Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

Buscar el subjuntivo es un acto político

En su esfuerzo por establecer una soberanía

la política se ve afectada por la maestría del tiempo y el espacio”

Daniel Bensaid: Le Pari mélancolique

Toda minoría reinante necesita adormecer y, si es posible,

matar el sentido del tiempo de aquellos a los que explota,

proponiendo un presente continuo.

Este es el secreto autoritario de todo método de aprisionamiento”

John Berger: G, a novel

Y a qué viniste a México —le preguntamos en el desayuno a Sujanni Reddy, historiadora de Queens cuyo origen está en el sur de la India. Y con una naturalidad implacable, contestó:

A buscar el subjuntivo.

Y tiene razón. En inglés es difícil rastrearlo y tal vez en castellano está en crisis, ahora que lo material se apodera de la imaginación y la vuelve consumista, propensa a la adquisición y no tanto al viaje interior en el tiempo que los modos verbales presuponen y que en el modo subjuntivo permiten expresar con gran sentido de situación temporal dudas, emociones, opiniones, deseos, anhelos o incertidumbre: es decir, coyunturas que no han ocurrido, “procesos que no son un hecho” o que “no son una realidad realizada para el hablante”.

Y si parecieran disquisiciones sin importancia crucial las que aquí se vuelcan (ya Sujanni las indagará a profundidad), en México se ejerce desde los poderes un aplastamiento de la esperanza y la imposición de disposiciones, ordenanzas y persecuciones que hacen imposible muchos ámbitos de la imaginación y la memoria que, invocados por la gente, logran encaminarnos con mucho más certidumbre hacia todo eso que por ser ausencia no está, pero podría estar.

No por nada dicen los manuales de gramática castellana que en nuestro idioma el modo subjuntivo es uno de los tres modos verbales que (junto con indicativo e imperativo) nos permiten expresar con diversos grados de precisión ciertos significados. Si la modalidad no existe, no nos es dable imaginar la posibilidad de que exista y aumenta la dificultad de encontrar sentidos.

Es entonces crucial que ejerzamos las veredas temporales que nos permitan visualizar con mayor grado de entereza y certeza dónde quisiéramos estar. Tendríamos que resistir el aplastamiento de nuestros ámbitos “epistemológico y ontológico”, como bien apuntó Sujanni cuando hablábamos de la importancia política crucial del subjuntivo.

El poder no quiere que imaginemos. Le molesta de sobremanera que ahora los pueblos imaginen que pudieran estar en las boletas electorales mediante una candidata. Sería inaceptable, escandaloso, desmesurado, “fuera de la caja”, como se dice ahora, que los pueblos originarios imaginaran que existe siquiera la posibilidad remota de que eso ocurra.

Al igual que ocurre con el subjuntivo, hoy requerimos abrir las posibilidades, las veredas, los vericuetos, de nuestra imaginación, de nuestras acciones. He ahí el núcleo de la confrontación. El poder busca cerrar, nosotros abrir. El poder busca desterrar, desarraigar, desmadrar (sacar de madre). Busca borrar mientras nosotros anhelamos dibujar. El poder quisiera que se perdieran los modos de imaginar los flujos complejos de nuestra narración, es decir, del sentido que buscamos, y nosotros buscamos el subjuntivo, pero también que se abran las disposiciones y los caminos de la justicia, de nuestra propia actuación y emocionalidad, y a la vez buscar que habitemos de nuevo nuestras vidas —y hasta nuestras muertes— desde nosotros mismos.

Para los manuales el subjuntivo tiene seis distintas conjugaciones. Lo que implica abrirle complejidad a los presentes, a los pasados y a los futuros, que pueden hacerse paralelos (en nuestra subjetividad: ésa que supuestamente es negada por el positivismo).

Quizás Marichuy logre o no logre reunir todas las firmas requeridas por las instancias electorales para entrar en la contienda electoral este año. Hubiera sido un acto de gran justicia que el Estado abriera sus puertas a una contienda más equitativa donde las personas tuviéramos la posibilidad de elegir nuestra forma de gobierno y a las personas que podrían gobernarnos, mediante los mecanismos aparentemente consagrados según las premisas de la democracia”.

Considerar estas posibilidades (abrir nuestro sentido del subjuntivo) nos acerca al conflicto con quienes nos oprimen, pues buscarlo implica abrirle agujeros a nuestra imaginación, dominada ahora por una imaginación industrial (que supone que se puede romper las escalas naturales de los procesos sin que esto tenga consecuencias); por una imaginación consumista que supone que podemos satisfacer nuestros anhelos con sólo tener el suficiente dinero para comprar lo que los poderes están esperando que compremos, porque de este modo es factible que nos tengan más mansitos, menos alertas, menos propensos a negarnos a las vilezas e iniquidades que nos propongan o nos busquen imponer.

En nuestra imaginación, que demuestra con creces que lo material por sí mismo no puede explicar el mundo al que le falten todos esos sitios del tiempo desde donde movilizarnos para habitar nuestro universo de pensamiento, emoción y acciones amalgamadas, hay varias cosas que podemos intentar emprender. Tras ese intento nos aguarda la complejidad, el contrapunto del mundo, que sólo el subjuntivo nos muestra plenamente.

Olvidamos con frecuencia que no hay un solo flujo melódico, sino que puede haber muchos, paralelos, sobrepuestos, y entre todos forman un tramado de tiempos (expresados en ciclos), de eventos, de modulaciones. Otra gran enseñanza, que se desprende de ésta, es que podemos tender un puente entre la historia social de un conglomerado y el tejido musical.

Ya en vena musical, una precisión sumamente importante es que si se atiende sólo a la melodía, comúnmente situada en los agudos, en la parte alta del registro, se pierde el resto fácilmente. En cambio, si prestamos atención a los graves, al bajo, el tejido completo se nos muestra con toda nitidez.

Para aprehender la gama completa de un fenómeno, el espectro más amplio de su expresión, quizá sea buena idea atender a las capas más ignoradas de la población porque a través de ellas tendremos un retrato mucho más completo de un fenómeno, serie o tejido.

El poder no pareciera entender lo anterior, por lo que nuestro alegato pide que reivindiquemos la historia desde abajo. Parafraseando a EP Thompson, la conciencia de un pueblo no es una curva que se eleve o caiga junto con el comportamiento de la clase política, los partidos o para el caso, de una serie de medidas o políticas macroeconómicas; “es la acumulación de toda una vida de experiencias y socialidad, de tradiciones heredadas, de luchas plenas de logros y derrotas. Es este pesado equipaje el que forma su conciencia y fundamenta su conducta cuando maduran las condiciones y llega el momento”. Es decir, si bien sería ridículo minimizar el papel de todas estas condicionantes que corren en las capas altas de la estructura social, no agotan el entendimiento de un fenómeno dado, ni puede tenderse un puente automático entre éstas y el comportamiento social. Es un tramado y este tramado debemos intentar asumirlo y volcarlo lo más completo posible, en toda su complejidad.

Estamos en un momento donde el espejo negro de la oscuridad que tiene tomado el país de nuevo quiere hacernos suponer que el juego electoral nos dirá, de entre la baraja, quien de verdad está calificado o calificada para “gobernar los destinos de nuestra nación”, como les encanta a candidatos y candidatas recetarnos como si de verdad alguien les creyera.

La discusión electoral estuvo sesgada desde el principio de la democracia. Y por más diversidad, pluralidad o apertura que se nos quiera promover (como si fueran ciertas) quienes contienden juegan a sus retóricas torcidas en un juego de espejos que terminan reflejando lo que cada quién piensa de sí mismo (lo que nos restrega una ceguera excedida, por decir lo menos).

Nunca piensan los candidatos más que en gobernar. Hay en ellos eso que podría definirse como un pensamiento ególatra en el que no cabe otra posibilidad, porque son los elegidos. Y siempre terminan haciéndonos creer que son los votos lo que les va a permitir llegar a gobernar como si realmente fueran los instrumentos de su asunción o defenestración política.

Aun si la democracia electoral fuera una parte fundamental del quehacer político y de los nichos o paraguas que abrieran más y más actividad política a todos los niveles, la democracia electoral, el comportamiento y el reacomodo de los partidos políticos no puede abarcar —y mucho menos sustituir, por más que lo intente— lo que realmente sucede en todos los niveles del impulso transformador, reflexivo, de resistencia o meramente defensivo que es parte indispensable del retrato de un pueblo en su historia.

Desde dónde entonces rejuntar las señales indispensables para repensar todo nuestro actual momento con ángulos que busquen pluralidad pero no entreguismo, apertura sin sometimiento.

Porque sin duda no se puede sostener un diálogo con quienes buscan imponernos los términos de la relación, desde los tiempos verbales hasta las reglas de operación básicas de un proyecto. El sesgo principal es entonces ese presente continuo con que buscan aprisionar nuestros impulsos como sociedad, con el que nos hacen prestar atención al cambio de partido en el poder como si éste implicara en sí mismo una transformación en las relaciones entre gobernantes y gobernados, que siguen inamovibles.

Para evaluar si ha ocurrido una transformación, sin embargo, hay que enfatizar algunas cuestiones básicas: una vez adquirido el poder, “una vez llegados a Palacio” ¿ya no media una distancia entre quienes deciden y quienes son afectados por las decisiones? ¿Cuál es el acomodo global de un cambio de partido en el poder para México como Estado? ¿Es México todavía un Estado, en el sentido tradicional del término? ¿Existen impulsos de resistencia regional que no necesariamente obedecen a los cambios correlativos en las esferas del poder? ¿Tienen estos impulsos regionales un anclaje dispuesto en un ciclo más largo, que se relaciona, pero que no está totalmente determinado por la coyuntura electoral? ¿No será que quien busca solamente llegar a Palacio, se vuelve “totalmente Palacio”?

Porque el punto nodal que traba la relación entre gobernantes y gobernados —o la transferencia de soberanía— se haya en la práctica de dislocar en tiempo y en espacio las decisiones que competen a la gente resultando en tal edificio de procesos, que nos es imposible hallarles pertinencia, no se diga cercanía. Una de estas dislocaciones —que se supone otorga sentido al sistema político neoliberal es la “democracia representativa”, ese pacto desresponsabilizado de individuos aislados.

En un discurso tan controlado, es difícil hacerle un hueco a la gestión independiente y de base, porque los medios vuelcan a cada casa la idea totalmente errónea de que votar es sinónimo de gestión conjunta, cuando que, como afirma el doctor Alfredo López Austin, “el individuo dentro del neoliberalismo se deshace, se transforma en número, en cifra estadística, en una credencial, en un voto”.

Por eso es tan refrescante que Marichuy, la vocera del Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que recorre el país para realmente visibilizar y vincular procesos de resistencia, de reconstitución, de renovada expresión, más allá de la mera denuncia, haya podido decir: “No tenemos experiencia y no se ocupa porque no queremos llegar arriba a ocupar la silla presidencial y quitar al que está allí y ponernos nosotros”, como declaró en Hermosillo la médica tradicional de Tuxpan, Jalisco. Ella misma dijo un momento después: “ya hemos dicho que esa silla está maliciada porque todos se pelean por ella”, porque para el CIG lo importante es la construcción social de lo que vaya a ocurrir, no “llegar a Palacio”.

Hace más de un siglo, Henry David Thoreau, desconfiando de la idea de democracia de sus paisanos, decía que:

Todo voto es una especie de apuesta, como en las damas o el backgammon, con un cierto tinte moral; un experimento con el bien y el mal, con cuestiones morales; y como es natural lo acompaña una apuesta. El carácter del votante no se compromete. Lanzo mi voto, acaso, por lo que creo correcto, pero no estoy involucrado vitalmente con que prevalezca. Estoy deseoso de dejárselo a la mayoría. Mi obligación, como tal, nunca excede la conveniencia. Aun el votar por lo correcto es no hacer nada por éste. Es si acaso expresarle a los hombres que debe prevalecer.1

La apuesta que implica el voto queda suspendida por kilómetros de espacio, raudales de minutos. Lo central en el proceso de la democracia no es el asunto de la opinión, consulta o voto, mientras los procesos los ejerzan otros. Ejercer los procesos que nos incumben es ser sujetos de nuestra propia historia.

John Berger lo pone en términos semejantes cuando afirma: “La democracia es una demanda política. Pero es algo más. Es una demanda moral por establecer derechos […] por decidir bajo qué criterios se dice que una acción es buena o mala. La democracia nació del principio de conciencia. No, como el libre mercado nos ha hecho creer, del principio de opción que —si fuera sólo un principio así— sería uno relativamente trivial.”2

Cómo hacer coincidir entonces la idea de la representación política con la pertinencia de recuperar —en formatos más pequeños— un ejercicio de los procesos que nos incumben. Mientras el representante permanezca cercano a sus representados podrían articularse esfuerzos, como es el caso de la vocera de un cuerpo de gobierno como el CIG, que además, a su vez, guarda relación con las regiones.

Pero en el caso de senadores y diputados de partidos ya muy hechos a constituirse como clase política aparte, el profesionalizarse los aparta de todo.

Que entren al ámbito del Congreso los secuestra de su electorado y los hace decidir —a la distancia— asuntos cuyas soluciones no son contingentes a los problemas que entrañan. Siendo profesionales que cobran grandes sumas, esta distancia con la base aumenta. Sustituyen así el esfuerzo ciudadano y de organización a nivel comunitario, barrial o laboral y pierden piso por ganar presencia en los círculos del poder, lo que supuestamente los hace más útiles pero ajenos. Terminan por obedecer la lógica de los congresistas y de la clase política —una lógica de dislocación— y no a la lógica de quienes debían ejercer sus demandas.

En el Foro de Democracia y Justicia de los Diálogos de Paz de San Andrés hace ya más de veinte años se dijo:

Reclamamos el derecho a ser actores fundamentales de las decisiones que afectan nuestras vidas, por lo que acordamos impulsar un Estado distinto que corresponda a nuestra idea de justicia, dignidad y prosperidad a partir de una participación no corporativa. El pacto social significa un reordenamiento de toda la vida pública y no sólo una alternancia en el poder. Este nuevo pacto entre lo

 

s distintos actores sociales ha de plantearse y tejerse, ir articulando las diferentes voces, recoger las propias expresiones políticas y abrir espacios, de lo local y regional a lo nacional.

* Un pacto social finca las atribuciones y el ejercicio del poder de los sujetos del pacto y define las que tendrá el Estado. Nosotros exigimos que se haga efectivo el mandar obedeciendo: queremos un gobierno de verdaderos servidores de la sociedad y no uno que decida por el resto. ”

* Hay que reconocer e impulsar que la democracia no se reduce a lo electoral ni a las decisiones emanadas de asambleas en la democracia directa: es también la participación activa de la población en el diseño, gestión y seguimiento de las políticas públicas.

* Hay que abrir espacios de decisión, en todos los niveles, en los que la población participe activa y permanentemente: estos espacios van desde el ámbito de las políticas macroeconómicas, pasa por el diseño y participación en proyectos, programas, asignación y administración de presupuestos, libertad de asociación y autonomía gremial, autogobiernos comunitarios y la potestad de ejercer formas propias de organización. La instrumentación de proyectos propios, sean económicos, de servicios, educación, salud, desarrollo de conocimiento propio y el ejercicio de medios de comunicación independientes; debe no sólo ser potestad de colectividades de acuerdo a sus propios procesos, sino recibir facilidades y recursos para su ejercicio y continuidad.

* El nuevo pacto social deberá reconocer el pluralismo en las formas particulares de impartir justicia y organizarse. Como tal, debe reconocer el pluralismo jurídico y los derechos humanos no sólo individuales sino también colectivos de los pueblos indígenas y los derechos comunales.

* Reconociendo la composición plural del país, se propone que el Estado mexicano se reconforme hacia un régimen que permita y propicie la autonomía de los pueblos indios en los niveles, comunal, municipal y regional.

* Reconocemos que concretar la autonomía de los pueblos indios es el establecimiento de las condiciones fundamentales que abrirán paso a un cambio democrático en otros sectores de la población y posibilitará la construcción de nuevas leyes no coercitivas sino leyes que garanticen más espacio de decisión y participación”.3

Ni siquiera tengo la pretensión de reeditar estas propuestas en esta coyuntura, sino recordar nuestras posibilidades de imaginar un futuro distinto, como sociedad, si nos atrevemos a llegar a los lugares de nuestra imaginación que los poderes fácticos nos quieren cerrar con persecuciones y disposiciones, normativas, deshabilitación y represiones.

Buscar el subjuntivo es indagar dentro de nuestros corredores mentales y emocionales, todo lo que podemos ser como personas, colectivos y comunidades. Eso somos. Ojalá y lo sepamos.

1 Henry David Thoreau: On the duty of civil disobedience. (1848). Collier Books, Nueva York, 1962, página 240.

2 John Berger: “The soul and the operator”, en Keeping a rendez vous, Vintage Books, Nueva York, 1991

3 Propuestas de la mesa Nuevo Pacto Social en el Foro por la Reforma del Estado, San Cristóbal de las Casas, Chiapas, julio de 1996.

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