Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Compañera del alma

Diecinueve años después de entrado el siglo XXI tal vez la guitarra sea el instrumento más extendido y popular en el mundo entero. En la calle, hombres y mujeres se sientan en los quicios a tocarla y cantar. Se guitarrea y se canta en las bancas de los parques y escuelas, en torno de una mesa de cantina, como diría algún poeta que mejor ni acordarse, en los trenes de pasajeros de tercera, bajo el balcón de la amada, en los garajes, galerones o gimnasios donde ensayan los grupos, en el interior de los prostíbulos o los templos, en los cafés camineros, en las barriadas más banda o en las fiestas de cumpleaños, en las cocinas y en las camas, en los conciertos de los megaestadios, por la tele y la radio.

Y es que la guitarra entraña una paradoja expansiva. No hay instrumento más a la mano, más fácil de abordar, menos misterioso en su nivel más elemental y superficial, más dúctil y más práctico en su expansión cotidiana. Profundizando, no hay instrumento más endemoniado, más celoso de practicarlo, y con más recovecos que una vieja y astrosa guitarra común y corriente.

La guitarra se popularizó en el siglo XX y se expandió repercutiendo en cientos de géneros musicales. Qué sería del bolero, el son caribeño, la cumbia, el flamenco, la rumba, el blues, el jazz y el rock, el reggae, el ska, el bambuco, el montuno, el vals peruano, las tradiciones laitnoamericanas mestizas o el soukus africano. Cómo desplegar el arrebato de los sones mexicanos. Qué sería de la música del sertón nordestino brasileño tan medieval, de la tradición de baladas celtas. Qué dotación tendría la música fronteriza, el country o el rai eléctrico. ¿Y los fados portugueses? ¿y la chanson francesa? Cuántas rancheras, cuántos corridos rurales de héroes, mujeres en desgracia, bandoleros o narcotraficantes de fin de milenio siguen sonando con una sola guitarra.

Decir guitarra quizá traiciona un poco a las comadres de esta instrumenta, porque tiene muchas y cada variante o evolución paralela sigue dando que decir en los enclaves en los que se usa como extensión más dúctil del cuerpo. Llámese laúd renacentista, ud persa, cítara griega, sitar egipcio, guitern medieval, chitarra, mandolina, jarana, tiple, cuatro, tres, quinta huapanguera, mosquito, slide guitar, vihuela, halam, banjo, kora, balalaika, o simplemente guitarra, lo mismo se rasguea, se puntea, se arpegia y acompaña o glosa lo que alguien canta para entender y sentir un poco más, o simplemente se le enamora tocándola y haciéndola sonar y que su sonido nos toque, nos penetre y nos transforme, que para eso la música se le pegó a los seres humanos.

En realidad metemos en el mismo saco a todos los instrumentos de cuerda punteada o rasgueada porque tienen una evolución antiquísima y paralela, y es obvio que tuvieron puntos de cruce y amalgama en su historia de conformación actual: hay muchísimas líneas de tradición. No deja de inquietar que todos los instrumentos de cuerda mencionados, más los instrumentos de cuerda frotada —que se tocan con arco—, más todas las arpas y hasta el piano, vengan, en última instancia, de un humilde pero maravilloso instrumento que en Brasil se conoce como berimbau, pero que no es más que una de las versiones sobrevivientes del arco ancestral del cazador neolítico: aquel o aquella que descubrió el sonido musical cuando tiraba una flecha. Y como tal vez dicha persona llevaba su calabaza para beber un poco de agua y la tenía atada al arco por práctico que era, descubrió la amplificación al disparar una flecha que resonó en su guaje. Y así, con los milenios transcurridos, el arco creció y se dobló sobre sí mismo y la caja de resonancia aumentó de tamaño, se le agregaron cuerdas al arco original y chin: la guitarra o sus miles de variantes. (Cuando el guaje o la calabaza crecieron y las cuerdas se fijaron como un velamen múltiple por encima, nacio la kora, el arpa, y hasta la familia de los pianos.)

Pero qué con la guitarra común y corriente, esa que hallamos en una peluquería o en un tendajón, colgada en la pared al lado de los calendarios. Esa construida con una gran variedad de maderas, como el palosanto o el paloescrito para la caja o el cedro o el pino para la tapa. El brazo o diapasón de una madera dura para no pandearse por lo que el ébano (en las más finas) se usa con muy buenos resultados. Sus seis cuerdas pueden ser de nylon, o de metal si nos da por el blues, el country o el norteño, o de tripa de animal, como todavía se escuchan por ahí.

Se le puede tocar punteada, planteando armonías o combinando acordes con punteos en bajos y agudos, como en la mayoría de las obras “clásicas”, como en la tradición celta y anglosajona de baladas y música country.

Una de las principales ventajas (y dificultades) de una guitarra es que las notas no están dispuestas en una secuencia única —como en el piano, o como en cualquier instrumento de viento: instrumentos que permiten tocar una nota con una frecuencia determinada sólo una vez. Los instrumentos de cuerda, pero en particular las “guitarras”, así definidas como arbitrariamente lo hemos hecho, disponen sus cuerdas como secuencias simultáneas.

Pongamos un ejemplo. En una guitarra común, de seis cuerdas, con la afinación convencional, cada cuerda es una secuencia de notas a partir de Mi, La, Re, Sol, Si o Mi. Si cada una es una secuencia que se mide a partir de notas diferentes, lo que obtenemos es una matriz, como las tablas de datos. Y en cada casillero del brazo o diapasón, habrá en cada cuerda una nota diferente que se puede conjuntar con otras. Esto define la posibilidad de colocar los dedos en posturas y moverlos en coreografías particulares que corresponden con el diseño armónico de los trastes en su conjunto, de la matriz completa. El brazo de una guitarra es un formulario, un entramado, una cancha compleja.

Esta tablatura nos da también la posibilidad de tocar una misma nota en diferentes cuerdas, pero con texturas distintas, con calidades especiales. Esto hace de la guitarra un instrumento muy expresivo. Debussy dijo alguna vez que la guitarra era un clavecín expresivo. Una nota puede sonar abierta, pulsándola naturalmente sobre una cuerda que no se presiona sobre el brazo del instrumento —y puede seguir vibrando mientras con ambas manos se tocan otras notas, lo que permite crear drones, bajos o agudos continuos que crean una sensación hipnótica por su relación armónica y expansiva con el resto de la melodía o la armonía. Mucho de la música de origen oriental usa este principio hasta extremos de arrebato fantásticos como en el sitar de la India y Pakistán, o como en el ud del Magreb o Persia. Y por herencia también en el blues y ahora en el rock, se usa este principio.

No agota esto las posibilidades de tocar notas en la guitarra. Se les puede dar una textura más pastosa o brillante, dependiendo de la cuerda en particular. (Un La abierto si se toca la quinta cuerda al aire tiene una calidad muy distinta de exactamente ese mismo La tocado al presionar el quinto traste de la sexta cuerda, mucho más dúctil a manipulaciones tímbricas.) También se le puede entonces arrastrar, jalar, pellizcar, golpear, azotar. Las notas en una guitarra se pueden combinar como acorde o arpegio (una armonía tocada en secuencias y figuras) y se pueden simular líneas paralelas que los no iniciados no entendemos cómo se ejecutan “simultáneamente”. Es decir, la guitarra puede, con maestría, bordar varias melodías contrapunteadas, con diseños distintos, al mismo tiempo.

No de gratis Keith Richards ha dicho de Robert Johnson, quizá el blusero que más influyó en su manera de tocar la guitarra a las futuras generaciones: “su técnica le permitía tocar dos flujos distintos y sincrónicos mientras con la voz llevaba un tercero bordando en puntos clave; mellaba las aristas de la melodía para resaltar o quejarse o ironizar o simplemente loquear, haciendo platicar la guitarra con la voz”. 1

Las “guitarras” también se pueden rasguear, como sucede en la mayoría de estilos regionales del son, o en general en la tradición latinoamericana rural. También en el rock y en todas sus derivaciones se rasguea, con infinitas posibilidades armónico-rítmicas. La guitarra es también un instrumento de percusión. Nomás acuérdense de Peter Townshend, o de los rasgueos plenos de swing de alguien como Keith Richards, o los rasgueos más duros pero muy pastosos de todo el Merseybeat sesentero que culminó en John Lennon. O qué decir del rasgueo cerrado, metálico y muy persuasivo del ska, el rock-steady y luego el reggae, ritmos sincpaditos que son la base del típico ritmo tocado en las guitarras de tantos grupos de los noventa.

La idea del requinteo es también algo muy desarrollado. El lujo del blues, y luego del rhythm and blues y por ende el jazz, el rock y todo lo que vino después, generó verdaderos maestros del requinto: de la guitarra como instrumento productor de melodías que fluyen pastosas, ligosas, rasposas, metálicas, plásticas, acuosas, reverberantes, oscuras.

Conscientes o ignorantes de lo que hacían, los guitarreros contemporáneos, principalmente aquellos que se clavaron en el blues y sus derivaciones, o en el flamenco y sus derivaciones, empalmaron con las tradiciones orientales que le dieron siempre un peso particular a la emoción, al arrebato, al hipnotismo, en vez de la arquitectura precisa de las tradiciones europeas del renacimiento para acá.

Las raíces del blues, por ejemplo, comenzaron a remontarse hallando los cauces de la música arábigo andaluza, la música turca, la tradición magrebí, la del oeste de Africa con koras y halams para acompañar las sagas de los cantores-poetas wollof y mandinga. O los modos medievales celtas que también influyeron en el rock contemporáneo. Y Pakistán y la India al fondo, encontrándose hoy correspondencias entre la tradición indi con la tradición celta más antigua. Un ejemplo no guitarrístico de esto lo desarrollo un tiempo la cantante celta-indi Sheila Chandra.

No podemos olvidar a quienes desde el bolero extrajeron de la guitarra florituras como casi niguna tradición en el planeta. Y auqnue con excesos a veces, en otras experimentaron con ese interregno entre la música gitana, el mundo de los fados y ciertas tradiciones arábigo andaluzas y ciertas variantes mestizas de músicas antiguas, presentes en Latinoamérica que, a fin de cuentas afloraron un estilo muy particular, pujante en México, Cuba, Puerto Rico, Dominicana, Perú, Ecuador y a fin de cuentas todo nuestro continente.

En la guitarra quizá uno de los que más profundizó sobre las raíces de lo que tocaba como rockero es Jimmy Page, ex de los Yardbirds y Led Zeppelin. Su trabajo es una síntesis de los elementos de la arquitectura musical de Occidente y una tradición oriental que apenas comenzamos a descubrir. Pero tal trabajo rudo de resumir tradiciones lo iniciaron sin duda los bluseros, y en otra vertiente los guitarreros andaluces. Su idea de forzar las notas al jalar las cuerdas produciendo fracciones de tono —y que le dan tinte, emoción y fundamento al sonido del blues—, no es más que reconocer que la experiencia musical no cabía en las estrictas divisiones y gradaciones musicales de Europa.

Si Robert Johnson pudo encontrar modos de sincronizar líneas melódicas dispares experimentando con las posibilidades técnicas de distintas afinaciones, los bluseros de Chicago, ya bien urbanos, desarrollaron las formas rurales en instrumentos eléctricos, lo que les permitió texturas y efectos todavía más amplios. John Lee Hooker llevó al clímax un elemento central de la tradición blusera rural: ese estira y afloja, ese preguntar con la voz y contestar con la guitarra, ese esquema de canto-respuesta entre hombre cantor y guitarra mujer.

Y después Hendrix, que tortura o acaricia las notas y descubre texturas: arenas sonoras o rayos luminosos. Zappa que le da por las escalas y fluye y fluye y se deja ir, alternando texturas y acordes con ríos de armonías extrañas y ritmos atravesados o truncos, siguiendo el momento, el arrebato, siempre sabiendo dónde va. Johhny Winter y un swing que rebota y salta y se acomoda y camina y da maromas y se coloca, con mucho humor. Jeff Beck como heredero de Buchanan, haciendo hablar la guitarra, para que se le sienta toda la modulación vocal. Richard Thompson tomó el camino difícil de ser versátil: qué espectro tan amplio de emociones y estilos maneja desde los complicados contrapuntos celtas de sus guitarras acústicas a sus guitarras rockanroleras de banda de la calle. También algunos bajistas tienen hallazgos: McCartney, Jaco Pastorius o Jack Bruce hicieron del bajo un instrumento melódico, un verdadero contrapunto con el resto de la instrumentación. Eso es un hallazgo muy importante. Le recuperaron al bajo su posibilidad de moverse y crearon técnicas innovadoras para tocarlo.

Cuántas variantes mueve una guitarra: Django Reinhardt y la sutileza de sus acordes. Los velocistas gimnastas como Al Dimeola. Populares como Eric slow hand Clapton. Ríspidos y banda como Robbie Robertson, de barrio como David Hidalgo, los estileros como McLaughlin. Cuchillos precisos como Mike Blomfield. Sofisticados como Prince o callejeros como Stevie Ray Vaughn. Bizarros y experimentando con armonías modales poco usadas como Marc Ribot. LLenos de recursos y sonoridades, ritmos y contrapuntos como Egberto Gismonti o Ralph Towner. O los genios del clásico: lúcidos en la recuperación de técnicas, en sus transcripciones y correción, emotivos y sensibles como Andrés Segovia o Manuel López Ramos. Gente como De Lucía que materialmente se come el instrumento y que según él mismo decía que tocaba guitarra hasta a la hora del desayuno.

Nombres y nombres, adjetivos que no sustituyen nunca lo que se vuelca, lo que se trasmina al escuchar a tantos y tantos guitarreros.

Por eso la calle, de nuevo, para demostrarnos que la electrificación de la guitarras, su diversificación, empalma en este siglo con la apertura a tantos géneros, estilos, instrumentos y gente que tiene algo qué decir. La guitarra es un símbolo de ese intento. Por eso es tan popular, en todos los sentidos del término. La guitarra es el instrumento más afín al ser humano.

Pero no se puede hablar demasiado de esto. Hay que hacerlo. Uno cree entender a Ry Cooder, otro guitarrista memorable que dice del blues rural de principios de siglo:

Cuando unos tipos tocan así, uno no siente trastes ni seis cuerdas o la longitud de una escala. Están más allá de la construcción y los principios. Tocan las notas porque saben donde están, y las enganchan a esta cosa espiritual que es tocar, al movimiento de una canción. Van más allá de la nota —la nota no es sólo aquí [y señala un traste] porque hay gradaciones de la nota”. “Es como dicen de la música turca —hay 5 mil notas. El gran asunto es liberarse uno de estos trastes idiotas. Hay circunstancias —ninguna frase sale igual. Cuando se necesita un levantón uno jala la nota hacia el agudo. Si se necesita nacer la sensación un poco agria, oscura, se va a uno a los bemoles, jalando. Pero no se piensa. Sólo lo haces.2

Por jugar, sí, por hacer gimnasia tal vez, por volcarte en la religión de la música. Por lucirte, ponle. Pero a mí me resuena lo que dice Keith Richards:

¿Solos? Algunos tipos se la pasan en el ego trip. Esto es lo que subyace a esta cosa de la guitarra más rápida del oeste. Es facilidad técnica, maestría, y eso no encaja mucho con lo que la música busca. Para mí, siempre es mucho más fascinante tocar con otro guitarrista. Es dar y recibir lo que me gusta, más que escuchar la guitarra por sí misma. La fascinación no es lo que haces, es cómo mejoras haciéndolo con otros. Ronnie y yo le llamamos la “antigua forma de tejer”, y armamos un tapiz. 3


Una primerísima de este texto apareció

en la revista Círculo Mix-Up, al final del siglo XX,

con el título de “Un palomazo pa’ la lira”

1Keith Richards: “Robert Johnson” Guitar Player, noviembre, 1992.

2 Ry Cooder: “Go where it’s dangerous and say yes!” Guitar Player, noviembre, 1992.

3 Keith Richards, en “Guitar Gods”, Rolling Stone, abril de 1999, página 76.

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