Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Desde la milpa se mira el mundo entero —dieciocho años después—

Segunda Parte

Lo que amenaza la vida de la comuna [agraria]

no es ni una inevitabilidad histórica ni una teoría;

es la opresión estatal y la explotación de los intrusos capitalistas

a quienes el Estado ha hecho poderosos a expensas de los campesinos.

Mientras que la comuna es sangrada y torturada, sus tierras esterilizadas y empobrecidas, los lacayos literarios de “los nuevos pilares de la sociedad” se refieren irónicamente a los males infligidos a la comuna como si fueran síntomas de una decadencia espontánea e indiscutible,

afirmando que está muriendo de muerte natural

y que sería un acto bondadoso acortar su agonía.

Karl Marx, segundo y primer borrador de respuesta a Vera Zasulich, 1881[1]

Rastros de una guerra. La invasión europea en México (la Nueva España) no emprendió de golpe el desmantelamiento de las sociedades indias. El primer momento de encomienda permitió a los españoles, de acuerdo a John Tutino, “prosperar y gobernar con una mínima alteración de la estructura social existente”, que podía ser opresora y caciquil o más o menos equitativa y horizontal según la comunidad y la región. Recordemos que “Los señores nativos continuaron recaudando tributos en especie y trabajo periódico de los campesinos dependientes, transfiriendo ahora a los conquistadores españoles la mayor parte de lo que obtenían. El derecho que obtenían los españoles de recaudar esos tributos recibió el nombre de encomienda, nombre español de una duradera forma mexicana de dominio”. [2] Quedaba en manos de las familias campesinas la tierra y el control de la mayor parte de la producción, pero la dependencia hacia sus antiguos explotadores, ahora convertidos en cómplices e intermediarios, obtuvo cierta legitimidad de conveniencia por parte del poder colonial.

Además ocurrió que la población indígena disminuyó dramáticamente de cerca de 20 millones a menos de dos en un lapso muy breve, a causa de las enfermedades traídas por los europeos. Ya que la riqueza de estos conquistadores-empresarios estaba vinculada al producto del trabajo de la población indígena, a mediados del siglo XVI el recién instaurado régimen colonial entró en crisis. A partir de 1550 la Corona comenzó una regulación —que no existía— de los tributos de las encomiendas mediante administradores llegados de fuera. “Simultáneamente”, continúa Tutino, “trabajaron con el clero para concentrar en pueblos compactos a los campesinos sobrevivientes, que vivían dispersos en el campo. El objetivo declarado de esa reubicación era una ‘justicia’ más efectiva por parte de los funcionarios de la Corona y una cristianización más eficaz por parte del clero local”.[3]

Estas políticas públicas, una reorganización social y territorial, garantizó el asentamiento del aparato colonial, consiguió la primera “liberación” de las tierras ocupadas por los indios en vastas extensiones y desmanteló cualquier sentido territorial previo a la Colonia, aunque no su memoria. “Al reducir las tierras dispersas de los campesinos a parcelas contiguas, las autoridades coloniales forzaron el abandono de las grandes extensiones. Éstas pudieron ser otorgadas por el Estado a los españoles de provincia: encomenderos, comerciantes y funcionarios (o sus parientes). Esta concentración de las comunidades campesinas continuó hasta principios del siglo xvii. La concesión de las tierras así desocupadas a los españoles se aceleró en la década de 1570 y continuó hasta aproximadamente 1630.”[4]

El arrancar a la gente de sus tierras de antaño, sus tierras de usufructo, enajenó a poblaciones enteras de la vida como la conocían y el despojo que entraña dejarles fuera de ella continúa inexorable tras cinco siglos de dominación cambiante.

Era el efecto de acaparar grandes extensiones y de inmediato logró el acopio de una mucho mayor fuerza de trabajo, sea porque quedaban como los siervos en sus antiguas tierras de antaño, o sus tierras comunales, o porque expulsados de ellas eran enganchados a trabajar en todo tipo de obrajes, monocultivos masivos o la minería que en el siglo XVII comenzaba un auge que no colapsaría sino hasta que la guerra de Independencia rompió los lazos globales que servían de motor de la extracción de todo tipo de metales pero en particular la plata.[5]

Este desgarramiento, como lo señala Marx en el epígrafe, no ocurrió como un devenir inevitable sino a resultas de ese acaparamiento que se aceleró la extracción de riquezas y profundizó el sojuzgamiento de todos los estratos de la población, en particular la población india.

Por si fuera poco, la Conquista del norte del país coincidió con esta segunda etapa de refinamiento en los mecanismos coloniales y algunos años después, en varias regiones de México, surgieron fincas que comenzaron a producir comercialmente para abastecer a las incipientes ciudades mineras del norte.

Resultó insuficiente la reducción y el repartimiento de trabajadores ante el emporio comercial que se soñaba. Los campesinos resistían las reubicaciones a los “repartimientos” cuando debían perder sus tierras. El Estado, incapaz de controlar la relación entre fincas y comunidades campesinas, y de apropiarse de más mano de obra eventual, permitió que en algunos enclaves algunas haciendas y las comunidades aledañas negociaran sus relaciones laborales a nivel local, permitiendo la existencia de comunidades “libres” a las que se les garantizaron títulos comunales primordiales siempre y cuando tributaran a la Corona. Así, en el centro y sur sureste del país diversas comunidades de varios pueblos originarios siguieron practicando la agricultura de subsistencia de la época prehispánica, basada en el maíz y la milpa, gozaron de una autonomía relativa en el gobierno de la comunidad y mantuvieron a los principales como intermediarios en el sistema tributario pero sobre todo pudieron mantener el manejo de sus tierras comunales, gestionadas por ellas mismas, en alguna medida, y aunque la autonomía nunca fue total, siguieron detentando su territorialidad y ciertas formas de organización comunitaria que hoy sobreviven y son claves para la resistencia actual.

Como todavía ocurre hoy día en Oaxaca y Chiapas, en Veracruz, Morelos o Guerrero, o en partes de Puebla el estado de México o Tlaxcala, las comunidades y sus tierras comunales se entremezclaron con haciendas y fincas en manos de la clase dominante. El hecho de que tales haciendas contrataran jornaleros estacionales que les ayudaran a “sembrar, cultivar y recoger sus grandes cosechas”, permitió que los campesinos recibieran ingresos indispensables para sobrevivir. Esto creó una interdependencia entre las comunidades y el sistema de agricultura comercial ejercido en la Colonia y las insertó, en parte, en el sistema económico-colonial.

Este cierto resquicio estabilizó a los campesinos siempre y cuando no abandonaran su comunidad natal —lo que los hubiera hecho perder sus tierras—, y mientras la extensión de las tierras fuera lo suficientemente grande como para asegurar la subsistencia. “Allí donde la tierra era escasa o de mala calidad, la autonomía se reducía”, como bien apunta Tutino para caracterizar la situación agraria. [6]

Fue también muy dependiente la relación con los mercados urbanos. La ciudad mercado se entronizó como llave de entrada y salida para diversas microregiones. En las zonas de vasta población indígena, donde el control de los campesinos tenía ya las connotaciones de racismo que siguen definiendo el espacio rural mexicano, las ciudades mercado se convirtieron en las verdaderas detentadoras del poder regional, porque ahí se cocinaba —y se cocinan— las manipulaciones políticas, sociales y económicas que regulan las posibilidades de subsistencia de las comunidades asentadas. Urbes como Ciudad Real en los Altos de Chiapas, Ocosingo y Altamirano en las Cañadas limítrofes de la Selva, Tenosique como frontera de Tabasco, Chiapas y Guatemala, Huayacocotla en la Sierra Norte de Veracruz, Tehuacan en la puerta de la Sierra Negra, Tlaxiaco, Miahuatlán o Huajuapan de León en Oaxaca, Mezquitic o Huejuquilla y hasta Jesús María en las Sierras Huichola y Cora, Creel en Chihuahua, son todas ellas herederas de esa organización social que pese a las diferencias en las dinámicas propias de cada región, establecieron una lógica, en principio mercantil, que impulsó —hasta nuestros días— una relación de subordinación total, no sólo metafórica: nada que no pasara por los intermediarios autorizados circularía por ahí, ningún extraño podría arribar hasta las comunidades sin permiso de las autoridades, nadie que quisiera evadir el derecho de pernada, o las obligaciones contraídas podría evadirse, ningún culto “extraño” santificarse. Además, “donde los consumidores urbanos eran numerosos y estaban al alcance de la mano, por lo general era mayor el desarrollo de las haciendas comerciales, con lo que quedaban menos tierras para las comunidades campesinas. Así menguaba la autonomía y los campesinos pasaban a depender más del trabajo en la hacienda. Recíprocamente, cuando los campesinos vivían en comunidades alejadas de mercados fuertes, el desarrollo de la hacienda solía restringirse y se conservaba con mayor facilidad la autonomía campesina”. [7]

En lo que hoy llamamos México, cobraron vida reacomodos, proyectos, presupuestos y consideraciones para salirse con la suya contra la población conquistada.

Hacia el norte del país, el arrasamiento fue más feroz. La colonización del norte del país se expandió en puestos de avanzada que asumieron la forma de ranchos que con los años crearon las condiciones para que surgieran haciendas asentadas en grandes extensiones de terreno. En esa vasta frontera, muy pocas comunidades como las del sur o el centro sobrevivieron al exterminio y la gran generalidad de pueblos eran o habían sido nómadas o los volvieron nómadas al perseguirles tras las insurrecciones fallidas, y terminaron remontados más y más a las zonas inaccesibles de las montañas.

Quienes permanecieron, “escindidos” de su pasado nómada y reducidos a los presidios o pueblos de misión, se vieron pronto ante la dependencia del trabajo acasillado en las haciendas, donde se aprovechó al máximo a la población india sojuzgada haciendo valer las leyes de los caciques criollos mediante guardias personales armadas.

Los conquistadores buscaron metales preciosos —oro, plata, estaño— y mano de obra que les trabajara las minas. La extracción de mineral en varias entidades del país habría de hacer de México el productor más grande de plata, al punto de configurar un primer momento de economía globalizada donde los enormes flujos de plata alimentaron la industria textilera en China e India, con paños de algodón chino o indio que eran el único pago aceptado por los negreros por los cargamentos de esclavos africanos enviados a América. Dice John Tutino:

« De 1700 a 1810, cuando la trata de esclavos y la producción de las plantaciones de la región atlántica alcanzaron su nivel más alto, la Nueva España fue la principal fuente de plata para la economía mundial: su creciente producción de plata no sólo era básica para el comercio con China, también para el complejo comercio que provocó el envío de millones de africanos a trabajar en las plantaciones de la región atlántica. […] Entonces, la Nueva España llevó la producción de plata a límites sin precedentes, mientras las islas caribeñas británicas y francesas llevaban la producción de azúcar y la esclavitud a niveles semejantes. Ahora queda claro que estos acontecimientos no sólo fueron paralelos sino que fueron integrados por la plata, primero del Potosí, y después de la Nueva España. Esta última, el Bajío y la Norteamérica española fueron de capital importancia para la economía mundial del siglo XVIII y la economía del capitalismo comercial, incluidas la economía atlántica del azúcar y la esclavitud.»[8]

Y si al norte el arrasamiento fue enorme, también enormes eran las extensiones para que sus vacas pastaran. Aun hay sitios en la Huasteca donde las vacas tienen más y mejor tierra (más plana y dúctil a la siembra) que los campesinos, orillados a hacerla de alpinistas colgados con cuerdas.

Los pueblos nómadas resistieron la brutal guerra europea contra ellos combatiendo o desapareciendo para no caer prisioneros. Y como bien señala Antonio García de León en Misericordia, muchos pueblos fueron también forzados al deambular, buscando aguajes, cotos de caza o bosques y parajes para recolectar alimentos, por la destrucción de sus medios y entornos de subsistencia.[9] Quienes no pudieron huir, fueron reducidos a los poblados donde presidían los poderes de la Colonia: lugares llamados presidios. Hoy la palabra presidio no se refiere al asiento de los poderes sino a las cárceles. No sólo se fueron perdiendo la tierra y la libertad sino el sentido.

La expansión hacia el norte también habría de coincidir con el avance del modo de producción capitalista que comenzó a privilegiar la agroindustria al trabajo comunal de subsistencia o el vasallaje directo.

Si esta sujeción a las élites, fueran agrarias, ganaderas o mineras, definía cierta autonomía para algunos al interior de sus comunidades, la huida a los sitios inaccesibles para otros, o el desmembramiento comunitario para iniciar la historia del trabajo migrante estacional en el campo o los contratos en las minas por temporadas, a fines del siglo XVIII este esquema puso al fuego una olla de vapor en El Bajío. Las condiciones imperantes allí desembocaron en el primer envión de la Independencia mexicana.

Más allá de las entretelas de una España invadida —algo tan radical que sin duda fue factor fundamental en la insurrección de 1810— y el papel jugado por las élites criollas en la preparación y desenvolvimiento de la guerra de Independencia, lo que puebla las páginas de su historia, no podemos pasar por alto el levantamiento campesino que desató el primer envión de esta gesta. Y campesino se correspondía con indio, para fines prácticos. Eric Van Young y John Tutino coinciden en señalar que “el crecimiento de la agricultura comercial fue la base de demandas crecientes sobre la economía rural tradicional, en la que los pueblos indios dueños de tierras comunales ocupaban un lugar destacado”[10] Años después, Van Young matizaría su postura enfatizando más la identidad y el ser comunal de los pueblos rurales que la base agraria de la insurrección. [11] Pero igual John Tutino se pregunta:

«¿Es posible que la diferencia en los patrones del cambio agrario explique la intensidad de la insurrección en el Bajío así como la debilidad de los alzamientos en otros lugares? Yo creo que sí. […] Fue una crisis social regional concreta, y no los viejos agravios contra la dominación española, lo que generó la afrenta de masas movilizada por Hidalgo en 1810. » [12]

A partir de 1750 la interdependencia de comunidades y haciendas se recrudeció. Las condiciones materiales ya no garantizaron una seguridad de la subsistencia y cualquier dependencia, antes asumida, comenzó a verse como agravio a su horizonte de futuro a corto plazo. “Una mezcla de presión demográfica en el campo y de creciente necesidad de tierras para el sector agrícola comercial creó lo que los pueblos indios deben haber percibido como un ataque a su estatus de campesinos independientes”.[13]

“Al hacerse más profunda la crisis agraria, los problemas también afectaron a las industrias textiles y mineras del Bajío. Después de 1785 la ocupación laboral se volvió cada vez más insegura para los tejedores de la ciudad y para las numerosas mujeres del campo que hilaban. En 1810 el empleo en las minas de Guanajuato se desplomó rápidamente. La confluencia de la crisis agraria y la industrial aprestó a una gran masa de hombres del Bajío a chocar violentamente contra las élites provincianas y el régimen colonial.”[14]

El desarrollo de Guadalajara, una ciudad de tránsito entre las regiones mineras de más al norte y los ricos enclaves agrícolas del Bajío, “amplió los límites de la economía monetaria regional hasta abarcar grupos y lugares que estaban relativamente aislados todavía en 1700”. Para Van Young, el auge de esta transformación radical en las relaciones, cuya funcionalidad estriba en el papel que jugara Guadalajara como emporio productor de manufacturados, y enclave mercantil, bancario y sobre todo administrativo de la Nueva Galicia de entonces, terminó por fisurar seriamente el ámbito de reproducción social, política y económica de los campesinos —lo que hoy llamaríamos comunalidad—  para insertarlos al proceso de proletarización, algo que en el siglo xviii recibió un impulso demasiado sorpresivo, aunque éste se hubiera gestado desde la primera encomienda.

En síntesis, a la demanda de la tierra y a la drástica reducción de las condiciones materiales como disparadores del levantamiento de 1810, Van Young añade uno de los elementos que en nuestros días pervive y que apenas ahora cobra foco en las discusiones, pero que estamos lejos de poder leer en todas sus multiformes entreveros: la comunidad. El pensamiento de Van Young pone en el centro el robo de sentido que implica el arrancamiento de sus modos de vida, al punto de rebelarse, como lo sugiere al decir: “La resistencia de la comunidad campesina en México sugiere que la conservación de la identidad y la autonomía del pueblo es un factor clave para entender la historia de la sociedad rural de este país.[15]

Esta idea es central, porque refuerza la idea de la comunidad como un tramado de relaciones que recrean de continuo y equilibran de tanto en tanto el sentido en común que es la base más sólida para entender la identidad. Nada resolvería entonces mantenerla “intacta” (algo de por sí imposible). Lo que los campesinos han intentado siempre es reequilibrar las relaciones entre el centro propio de lo colectivo y lo que desde la comunidad se vive como “exterioridad”.

Si como hemos dicho la globalidad no ha copado el cúmulo total de las relaciones, para los pueblos indios el equilibrio pasa centralmente por una “integralidad”, por una redefinición de la vida en formatos pequeños donde lo dicho y las acciones de los otros sean asequibles, cotejables, donde la reflexión colectiva de lo pertinente es aún posible y refuerza el sentido en común, es decir, eso que creado y recreado por los miembros del grupo delinea —no define— la identidad. Y que por tanto no es étnica, sino histórica.

Obviamente, una convulsión de las relaciones con la enormidad que crecía disgregando su mundo, disparó en los núcleos campesinos una pérdida casi total de sentido. Había que evitarlo: se rebelaron.

Y si la sociedad colonial había creado al indio, por exclusión, como desprecio o conmiseración, como mote para definirlo y encasillarlo, como manera de juzgarlo en términos alienados, la gran paradoja de la Independencia de México es que sus aires progresistas con tufo a Revolución francesa y a ciudadanización, se enfilaron a terminar con la idea de varios colectivos diversos compartiendo el país. La nación mexicana tenía que ser de todos, pero como individuos, como ciudadanos. De ahí a emprender políticas para romper las rendijas campesinas de comunidad, pasaron pocos años. Durante todo el periodo independiente creció entonces la desamortización de las tierras comunales indígenas, no sólo desde 1856, como se ha creído, sino mucho antes, suprimiendo además la figura jurídica de lo indio, situando la vida campesina e indígena, como nunca antes, en el margen institucional. Los intereses de finqueros, acaparadores, intermediarios y funcionarios lucraron de nuevo con esta reorganización del espacio físico y simbólico. Las rebeliones, que no habían parado, por regiones, durante toda la Colonia, continuaron por todas las zonas donde la presencia india, campesina, era importante.

Con la Revolución Mexicana volvió a reacomodarse el país. Juzgando por la confrontación filosófica y práctica entre la comuna zapatista del oriente de Morelos (cuya visión alimentó programa socioeconómico de la Convención de Aguascalientes) y las reformas que finalmente se aprobaron en la Constitución del 17, para fines de justicia a las comunidades campesinas poco cambió.

Las diferencias entre una y otra propuesta son abismales. La propuesta zapatista fue desde un principio recuperar la tierra y luchar contra la industrialización y mecanización del campo, que les robaba autonomía y agencia propia, puesto que, como dice Francisco Pineda. “la hacienda porfirista combinó la apropiación de una renta absoluta, derivada del monopolio de la tierra, con la apropiación de plusvalía, derivada de la explotación del trabajo asalariado. Esto produjo una clase híbrida —terrateniente y capitalista industrial a la vez— con métodos exacerbados de explotación, humillación y despojo”. De acuerdo con los datos de Pineda “en conjunto las haciendas de todo el país detentaban 16.6 millones de hectáreas y tenían el control de los principales productos agrícolas a excepción del más importante de todos, desde el punto de vista económico y civilizatorio: el maíz. […] En la historia de larga duración, el cultivo del maíz operó como eje de la auto organización en la comunidad campesina de México y, desde una perspectiva mayor, fue soporte de uno de los procesos civilizatorios de la humanidad. Esa historia es la raíz profunda de la revolución del sur”.[16]

Siendo así, la gesta de la comuna zapatista de Morelos pone en el centro del debate los argumentos de este texto: la milpa y la relación con el suelo, con la tierra, con el territorio es decir con los montes y aguas, implica de inmediato la comunalidad como esfuerzo conjunto y como responsabilidad compartida, como resistencia ante el sojuzgamiento, la mercantilización, la industrialización y el dinero. Como dice Pancho Pineda: “es posible considerar que la diversidad —tanto en la producción como en el aprovechamiento del maíz— y la auto organización constituyen el sustento material y organizativo de la autodeterminación de la comunidad campesina, como práctica cotidiana. Para los zapatistas, la economía del maíz era el sustento de la vida y, a la vez, la base material de su vocación de libertad”. [17]

 Y a partir de aquí, Zapata y la comuna de Morelos, intentaron no sólo recuperar la tierra (como un pedazo de suelo abstracto) sino recuperar, revivir su relación con ese territorio del cual se les había escindido, brutal o “paulatinamente”. Para recuperar esta relación, había que cambiarlo todo, no solamente gestionar algún huequito o privilegio.

Las diferencias del programa carrancista con lo anterior lo constata la Ley Agraria del 6 de enero de 1915, una ley carrancista, antecedente directo del artículo 27 Constitucional que, reconociendo los “abusos en la interpretación de algunos especuladores de las leyes de desamortización”, consideraba “palpable la necesidad de devolver a los pueblos los terrenos de que han sido despojados, como una acto de elemental justicia y como la única forma efectiva de asegurar la paz….” [18]

Sin embargo, bien lo señala Pedro González “Tanto la devolución de tierras usurpadas a los pueblos como el reconocimiento de su personalidad jurídica no conllevaban desde ningún punto de vista, el intento de revivir las antiguas comunidades ni de crear semejantes” como lo señala expresamente la Ley Agraria carrancista, que iba más lejos para declarar: “la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio, aunque con las limitaciones necesarias para evitar que ávidos especuladores, particularmente extranjeros, puedan fácilmente acaparar esa propiedad”Es decir, la idea carrancista era modernizadora y liberal. Esperaba “reparar injusticias” fomentando formas de pequeña y mediana propiedad privada de la tierras.[19]

En estas condiciones, cuando la ola oficializadora de la revolución empujaba fuerte contra las demandas populares de tierra y autonomía, sorprende que la formulación del artículo 27 Constitucional, en su redacción de 1917, abriera por lo menos un hueco para que cierto tipo de propiedad social (comunidades y ejidos) quedara fuera de las entretelas del mercado. En ese momento, esto significó, únicamente, que nadie en lo particular podía arrebatarle a los pueblos las tierras que eran de todos, por eso “de la nación” [la nación no es el Estado], y que los pueblos indios poseían; que los campesinos, en colectivo, detentaban y cuidaban. Pero tampoco comerciar con ella, ni rentarla, ni usarla como respaldo de deuda alguna. Parecía reconocerse, para cierto sector, el carácter integral del concepto del territorio, de los altépetl o altépeme nahuas, los an dehe nttoehe otomíes, los batabil mayas, los yucunduta mixtecos y tantos más, es decir, las relaciones de los montes, las aguas y la gente, y por montes se entendía claramente el enorme cúmulo de seres materiales y espirituales con los que las comunidades, hoy siguen relacionándose.[20]

Como señala Carlos González García, “tras el discurso del nacionalismo mexicano, la reforma agraria representa un proceso etnocida. La ejidización de la propiedad comunal indígena debe entenderse como un proceso pulverizador de la propiedad indígena comunal surgida durante la dominación española y como radical desconstrucción de una territorialidad que, en las actuales condiciones, dificulta a un grado extremo la reconstitución de los pueblos y comunidades indígenas”.[21]

Hay que recordar que muchos ejidos fueron dotaciones a campesinos sin tierra, y no el reconocimiento de la propiedad comunal asiento de la territorialidad ancestral indígena, y que el cambio de régimen, en muchos casos propició confusiones que apuntalaron la posición de los invasores de la tierra comunal.

En el México contemporáneo ha continuado la resistencia de los pueblos y las comunidades en defensa de su territorio, en contra de la mano de obra explotada, del peonaje por deudas, del acasillamiento, del saqueo de sus recursos, en contra de una educación que los borronea y les quita lengua, tradiciones, sentido en común, formas de impartir justicia, formas de organización y de gobierno, formas de trabajo en ayuda mutua. Sigue la lucha contra las políticas públicas y los megaproyectos que con nombres diferentes sólo intentan dividir a las comunidades, que expulsan a la gente de sus territorios, los convierten en mano de obra indefensa, y desmantelan el modo de vida campesina e indígena que fue y sigue siendo su estrategia de sobrevivencia pero también un hueco de autonomía real. Hoy, las zonas de conflicto en el pasado, son las mismas donde siguen existiendo saqueos de recursos, invasiones, explotación de la mano de obra, miseria, asesinatos Además de los terribles ejemplos de la invasión de megaproyectos de agroindustria, extractivismo y acaparamiento multimodal de territorios, como el Corredor Transístmico y el Tren Maya.

Para que siga viva la resistencia de los campesinos es indispensable defender el maíz, la milpa. Las siembras propias, de autonomía alimentaria, con semillas propias. Sólo con maíz propio, nativo (no su desfigurada versión transgénica), sembrado para que coma la comunidad dependiendo lo menos posible, se puede defender el agua, el bosque, los recursos naturales, sus saberes agrícolas y medicinales, la justicia, los derechos, el ámbito del nosotros.

Y si desde la milpa se ve el mundo entero también es clara la guerra contra el campesinado, que es una guerra contra la misma relación entre humanos y naturaleza. La escisión entre humanos y la tierra se torna entonces una empresa epistemológica impulsada en lo reciente por la agricultura digital [ porque rompe la atención de la gente hacia la tierra, se la presenta como algo innecesario][22] y sitúa a la agroindustria como una entidad que además de producir mercancías de exportación, materias primas para alimentos procesados, está empeñada también en destruir el vinculo del cultivo con el suelo. Dice Marx: “la producción capitalista, al aglomerar a la población en grandes centros, perturba la circulación entre [23]la gente y el suelo y evita que el suelo recupere los elementos que la gente consumió a modo de alimentos y vestido, y así viola las condiciones necesarias para que perdure la fertilidad de esos suelos”.[24]

El maíz, la milpa, es lo que permite el autogobierno en las comunidades. El maíz no es una cosa: es, como la tierra, un tramado de relaciones. El embate contra el maíz es un intento por erosionar romper la relación de la gente con la Naturaleza, y de romper el tejido social que ha logrado que campesinos y campesinas sobrevivan por derecho y entereza.

Como premisa contemporánea o como principio para juzgar la historia de las resistencias y rebeliones en nuestro país, hay que comprender que muchos estallidos locales, vistos a más largo plazo, son manifestaciones de una lógica más vasta que si bien no siempre logra acuerparse en un movimiento masivo, sí configura trazos que han ido alterando con los años, con los siglos, el  profundo sentido de resistencia que hoy es parte de la memoria de estos pueblos. Todo estallido tiene una importancia pese a que las motivaciones sean en principio locales, pues si bien desatados por lógicas locales, mantienen relación con el proceso de globalidad en germen pero también transformaciones que están por venir.


[1] Ambas citas provienen de la versión tomada de El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo. Edición y presentación de Theodore Shanin, Editorial Revolución, Madrid, 1990.

[2]John Tutino: “Cambio social agrario y rebelión campesina en el México decimonónico: el caso de Chalco”, en el libro compilado por Friedrich Katz: Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo xvi al siglo xx. en Ediciones ERA, México 1990.pp. 96-97.

[3] Ibidem.

[4]John Tutino, op cit.

[5] Ver John Tutino, Creando un nuevo mundo: los orígenes del capitalismo en el Bajío y la Norteamérica española. Fondo de Cultura Económica, Universidad Intercultural de Hidalgo, El Colegio de Michoacán, México 2016

[6]. John Tutino: De la insurrección a la revolución en México. Ediciones Era, México, 1990,

[7] John Tutino: Ibid, pp. 40-41.

[8] John Tutino, Creando un nuevo mundo… op.cit. pp. 11-19

[9] Antonio García de León, Misericordia, Fondo de Cultura Económica, México, 2017

[10]Eric Van Young: “Hacia la insurrección: orígenes agrarios en la rebelión de Hidalgo en la región de Guadalajara”, en Friedrich Katz, Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo xvi al siglo xx., Ediciones ERA, México 1990.  p. 169; para una revisión crítica de este texto por su propio autor véase Eric Van Young/Antonio Ibarra: “Identidad y mesianismo”, Ojarasca núm. 24, septiembre de 1993, pp. 9-14; ver también John Tutino: De la insurrección a la revolución en México, pp. 47-93.

[11] Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821. Fondo de Cultura Económica, México, 2006. Verpp. 40-55 y 687-694

[12] John Tutino: op cit. pp. 50-51.

[13]Eric Van Young op cit. p. 169.

[14]John Tutino: op cit.

[15] Eric Van Young/Antonio Ibarra, op.cit.

[16] Francisco Pineda, “Emiliano Zapata, maíz, azúcar y petróleo. Desinformémonos, 5 de agosto de 2012

[17] Ibid.

[18]Pedro González: “Los primeros pactos y la construcción de la legalidad, 1913-1917”, en Historia de la cuestión agraria mexicana 3, campesinos terratenientes y revolucionarios, 1910-1920. Siglo xxi-Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, 1988, p. 197-198.

[19] Ibidem.

[20] . Federico Fernández Christlieb y Ángel Julián García Zambrano (coord.)Territorialidad y paisaje en el Altépetl del siglo XVI, Fondo de Cultura Económica e Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2006.

[21]Carlos González: “La conquista no ha terminado”, Ojarasca en La Jornada, 67, noviembre 2002. Su texto documenta el embate actual que significa el Programa de Certificación de Comunidades (Procecom) a la tenencia comunal de la tierra.

[22] Grupo ETC, La insostenible agricultura 4.0, Grupo ETC-Rosa Luxemburg Stiftung, México 2019.

[23]

[24] Karl Marx, Capital: A critical analysis of Capitalist Production, vol. 1, editado por Frederick Engels, traducido al inglés por Samuel Moore y Edward Aveling, Appleton y Swan, Nueva York y Londres, 1889.

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