Cotidianidades

Leonel Rivero

El enojo presidencial

En la conferencia matutina del pasado 24 de marzo, ante el cuestionamiento sobre la “primera ejecución extrajudicial que durante su mandato ha perpetrado por el Ejército mexicano”, el presidente Andrés Manuel López Obrador, entre otras cosas, afirmó: […] En los gobiernos anteriores, se permitieron las masacres y los defensores de derechos humanos de la sociedad civil o de la llamada sociedad civil, lo que antes se conocía como pueblo, se quedaron callados ante las masacres; incluso, los organismos de la ONU defensores de derechos humanos, de la OEA, y ahora lo que les urge es tener pretextos o excusas para señalar que somos iguales y eso no, no, no […].

En su airada respuesta, le asiste la razón al primer mandatario, cuando afirma que los defensores de la sociedad civil callaron –fueron cómplices del Estado- ante las masacres perpetradas. Sin embargo, la aserción del presidente requiere la identificación de los defensores (personas u organizaciones) que mostraron una clara complicidad con el Estado, porque fue una minoría rapaz la que supo aprovechar su posición privilegiada para lucrar con la defensa de los derechos humanos.

Es evidente que organizaciones como Alto al Secuestro, encabezada por Isabel Miranda de Wallace y México Unido Contra la Delincuencia presidida por María Elena Morera, no sólo callaron ante las graves violaciones a los derechos humanos perpetrados en los sexenios de Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto, sino también gozaron de prebendas por su complicidad con el poder.

A Isabel Miranda de Wallace, además de gozar del derecho de picaporte en las Fiscalías de Justicia (a muchas de las cuales les prestaba servicios de consultoría), le fue concedido el Premio Nacional de Derechos Humanos en el sexenio de Calderón Hinojosa. En el caso de María Elena Morera fue público el vínculo de amistad que sostuvo con el entonces Secretario de Seguridad Pública Genaro García Luna, quien le proporcionó recursos públicos para la promoción de la cultura de legalidad y además incorporó a uno de sus hijos al servicio público.

Sin embargo, el presidente se equivoca al generalizar la actuación de los defensores de derechos humanos como cómplices del poder. Es innegable que el trabajo desarrollado por infinidad de organizaciones defensoras de derechos humanos y activistas fue determinante para visibilizar que, en México, la desaparición forzada; las ejecuciones extrajudiciales; las detenciones arbitrarias; la tortura; el control territorial del crimen organizado y la simbiosis policía-delincuente eran una situación cotidiana que muchas veces contaba con la aquiescencia del poder. Muchas organizaciones y defensores de derechos humanos padecieron el acoso y las agresiones del poder y de los grupos de la delincuencia organizada. Los asesinatos, amenazas y todo tipo de ataques fue una constante, y mientras una minoría era recompensada por su complicidad, la gran mayoría padeció los embates de las autoridades de los tres niveles de gobierno. 

El enojo presidencial tiene su origen en su poca tolerancia a la crítica. Al primer mandatario le irrita que los defensores de derechos humanos sigan señalando la crisis de inseguridad que persiste en varias regiones del país; la corrupción in crescendo de un segmento de la nueva clase política; la discriminación hacia los grupos más vulnerables de la sociedad, etcétera.

La violencia contra la mujer ha generado confrontaciones con organizaciones feministas, quienes le han recriminado el incumplimiento de su gobierno de proteger, respetar y garantizar los derechos de las mujeres.

La defensa del territorio y los recursos naturales de los pueblos y comunidades indígenas ha colisionado con el proyecto presidencial del Tren Maya. La imposición de los megaproyectos, bajo el discurso del desarrollo, ha pretendido avasallar los derechos de los pueblos y comunidades indígenas, en ese sentido en nada se distingue de sus antecesores.

El presidente debe tener claro el importante papel que juega la inmensa mayoría de los defensores de los derechos humanos, y que no todos han sido cómplices del poder. López Obrador debe entender que la estigmatización social de los defensores puede generar efectos adversos para su gobierno, no sólo en términos de imagen exterior, también a nivel interno. Su abierto rechazo hacia el trabajo de los defensores de derechos humanos puede generar las condiciones para que los poderes fácticos (caciques, delincuencia organizada y funcionarios públicos) atenten contra la integridad y la vida de los defensores de derechos humanos. No considero que el presidente aliente las agresiones, sino que su discurso puede ser el ardid para iniciar una ofensiva en contra de la labor desarrollada por los defensores de derechos humanos.

COMPORTAMIENTO JUDICIAL

El enojo presidencial en los últimos días se hizo extensivo contra el Poder Judicial de la Federación. La confrontación entre el actual titular del Poder Ejecutivo y el Poder Judicial es de larga data; el recelo del primero sobre la actuación del segundo y la visión de que éste es un órgano conservador, los ha confrontado infinidad de ocasiones a lo largo del sexenio.

El primer enfrentamiento fue por la pretensión presidencial de poner un tope a los altos salarios y otros privilegios que devengan, secretarios, jueces, magistrados y ministros, cuyos altísimos ingresos en un país como México, resultan ofensivos.

La última confrontación está vinculada con las suspensiones definitivas que jueces federales han concedido a comunidades indígenas del sureste mexicano que reclaman la violación del derecho a la consulta en las obras relacionadas con el Tren Maya; y las decenas de suspensiones definitivas que los Jueces de Distrito en Materia Administrativa Especializado en Competencia Económica, Radiodifusión y Telecomunicaciones han concedido a las empresas que impugnaron la inconstitucionalidad de la Reforma Energética.

Las decisiones jurisdiccionales emitidas son cautelares (suspensión definitiva del acto reclamado) para preservar la materia del litigio, es decir, no resuelven si las autoridades violaron el derecho a la consulta o si la reforma a diversos artículos de la Carta magna y leyes secundarias fue inconstitucional. Sin embargo, las determinaciones han paralizado (parcialmente) algunas obras del Tren Maya e impedido que las disposiciones legales de la Reforma Eléctrica entren en vigor, lo cual sin duda representa un grave obstáculo para las pretensiones presidenciales de imponer a toda costa sus proyectos de desarrollo y las reformas constitucionales.

La coyuntura que se presenta puede determinar un hito en la relación entre Poder Ejecutivo y Poder Judicial, y dar paso a un verdadero equilibro de poderes. Para que esto acontezca no sólo se necesita un presidente que respete las decisiones judiciales, sino también un poder judicial que deje de escudarse en el recurrente formalismo legalista que sirve como justificación para ocultar la falta de preparación y/o actualización de muchos juzgadores. Se requiere de un Poder Judicial de la Federación que asuma con seriedad y responsabilidad su tarea de órgano de control de constitucional.

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