vuelta al pasado, a un sistema, se dice, petrificado. Por el otro menosprecian, vetan y reprimen cualquier transformación de los pueblos excepto obedecer, integrarse, desaparecer, como ahora contra el magisterio. El peñanietismo se empeña en promover odio contra maestros y maestras mientras se les criminaliza, vilipendia, encarcela y desaparece.

En la sociedad en general se sigue promoviendo una versión de la comunidad que de ella tuvo cierta academia positivista de los cuarenta y cincuenta que describió de manera superficial, aunque muy en detalle, todo lo que la “comunidad” hacía. Esta imagen mental, instante congelado de una historia antigua, fue promovida por la academia cual si eso fuera la comunidad ideal y la petrificaron como cosa, un monumento a los humanos, según ellos los pueblos originarios, las tribus, “bárbaros”. Esta imagen ha servido como instrumento ideológico de la fragmentación que nos tienen destinada.

Ahora muchas de las críticas que se le hacen a la comunidad viene justamente de la noción tergiversada de que es un ente estático.

Lo que plantean los pueblos originarios en todo el mundo es el anhelo de lo comunitario, que no es lo mismo que la comunidad ideal. No es que no haya cambios y transformaciones sin fin, y es ingenuo pensar que no existe violencia ni problemas, pero como afirma Alfredo Zepeda con su trabajo de más de cuarenta años en las comunidades originarias y campesinas, “en la comunidad uno sabe quién es el borracho, el vende-tierras, pero no lo le da papel de líder. Y cuesta trabajo frenar a estos individuos, y a veces se imponen, aun contra el empuje comunitario. Pero el ideal de lo comunitario es confiar en establecer relaciones unos con los otros, y ver y entender juntos”.

La idea de lo comunitario surge del intento de entender juntos, de construir saber compartido para darle sentido a lo que vivimos, de valorar la historia común, la raíz, el origen, nuestro centro del mundo en un ámbito donde todos sabemos las heridas de todos, porque nos conocemos y tratamos de restañarlas, y completarnos un poco.

¿Ese centro del mundo, ese hogar, la comunidad, no es acaso un reconocimiento antiguo de que hay una línea horizontal y una vertical que se cruzan en cada persona y que esa línea vertical u horizontal se puede definir y redefinir en grupo, en colectivo?

Podemos fijar las coordenadas: el eje horizontal son los tantos espacios, los territorios de nuestra socialidad, y el vertical la historia en profundidad, que nos acompaña todo el tiempo, que no pasó y se fue como esa llamada historia lineal de la cultura del progreso. Decía el poeta Novalis: “el espacio es tiempo externo, el tiempo es espacio interior”.

Con las migraciones ese centro del mundo se reconforma y ahora —en la urgencia de migrar— la gente intenta llevar a cuestas su cruce de caminos a todos lados donde va, como nos recuerda John Berger en Our faces, my heart, brief as photos.

La gente se resiste a la desterritorialización, aunque ésta se imponga en mucho de lo que nos quieren forzar a hacer o ser.

El filósofo catalán Raimon Panikkar dice que el individuo no existe, al menos en esencia, porque todo el tiempo somos un cruce de caminos, somos justamente un centro del mundo que se mueve y se conjunta con otros y la unidad básica de eso es, según Panikkar, el principio de la trinidad (yo-tú-él/ella: nosotros):, presente en la gramática más llana.

Dónde estamos parados. Todos son caminos, procesos interminables. Las comunidades, como las personas, no son cosas: son tramados de relaciones.

De una manera muy descarnada también lo global es local y lo local es global. El capitalismo ha llegado a todos los rincones del planeta y eso no significa que no haya resquicios. Hay, pero no están fuera. Están fuera y dentro al mismo tiempo. Tenemos problemas para ubicar su figura geométrica.

A las comunidades originarias, por ejemplo, quieren dejarlas fuera de muchas de las decisiones que les importan y que vivan encerradas por la disposiciones más absolutas del poder.

Porque es grave la dimensión vertical de la globalización que es la enormidad: todos los procesos sumados, uno encima del otro, que dislocan las relaciones (en tiempo y en espacio). Muchas de las cuestiones pertinentes para una comunidad son impuestas quién sabe dónde y quién sabe por quién, en un edificio interminable que nos hace suponer que todo es avasallante.

Ante tal edificio de procesos interminables, que desfasan, mediatizan, enajenan y secuestran la energía, la voluntad, la decisión y el destino de las personas un problema central hoy es cómo desmontamos ese aparato. Y lo cierto es que entrar en resistencia invierte la lógica de la enormidad: la vida se decide en lo cercano y pertinente de quienes son parte de la comunidad y rechazan las normatividades del poder exterior que nos violentan y nos restan futuro. Nace entonces una bolsa de resistencia. La mera idea de la autonomía surge de oponernos a la enormidad y su dislocación.

Proponer comunidad es proponer que la reproducción en nuestros propios términos no puede subsumirse a los implacables procesos de producción industrial que nos proponen (con su sometimiento, devastación, deshabilitación y explotación). La autogestión es reivindicar nuestra reproducción: integral, plena, cotidiana. La autogestión es el ser de las bolsas de resistencia.

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