Control de multitudes
La multitud se arremolina buscando y preguntando en el enorme aeropuerto Charles de Gaulle de París. Dónde es la puerta que nos lleva a migración, a las revisiones y finalmente a las salas de embarque para regresar a nuestra casa, parece decirse la gente de tantas miradas, vestimentas y portes, de tantos pasaportes y procedencias.
Las señales en varios idiomas muestran el acceso a una fila (como las de los bancos o de los mostradores de línea aérea), que da vuelta sobre sí misma para compactar a la multitud y mantenerla encerrada en sus listones de tela. En realidad hay tres filas. Muy bien separadas y diferenciadas. La de los viajeros con pasaporte confiable (que ya hicieron el procedimiento para que les revisen todo lo revisable y que detentan un pasaporte electrónico), la de los pudientes de primera clase, que siempre se alojan bajo los términos Premiere, Priority, Premium, Business como si ya por eso. Por último, como siempre y claro, la más numerosa, la fila de los y las viajantes normales o que mantienen de perfil bajo sus capitales: la clase económica, que conforma el grueso de la fila. Al fondo, las ventanillas de migración.
Hay algo nuevo (aunque lleve ya unos años) en esa fila: diseño, ingeniería conductual. Empezando por el espacio que es amplio, pero con las filas se apretuja y te impide salir, te dificulta cruzarlo saltando las barreras sutiles. El techo de galerón es alto, lo que podría hacerlo fresco, pero el calor humano atosiga, lo que obliga a que la gente contemporice con lo que le ocurre (y la ingeniería conductual recurre a que la gente se ocupe de sus necesidades básicas). El diseño cuenta con “reforzamientos positivos”. Hilos muy finos de aire fresco surgen de ese techo y conforme se avanza en las filas se siente la brisa refrescante. No son chorros que aligeren la situación de una vez por todas y la tornen un ambiente agradable, sino alivios, repentinos, fugaces, en tanto avanzas tras la señora y escuchas la conversación de la pareja estadunidense de mediana edad, que comenta (entre ellos) la situación igual que tú para tus adentros.
Por los altavoces, una voz femenina en francés y en inglés anuncia que debido a estrictas razones de seguridad, la fila de la migración será larga, y que ni modo. Tiempo estimado: una hora. Que piden comprensión. (Es increíble cómo las corporaciones y los gobiernos te piden comprensión todo el tiempo y terminan imponiéndonos lo que se les pega la gana.)
En realidad lo estoy contando mal, porque antes de fijarte en todos los detalles ya descritos, lo primero que atrapa tu atención es una mega-pantalla que por arriba de la multitud nos receta anuncios de perfumes (¿tal vez tengan otra programación a otras horas?).
Natalie Portman nos entrega otra de sus actuaciones en las breves historias que Dior ha decidido que reflejan el espíritu libre de la mujer de clase alta.
Mientras la gente se embebe en tales micro-historias de perfume y rebeldía (por momentos, porque la pantalla es más o menos visible según el ángulo que vayamos teniendo desde nuestro lugar que avanza tan despacito), otras dos mujeres, una rubia y otra mulata, ataviadas con trajes sastres de última moda haute couture (una moda medio sci-fi, un poco aerolínea pero que también sugiere lo militar, muy de desfile de modas, claro, parisino), dan órdenes a la multitud. En directo. Es como un trío, entonces, Natalie Portman en pantalla y ambas capataces en vivo. Dejan pasar a personas selectas que se cuelan, frenan a cualquier posible transgresor o meramente persona sospechosa, le hablan en tono de autoridad y hasta a gritos a los despistados regañándoles bastante fácilmente, y se mueven de un lado a otro pastoreando, literalmente, a esas filas que ansían llegar hasta las ventanillas (hay 10 ventanillas y sólo dos están abiertas, una para la clase pudiente y otra para la económica), para dejar atrás ese agobio generalizado que aplasta el ambiente.
La pareja de estadunidenses tras de mí, comenta, cómo me chocan estas filas de “superioridad”. Son para dejarnos claro que hay tipos de gente, clases de gente. Y que los privilegios pesan, son la prioridad.
Es verdad, pero en esa fila se jugaba más que eso: el control de la multitud implica dejarle claro a la gente que el orden, el modo, el tiempo y el espacio los impone la autoridad y los harán cumplir sus agentes designadas, las mujeres de Air France (más Natalie) que podrán activar cualquier tipo de operativo. La perspectiva fundamental es que la gente no es nada. El Estado, las corporaciones, lo son todo.
Si alguna vez pasaron desapercibidas y discretas las fuerzas policiacas francesas, ahora son omnipresentes.
Cuando en 2005-2007 la gente común de París defendió sus barrios de esta policía, el descrédito de la misma creció exponencialmente por la brutalidad con la que actuaron en los llamados “disturbios de los banlieues”. Luego, con los atentados terroristas, tal vez cierta población media quiere verles con agrado, pero la animadversión de la población parisina —y francesa en general— hacia la policía, se enciende con cada incidente. En febrero, hubo un caso en que cuatro policías violaron a un arrestado, Theo. Desde entonces la gente enfrenta a la policía con pancartas que rezan: “La policía viola”.
Las fuerzas policiales hacen sus relaciones públicas. Están en las plazas, en los parques, a la orilla del Sena, apostados junto a sus vehículos, siempre unos quince de menos, a veces en toda su parafernalia robocop y otras veces en camiseta, conversadores, queriendo dar la imagen de ser chicos triunfadores, afables y tranquilos mientras alguna superioridad no les indique que se denunció o detectó a algún sospechoso, a alguna persona definida como enemiga —y como tal merecedora de instaurar un operativo preventivo o de plano la represión y el acotamiento de la circunstancia de un atardecer en el Barrio Latino.
Hoy, el olvido de una mochila, o el abandono de ésta, pueden desatar un operativo de cierre de calles, órdenes por magnavoces, despliegue y lucimiento de armas largas. Operativos que llegan a durar media hora o hasta dos horas, dependiendo de la gravedad u objetividad de la amenaza.
Lo importante es el control de la multitud. Que se sepa que ellos mandan. Que se entienda que para ellos nadie es inocente.
Hace mucho tiempo no miraba escenas de una represión tan vil, tan envalentonada, salvaje y fanfarrona como la desatada contra la población catalana en todo su territorio, en principio en todos los sitios donde el primero de octubre se llevó a cabo el referéndum para decidir si Cataluña daba los pasos para ser independiente o no. Este referéndum, tiene que entenderse, fue uno donde la gente hizo el esfuerzo colectivo y social de repensarse, con respecto al resto de la población. No era, de ninguna manera, algo inducido por el independentismo —y sobre todo fue lo contrario de algo manipulado.
La gente salió a votar con toda la gana del mundo. Que Rajoy vociferara de parte del gobierno español tan menospreciativa y burlescamente “ya basta de radicalismos y desobediencias”, desató medidas para frenar el voto antes que ocurriera, arrestando a presuntos promotores del voto, quemando boletas, desarmando casillas, yendo a las imprentas a decomisarlas. ¿Suena desmedido? Es una “amplificación”, como se define en teatro: la sobreactuación cuando no se está seguro de que la actuación es legítima y creíble.
Es también una prueba metodológica impecable que demuestra que el voto del referéndum fue un voto libre y más: fue con conciencia de riesgo. Quien votó sabía que podía pasarle algo. Votar en esas circunstancias fue ya un oxímoron si se piensa en las premisas de la sacrosanta democracia representativa.
Y es de una vileza sustancial —y pasará a la historia de la infamia mundial— que la manada de tiras españoles haya arremetido contra la población a jalones, toletazos, patadas, insultos (vociferados y por lo bajo, porque la gente narra que en susurros les decían obscenidades o insultos para intimidarles), más los empellones y tirones de pelo, o incluso brincando varios escalones para caerle encima a una mujer mayor a la que luego sacaron a empujones de la escuela. Y balas de goma, a veces a quemarropa.
Se ha comentado que eso ocurre y peor en los países de América Latina. Sin duda. La defensa territorial entre las comunidades originarias es con frecuencia recibida con una represión sangrienta y calculada.
En este caso llama la atención que no se trató de un incidente. La escalada ocurrió más o menos simultáneamente en más de mil 500 puntos de votación. Es decir, fue un amplio operativo orquestado y pensado no para reprimir (que quiere decir impedir que se cometa una supuesta ilegalidad). Fue orquestado para aplastar, para suprimir, para acabar con los otros, con el otro, en esa idea que pervive de que la omnipresencia de la superioridad debe masacrar, y envilecer, a quienes se supone que se le oponen. El odio manda erradicar al “otro”.
Ese mismo odio lo mira uno entre los militares israelíes criminalizando a cualquier niño o viejo en Palestina. Es el ejercicio del bullying generalizado, santificado (y peor, normalizado), por quienes lo ejercen, que son “las fuerzas del orden”.
Cuando días después salieron a la calle los fachos españolistas a promover “que arda Barcelona” con teas en las manos, uno los mira emulando las muestras de los supremacistas blancos en Charlottesville, en Virginia.
Lo increíble es que el ingenio de la gente sea tan creativo y le dé la vuelta al control de multitudes. En Girona, en la misma Cataluña, la gente tempranito se levantó, organizó la votación casi que al alba y ya para las 12 había completado las actas, contado los votos y no había nadie más para votar. Y fue en ese momento en que la guardia civil llegó a incautar una votación que ya no estaba ahí. Llegó a molestar, a golpear, y arrestar, a una población que ya estaba celebrando con vinos y jereces en la casa.
Ramón Vera
Editor, investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo Ojarasca.