Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Devastaciones y cortos circuitos

Devastaciones

Qué momento: la amenaza de una crisis climática que puede estallar en cataclismos de inundación, sequías, tormentas, desaparición de poblaciones, desata en los poderosos la mezquindad de negociar lo mínimo posible (que nada nos haga perder el equilibrio, parecen decir) y la ambición de sacarle jugosas ganancias a la especulación financiera con el volumen de aire que alguien dice cuidar en algún lado. Desata el empeño de promover y subsidiar chifladuras seudocientíficas, meros remiendos de un sistema tecnológico-industrial-económico que insiste en que su idea del progreso funciona —cuando ya todos sabemos que el ángel del progreso va de espaldas al futuro y barre y destroza toda la sabiduría del pasado como si no tuviera ninguna importancia. Desata también la voracidad de subsumir el complejo proceso de producción agrícola a unas cuantas manipulaciones de laboratorio para producir con biología sintética lo que es labor milenaria de los pueblos.

Las catástrofes naturales (terremotos, huracanes, tsunamis, sequías, incendios) son magnificadas por la negligencia de los gobiernos (tras de la cual se esconde un desprecio criminal) hacia la gente común. Puro afán de hacer negocios.

Son tantos los desastres provocados por mineras, petróleo, deforestación, monocultivo, basura, urbanización salvaje, más la privatización, confinamiento o contaminación del agua, que la gente se moviliza en todo el mundo por justicia social y justicia ambiental.

Los ejércitos salen y se mantienen en  las calles, asumen funciones policiacas, la vida cotidiana se va ahogando con más y más controles sobre más ámbitos que antes eran libres, comunes y abiertos. La paradoja es que los sistemas políticos e incluso los jurídicos se tornan más delincuenciales mientras más leyes frenan las posibilidades de defensa de la gente.

La devastación acumulada es hoy vertiginosa. El proceso de destrucción, permanente. El modo industrial del capitalismo altera con violencia los ritmos y escalas de los procesos de la vida. Ese modo industrial de aventurar soluciones, una especie de monopolio del entendimiento, impide que la gente imagine y entienda otras soluciones alternas, profundas, vastas, viables y más afines a la creatividad social.

Capital y poder encarnan el mismo fenómeno: la acumulación de procesos, conocimientos, know-how, dinero, relaciones, en provecho propio y a costa de todos los demás, sin consideraciones y sin asumir responsabilidades. Uno de sus controles inmediatos es la privatización ilimitada: todo lo que antes era un bien o un ámbito común —de la tierra, el agua, el bosque o las semillas a los servicios, la educación, la investigación científica, los grandes conglomerados de producción alguna vez estatales, la ayuda al desarrollo, los medios de comunicación mundiales, los circuitos de informática que mueven dichas comunicaciones. También se privatizan más y más funciones gubernamentales: sus gestiones, su planeación, por no decir su evaluación, e incluso la policía, el ejército, las cárceles.  La vorágine de concentración es tan extrema que hoy son un puñado las compañías (y sus cárteles delincuenciales) que lo controlan todo. Eso es un decir: quieren controlarlo todo, pero como el control total es un imposible, en realidad el control asume la forma de un caos inentendible y una zozobra inaguantable.

Hay una nueva invasión de los territorios donde desde tiempos inmemoriales se asientan los pueblos originarios y campesinos. Se preda todos los recursos naturales y cultivados posibles; se barre con los modos de vida que cuestionen, resistan y defiendan el mundo de la voracidad de las empresas. La deshabilitación deja a la gente en calidad de ajena de sí misma y su historia. Se expulsa a muchos millones de familias que terminan viviendo en los cinturones de miseria de las ciudades para servir de mano de obra frágil, desprotegida. Al arrancar a los humanos de los territorios con los que se cuidaban mutuamente, se deshilan tejidos complejos de relaciones vivas y se borran los saberes que los hacen posibles.

El crecimiento urbano y la fragmentación de los espacios sociales que conlleva tal migración son un efecto concreto de la devastación del campo, y la urbanización desmedida que le sigue está creando problemas de sustentabilidad irremontables para la ciudad y por ende, de nuevo, para el medio rural.

El espacio rural y urbano parece estar fragmentado, que nada conecta, que nada fluye y todo es obstrucción, en un mundo tan interconectado donde nada escapa de los controles de las omnipresentes redes sociales  y medios electrónicos.

Se va imponiendo una imaginación consumista y un pensamiento cosificado sin entendimiento pleno de los flujos, tejidos, relaciones, procesos.

Todo se homogeniza, se estandariza, se certifica, se sanciona.

Las decisiones las toman otros, en otro tiempo, en otros espacios. Su impertinencia se impone por la fuerza y se criminaliza que alguien la cuestione o la resista. La gente queda fuera de las decisiones, o fuera de los cuerpos sociales que las podrían hacer posibles y fructíferas. Entonces lo sancionado, aunque sea inútil, se vuelve norma y se acumula como proceso inútil, también impuesto.

Las empresas-gobierno-cárteles vaciaron el lenguaje. Lo que dicen no corresponde para nada con lo que ocurre. Los términos ya no son confiables. Proliferan los mecanismos complejos de coptación, corrupción, y violencia de baja y gran intensidad. Los operadores de gobierno en ese nivel local, que trabajan en favor de las empresas, se despliegan en el abajo, en lo más cotidiano de las localidades, en un proceso de contrainsurgencia que ejerce sobornos, condicionamientos, desinformación, divisionismo y facilidades a los megaproyectos. Hay además una represión cotidiana que asesina, desaparece, encarcela, margina, señala, excluye. La zozobra cotidiana es la medicina más letal para jóvenes y diferentes. El ensañamiento contra las mujeres es cada día más envilecido, brutal y descarado, como si hubiera el propósito de provocar reacciones para después pretextar más agresiones.

Tanto desorden y tantos intereses expresan una espesura legal muy compleja. Además de las crisis financiera, alimentaria, energética y ambiental, sufrimos una crisis de la legalidad, de los instrumentos para aligerar la convivencia. Es una crisis de lo que conocemos como pacto social, de lo jurídico, de eso que se invoca como derecho. A nivel mundial, nacional, local.

Para muchas personas la ley no tiene credibilidad. Porque se viola a diario —y hay quien resiente la enorme impunidad de actos directos odiosos (el inmenso daño, el despojo, la devastación, la destrucción total, el envilecimiento y el asesinato) o de irresponsabilidades y omisiones criminales. Otros muchos sienten que sus exigencias y aspiraciones no son reconocidas como derecho o que la ley es sesgada e insuficiente.

Los Estados desvían el poder que les confirió su mandato de obedecer a la población y se encaminan a aprobar y a poner en efecto leyes francamente nocivas, atentando contra muchas de las más vitales estrategias de la humanidad. Los tejidos legales urdidos se hacen más enredados y se apalancan unos en otros, configurando un gran nudo legal que no deja resquicios para que la gente se pueda defender, por los cauces institucionales, de las disposiciones expresas de las Constituciones nacionales y de infinidad de leyes, normas, regulaciones, reglamentos, registros, certificados, “principios”, que le abren espacio a las corporaciones y a su concepción industrial para seguir haciendo negocios de la manera y en la extensión que más les convengan, sin que haya ninguna consecuencia que se contraponga a sus intereses.

En todo el mundo, junto con las corporaciones, los aparatos financieros y los organismos internacionales, los mismos Estados, trabajan por desfondar sus aparatos jurídicos y sustituirlos por marcos que invocan por encima o por los huecos de las institucionalidades propias de cada nación.

El comercio, la cooperación técnica, la comunicación, la educación, la salud e infinidad de aspectos de la vida se llenan de tratados y acuerdos internacionales bilaterales o multilaterales que están reinventando el universo de las normas y las tornan más al modo de los negociadores y sus clientes y menos al modo de la población que busca reconocerse en su marco legal. Tales acuerdos “comerciales” y de “cooperación” van sustituyendo las normatividades nacionales y la legislación internacional, y privilegian equis cláusulas comerciales por encima de la ética y el derecho.

La delincuencia organizada está imponiendo en muchos países condiciones y disposiciones a su voluntad y arbitrio y comienza a ser un sistema al que ya no puede llamársele paralelo.

Vuelve a ser visible el tráfico y el uso vil y descarnado de seres humanos como esclavos. Proliferan campos de labor y maquilas en condiciones aterradoras y cárceles privadas donde a los internos (cuyo único delito fue migrar para poder trabajar en condiciones mejores que en su país), se les somete a una esclavitud sin precedentes.

Se criminaliza también que pueblos y comunidades exijan sus derechos, defiendan sus territorios y su vida íntegra, que protesten contra despojos, devastaciones y daños en cualquier nivel, competencia o asunto.

Un caso particularmente grave de leyes nocivas son las leyes de semillas. Aunque parece extraído de una ciencia-ficción más atroz que el mundo descrito en Farenheit 454 (donde se prohibían los libros y la lectura) hay el intento de erradicar las semillas (y su cuerpo de saberes agrícolas) que durante 10 mil años nos han dado de comer. Es un ataque directo, total, por erradicar estos saberes, privatizarlos, y por sustituirlos con pura agroindustria. Desde por lo menos los años cincuenta, también se busca diluir el potencial de tales semillas (con híbridos y transgénicos) por haberle permitido a los sembradores seguir libres.

Las grandes compañías en consorcio con ciencia, finanzas, comercio, organismos reguladores internacionales y legisladores pretenden ilegalizar la práctica milenaria de guardar e intercambiar libremente las semillas de las comunidades, nativas, libres, comunes, de confianza, que son la más antigua tradición humana viva —y la esperanza más concreta de un posible futuro— y pretenden imponer semillas homogéneas, certificadas, con diseño de laboratorio, pero sobre todo con patente de propiedad intelectual. Las semillas ancestrales son ya calificadas de “piratas”.

No obstante, millones de colectivos cifran su vida en sembrar, limpiar, cultivar, cosechar y recoger los ejemplares más especiales para guardarlos y cambiarlos con los parientes, los vecinos, los amigos, la comunidad y otras comunidades.

Con su cuidado y selección continua a lo largo de milenios, han logrado mantener una vida plena casi fuera del ramplón sistema que se apodera del mundo, en los márgenes de los aparatos de control de Estados, empresas y gobiernos. Todavía más de mil 800 millones de campesinos producen su propia comida, alimentan al mundo y no dependen sino tangencialmente del mercado. Eso les permite mantener una vida más o menos autogobernada y cuidar de modo integral los territorios que habitan: el bosque, los páramos, la lluvia, los manantiales, los ríos, las plantas, los animales, seres y presencias, nuestros muertos.

Dejar fuera del mercado alimentario a todos estos campesinos es un lujo. Incluirlos a fuerza reforzará el control empresarial —de la producción al comercio minorista de los alimentos. No habrá rienda suelta a sus ganancias sin prohibición tajante a todos esos campesinos y comunidades insumisas que desde su vida de siembra entienden el mundo de otro modo y saben que el capitalismo ambiciona sus territorios, sus recursos, sus saberes ancestrales y su mano de obra precarizada en las ciudades. Dice Camila Montecinos: “si la agricultura campesina fuera ineficaz, o marginal, no habría tanto empeño en erradicarla”.

 

Qué condiciones imperan en el mundo para que un puñado de corporaciones, gobiernos y cárteles, juntos, se hayan apoderado de todo el sistema alimentario mundial; del agua, del petróleo, de la tierra, del dinero, de la infraestructura material y técnica del planeta, de los acervos de información, de los aparatos represivos para ejercer la violencia, y sin embargo en su avidez de ganancia atropellen más y más ámbitos comunes, más espacios de humanidad, y la más vasta riqueza del mundo que es la diversidad de la vida y la visión de los pueblos. Cómo pueden fluir las comunidades y los individuos con aspiraciones de justicia en esa espesura legal que les niega existencia, importancia, incumbencia y posibilidad de recurrir a la legalidad para hacerse escuchar.

Cortocircuitos

Por fortuna, hoy es posible entender el panorama de cómo opera el capitalismo, y cómo la gente abre muchos ámbitos donde se junta (a todos los niveles), y comienza a hacer conciencia de la longevidad de la memoria, que nos dice que los pueblos con sus modos y sus saberes han estado ahí viendo pasar sistema tras sistema. Y siendo hoy más clara que nunca esa conciencia, se siente muy fuerte la fractura entre los pueblos con sus comunidades, y los sistemas que insisten en imponerse.

Hace rato que los pueblos saben que tienen la razón, sean pueblos rurales o pueblos urbanos, porque son los mismos, en diferente momento y condición. Van entendiendo cómo seguir levantando su visión en medio de los escombros de la modernidad.

Crece entonces una nueva conciencia: la visión campesina, muchas veces indígena, que ejercen esos pueblos, está vigente. Y pone en evidencia las contradicciones del impositivo sistema corporativo-industrial-financiero y su impertinencia, es decir, su escasa eficacia y su tremenda injusticia.

En las comunidades, en los pueblos, la gente va entendiendo que sus principios sencillos de convivencia (tan menospreciados por muchas personas en las grandes ciudades) siguen siendo vastos, pertinentes, valiosos. Que no es una idealización su apuesta por valorar la socialidad con otros, por devolverle valor a la palabra y a las acciones propias, por tender un puente entre palabras, acciones y consecuencias en un pacto social cultivado en común. Pese a la violencia y los desencuentros que pueda haber, esta apuesta por la palabra volverá vez tras vez a darle peso a una sabiduría de antes, actualizándola para entender y tomar en cuenta los horizontes del presente, siempre que tenga el latido de la justicia en el corazón y la cabeza.

Cuanto más adquieren conciencia los pueblos de ese horizonte completo, de la negación de derechos, de la nocividad de muchas normas y de la impunidad que nulifica la posible acción de leyes potencialmente buenas, los pueblos y comunidades levantan sus herramientas y su equipaje para emprender su propio camino con una paradoja en la mano: saben que están solos ante la ley, pero saben que están juntos, en la justicia, con muchos otros en las mismas condiciones.

Puntualmente en América Latina crece la resistencia, sobre todo indígena y campesina. Desde la milpa se ve el mundo entero. Se recupera la visión de lo integral, de que todo está relacionado, de que todas las historias y luchas están relacionadas. De que en la historia y los saberes propios hay lecciones, propuestas, visiones que no pueden perderse, y que hay que impulsar. Eso implica una nueva lectura, autogestionaria, de los espacios y territorios propios y una reconstrucción de los tramados de relaciones que hicieron posible que sobrevivieran como espacios activos, vivos, sanos, durante milenios.

Hay la fuerza de reivindicar las asambleas, los espacios de reflexión, deliberación y decisión colectivas, “el espacio educativo más importante en la comunidad”, dirán desde tantos pueblos indígenas. Hay la certeza de retejer lo social “cortocircuitando” las mediaciones, brincándolas, para crear intercambios parejos, revivir o emprender un control territorial (regional) sin el cual ninguna de las estrategias de sobrevivencia funcionaría plenamente.

La agricultura campesina no es un mito ni una joya exquisita de la antropología, sino urgente propuesta para enfriar la tierra y producir los alimentos propios, algo que siempre traerá libertad.

A partir de producir y cultivar los propios alimentos la gente no tiene que pedirle permiso a nadie para ser —es el breve espacio desde donde podemos defender un proyecto de vida que no responda a quienes nos sojuzgan sino a nuestra propia mirada y juicio. Es difícil tal vez en muchas regiones que esto ocurra por la devastación descrita, pero el empeño crece y la gente encontrará soluciones para que en el campo o en la ciudad se asuma que la vida de los cultivadores es, pese a la violencia y el abandono, una vida de dignidad y de cariño por el mundo y puede ser también una vida de justicia plena para todos.

La principal enseñanza que nos lanzan al rostro los campesinos indígenas con la delicadeza y la fuerza de la que son capaces, es que convivir con respeto mutuo es posible, que la vida y la cultura se refuerzan mutuamente, que la soberanía alimentaria, el autogobierno, la convivialidad, la autogestión, son herramientas indispensables para inaugurar un futuro viable ahora mismo, siempre que la justicia y el cuidado sean el modo. Son tan impecables estos argumentos de pueblos y comunidades, (y de los barrios urbanos herederos de sus tradiciones), que deberían bastar para decidir el futuro de la humanidad. Son argumentos que nos cuestionan desde las acciones, los cuidados, las labores, los respetos, la atención a varios ciclos y sutilezas, y por sí solos podrían bastar para hacernos entender hacia dónde ir, digamos que con su ejemplo.

Mientras no reivindiquemos la urgencia del presente en que vivimos, mientras no busquemos que las relaciones, aquí y ahora, sean nuestra primordial enseñanza, mientras no busquemos en nuestra propia condición los conocimientos y saberes que nos sirvan para ser libres, no vamos a lograr nada. Hay que buscar modos nuevos de crear situaciones donde todos aprendamos. Con talleres de intercambio de experiencias la gente se empapa de los problemas y forma grupos de estudio y trabajo, combinando saberes antiguos con tecnologías que partan de la idea de reconectarnos con la gente, de devolvernos al cuerpo social donde actuamos y pensamos juntos.

Cualquier construcción conjunta de saber, consciente, es un acto de resistencia. Trabajar en proyectos comunitarios compartidos, insistir en los espacios de reflexión conjunta, recuperar la historia, hacer diagnósticos y reforzar la creatividad social, todo eso junto impulsa justamente modos de aprender pertinentes que no son la domesticación que la escuela occidental impone.

Tendríamos que resaltar las relaciones que privan en nuestro propio territorio, en el espacio en que nos movemos y actuamos. Ahora. No podemos esperar un momento futuro que no podemos precisar. Debemos ejercer esas condiciones actuales, haciendo eco de las historias individuales y colectivas de ese territorio. Debemos rearmar un rompecabezas del que cada una de nuestras historias es parte. Reflexionando en común,ponemos en común dichas historias, comenzamos a explicarnos lo que ocurre en nuestro territorio-región y, eventualmente, las podemos cruzar con las de otras regiones para acceder a un rompecabezas global.

Alguien definió la autogestión como un proceso en donde un grupo de personas emprenden algo juntos y lo hacen, contradiciendo los criterios exteriores que pretenden normarlo a la distancia. Es decir, en vez de un esfuerzo centralizador, la autogestión es un intento por relocalizar los esfuerzos, las decisiones, definiendo los fines entre todos los afectados, y respetando los tiempos y situaciones de cada proceso. La autogestión es creatividad social, es devolverle escala humana a la toma de decisiones. No se trata de sumarle fuerza a un partido, secta o movimiento, para que éste nos haga trascender, sino de impulsar respetuosamente la creatividad social, en todos los ámbitos en que nos movemos.

La autonomía en los hechos, reivindicar autogobierno o autogestión integral en cualquier espacio (entendido como un tramado de encuentros y relaciones) es un proyecto viable que  puede hacernos pensar soluciones diferentes, respetuosas, justas y eficaces, para tejer un futuro diferente.

Dejar una Respuesta

Otras columnas