Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Cenizas

El edificio de bambú. Foto: Ramón Vera Herrera

Su deterioro era tan vasto que el último cigarro que se fumó en la vida lo hizo vomitar y le dio diarrea casi instantánea. Pero sus ganas de fumar habían permanecido a lo largo de años de renunciar a comer de continuo, a beber algo más que café negro percolado, requemado y pleno de azúcar.

Se brincaba varias comidas a la semana y las hijas de su actual matrimonio le tenían que hacer chantaje para que saliera a que le sirvieran en la fonda de las carnitas o en la miscelánea de la vuelta alguna torta que le pareciera apetecible todavía.

Se le había ido el gusto por todo. Se le había ido el sabor, el olor, la voluntad de pararse y limpiar su clóset, tirar las cosas inservibles que se fueron acumulando durante años, y las cosas y objetos, herramientas y dispositivos, navajas y cutters, cámaras fotográficas y altímetros, cables y papeles, papelitos, comprobantes, plumas, cintas métricas, reglas, colores, clips y un cajón lleno de calcetines que la humedad fue apelmazando, maloliendo y aumentando su malestar emocional.

Pienso que hubo un momento hace ya años, meses, horas, minutos que su malestar ya no pudo ser evadido, ya no pudo disuadir su alma para tener una tregua consigo mismo —y sus fantasmas, dice la gente con gran superficialidad. Sus fantasmas, en todo caso, y ése es el asunto de este grito de extrañamiento, no sólo estaban dentro, tenían forma de sillón, de bodega atiborrada de mercadería para una tienda de accesorios fallida, de puerta descompuesta que no te dejaba bañar a gusto en el baño de abajo, de desarreglo en la relación con la CFE que tenía el contundente récord Guinness de un año y medio sin luz, un año y medio teniendo que resolver todo antes de que la casa se oscureciera impidiendo hacer cualquier actividad “normal”, un año y medio sin refrigerar los alimentos que consumían su compañera y las hijas, porque él estaba fuera de sí, o demasiado dentro de él. Su situación se iba agravando, o agudizando, sin que la avalancha pudiera ser detenida.

En ciertas ocasiones cíclicas a lo largo de los últimos cuatro años, su compañera me había contado por teléfono lo extremo de la situación pidiendo auxilio, y la hija de su primer matrimonio y yo habíamos ido en su ayuda al enterarnos de su negativa a pararse de la cama, lavarse los dientes, bañarse, comer, y salir de su cuarto. Los libros se acumulaban sin leer en algunas paredes, ahí nomás amontonados, mientras su única lectura-lápiz-en-mano eran algunos sudokus y crucigramas que constataban que alguna vez se había interesado por el mundo interior de las sociedades occidentales.

Los primeros síntomas de estos episodios más extremos de renunciar al mundo y obsesionarse por tomar en los días sólo café, lo que le recrudecía la prostatitis y la diabetes simultánea que padecía, eran salidas a la calle donde se perdía, y la gente del barrio lo rescataba de situaciones vergonzosas como pedir tacos o helados y pasteles sin tener dinero para pagar, o recuperarlo del piso con la cara y algún brazo ensangrentados por la caída que había sufrido ahora que su equilibrio general era tan precario.

Vecinas y vecinos lo cuidaban y lo reportaban a la familia, y esto no pasaría de ser un episodio simpático, porque él podía ser muy agradable y divertido y dicharachero y hasta encantador con las muchachas, si no fuera porque sus extravíos eran cada vez más evidentes y penosos para él y su familia.

A veces pensamos que su malestar fue una respuesta polivalente a todas las traiciones que la sociedad en la que se movía le habían asestado sin miramientos, y le achacamos a un accidente grave que tuvo en el 89, su irritabilidad, su volatilidad, su falta de voluntad y su retirarse palmo a palmo de su vida pública y sus búsquedas intelectuales, que había fomentado a lo largo de su carrera de biólogo dedicado a la limnología y las ciencias del mar, especializado en el corrimiento de cauces en el sureste, en pleno Istmo de Tehuantepec, Villahermosa y Ciudad del Carmen.

Hoy, lo que hiciera en alguna época de su carrera de investigación habría servido enormidades a los movimientos sociales que defienden el agua y que se defienden del megaproyecto del istmo que está por detonar la fracturación de toda la cintura de México, del Pacífico al Golfo, y su nuevo reordenamiento territorial puesto al servicio de la geopolítica EUA-México en el espacio del Golfo de México, conocido ya en algunos enclaves académicos y militares como “Mediterráneo mexicano”.

En sus momentos de lucidez te narraba sus pesquisas, sus atisbos de lo que ocurría, y sus posibles propuestas para que la gente defendiera sus cauces de las corporaciones.

Pero esas conversaciones eran cada vez más esporádicas. Su charla, estando “alerta”, consistía más bien en refritos del YouTube glosando la vida de las arañas violinistas, la saga de Alexander de Humboldt, el devenir de gigantes rojas y cometas fuera de la Galaxia de Andrómeda. Esto para constatar que también había perdido su pulso de lo político, él que había sido parte del CGH en el 68, y que había testimoniado la represión de estudiantes a manos de los halcones en las cercanías de San Cosme, ese jueves de Corpus de 1971.

Pero cuál es la distancia que media entre un hombre brillante y disciplinado, pleno de vitalidad y sonrisas, y ese otro que se retira (¿hacia adentro de sí mismo?, ¿hacia el exterior de sí al punto de no conectar con la corporeidad y la propiocepción más fundamental de cualquier ser humano?).

Yo ahora tengo sólo interrogantes.

En agosto que murió y lo cremaron y guardaron sus cenizas en una cajita de formica, todo ese universo en expansión que alguna vez fue, quedó agolpada en el espacio de un tabique grande. Y hoy que sus cenizas yacen en el centro de un condominio de bambúes en plena reserva de aves silvestres regresó a contribuir con la vida que encarnan los procesos de un proyecto de recuperación de nichos ecológicos.

¿Cuándo comenzó su muerte? Los sufís dirán que al ser concebido. Pero si atendemos a su proceso histórico como persona y como persona en función de la comunidad a la que se debía, o a la que co-respondía, su abandono paulatino fue una especie de renuncia a su presencia en el mundo, y esa renuncia me pesa sabiendo, como sé, lo crucial que fue en mi vida este espectro, porque me enseñó a leer, y porque con él aprendí a leer vidas e historias en tantos universos —como alguna vez le puse en un libro que hoy me topé de nuevo, embarrado de moho.

Compartí tantos universos con él en el espacio de una escalera con ventanales en 5 pisos y una azotea durante 15 años de mi vida, que me cuestiono, al igual que toda la gente que lo quisimos, qué pudimos haber hecho para que su sino no fuera éste.

Y al final, con sus cenizas en las manos, sabemos que siempre estamos donde tenemos que estar y vivir lo que nos fue llevando, nuestro viaje, y lo que fuimos transformando con nuestras luces de cuidado o derruyendo con nuestros enganches y zozobras. Por eso me quedo en el edificio de bambú donde vive ahora cantando como un gavilán, un “luis” o una oropéndola.

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