Cotidianidades

Leonel Rivero

Cortes Supremas, su influencia en una sociedad democrática

En las democracias, las Cortes Supremas no sólo son garantes del imperio de la ley a través de los controles concentrado y difuso –constitucionalidad y convencionalidad- de los actos de autoridad y de particulares que ejercen actos equiparables a los de aquéllas.

A través de sus sentencias, las Cortes Supremas pueden generar cambios o determinar la creación de políticas públicas que protejan derechos esenciales -libertad de expresión, participación política, acceso a la justicia, salud, educación, alimentación, vivienda, medio ambiente, etc.-, tal y como lo han efectuado la Corte Argentina (caso Riachuelo) y la Corte Sudafricana (Caso Grootboom), entre otras.

Las Cortes Supremas también pueden incidir en el control social activo orientado a la implantación de metas y valores que deben prevalecer en una democracia contemporánea. Por medio de sus resoluciones los tribunales constitucionales pueden realizar un llamado de atención a las autoridades o a la sociedad sobre una determinada situación que prevalezca en el Estado, como recientemente lo hizo la Corte Suprema de Colombia al emitir su segunda sentencia relacionada con el caso del jefe paramilitar Salvatore Mancuso.

En su sentencia, los magistrados de la Corte Suprema colombiana, no sólo describieron las conductas penales del jefe paramilitar Salvatore Mancuso, también se dieron a la tarea de realizar una profunda reflexión sobre la responsabilidad de todos los colombianos en la guerra.

Los magistrados en su fallo expresan: “Jamás aplicamos eso que a veces resulta más efectivo que la sanción penal: el control social, dado que antes que rechazar al agresor o a quien lo auxiliaba permitimos que hicieran vida social, sin reprocharles, sin excluirlos, sin señalarlos”.

Los integrantes de la Corte, reconocen su corresponsabilidad en la crisis colombiana al sostener “…todos somos culpables del paramilitarismo ya que por miedo, por complacencia, por intereses de integrantes de la sociedad civil, la violencia logró hacer estragos en todo el país”  “Va siendo hora de que en aras de lograr una catarsis, un olvidar un comenzar de ceros, todos hagamos un verdadero acto de contrición.”

La Corte en su resolución se da a la tarea de reconstruir el fenómeno  del  paramilitarismo y afirma que integrantes de la sociedad civil cohonestaron y patrocinaron la acción violenta y sangrienta de los grupos paramilitares, señalando: “la delincuencia no hubiese logrado sus metas de no haber contado con el silencio cobarde o pagado, la ayuda obligada, comprada o producto de la simpatía, de integrantes del conglomerado social, como algunos policías, algunos militares, algunos servidores públicos de los niveles local, municipal, departamental o nacional, algunos jueces, algunos legisladores, algunos comerciantes, algunos ganaderos, en fin, algunos ciudadanos”.

Más allá del paradigma establecido en la sentencia, no debe soslayarse que diversas organizaciones defensoras de derechos humanos y de víctimas de la violencia de los grupos paramilitares, expresaron su disgusto al considerar que la Corte debió llegar más lejos, señalando claramente los nombres de los servidores públicos, legisladores, jueces y militares que fueron cómplices por acción u omisión de las operaciones paramilitares.

Sin restarle valor a los reproches, es evidente que la Corte colombiana al introducir en sus sentencias el análisis crítico del contexto que generó la causa sobre la cual jurídicamente se pronunció, asumió un papel relevante dentro la sociedad, al determinar no sólo la responsabilidad penal del jefe paramilitar sino también hasta donde los integrantes del conglomerado social –por miedo, por complacencia o por intereses económicos y/o políticos- habían permitido el crecimiento exponencial del paramilitarismo y sus secuelas sangrientas.

La sentencia de la Corte Suprema colombiana ineludiblemente nos confronta con la situación que actualmente vivimos en nuestro país –narcotráfico, desapariciones, inseguridad, corrupción, impunidad- y debe llevarnos a reflexionar:

¿Hasta qué punto estamos dispuestos a seguir tolerando la degradación social?

¿En qué país los cuerpos policiacos, elementos castrenses o grupos que actúan con la aquiescencia del poder, impunemente pueden llevar a cabo desapariciones forzadas o asesinatos con la total certeza de que difícilmente serán castigados?

¿En qué país infinidad de servidores públicos -presidentes, gobernadores, legisladores, jueces etcétera-, pueden amasar grandes fortunas a costa del erario público, la corrupción o el narcotráfico, con la total certeza que difícilmente serán sancionados?

¿En qué país algunos dirigentes sindicales o campesinos pueden enriquecerse al amparo de la representación vitalicia?

¿En qué país el narcotráfico puede colapsar la segunda y tercera ciudades más importantes -Monterrey y Guadalajara- evidenciando la existencia de un Estado fallido?

¿En qué país un grupo de sujetos sin la menor preocupación pueden allanar el espacio de trabajo de una admirable periodista y mostrar su rostro a las cámaras de seguridad, con la impunidad que les garantiza el poder institucional o fáctico?

¿Por temor, complacencia o intereses creados, muchos ciudadanos seguirán mirando hacia otro lado, mientras sus vecinos, compañeros de trabajo o transeúntes son desaparecidos, asesinados?

Es difícil negar que nuestro país está pasando por una de las etapas más oscuras de su historia, la impunidad, la corrupción y el narcotráfico han sentado las bases de un Estado mafioso, la simbiosis autoridades/crimen organizado es más evidente que nunca.

¿Llegará el día en que los actuales ministros que integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación sigan el ejemplos de sus pares colombianos?. La falta de casos no puede ser un pretexto, los usuarios cotidianos del sistema de administración de justicia, sabemos que la Corte tiene en sus manos la resolución de varios asuntos relacionados con narcotráfico, desaparición, corrupción, impunidad, etcétera.

Sin embargo, difícilmente la actual integración de la Corte puede producir una sentencia similar a la emitida por su par colombiana, pero tengo la certeza que existen magistrados y jueces de Distrito con la capacidad y convicción de replicar el ejemplo de la Corte colombiana.

COMPORTAMIENTO JUDICIAL.

La presión social fue determinante para que renunciara a su cargo el magistrado Juan Manuel Sánchez Macías, adscrito a la Sala Regional de Xalapa del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, quien fue duramente criticado por expresar públicamente opiniones que fueron consideradas soeces sobre las capacidades y cualidades de una mujer para ocupar cargos públicos.

Lamentablemente no sucedió lo mismo con los senadores del Partido de la Revolución Democrática Luis Sánchez y Fernando Mayans, quienes en plena discusión de la Ley General  contra la Trata de Personas emitieron una serie de comentarios  que expresan el menosprecio hacia las víctimas de un delito que lacera a la sociedad.

Tampoco con el secretario de Desarrollo Social, Luis Enrique Miranda Nava, quien  en plena comparecencia insultó con calificativos misóginos  a la diputada Araceli Damián.

Los incidentes en los que se vieron involucrados el magistrado, los senadores y el secretario de Estado, nuevamente coloca el debate sobre las opiniones discriminatorias que de forma pública o privada exponen servidores o figuras públicas.

Desde el punto de vista jurídico, la opinión discriminatoria carece de atenuante cuando es proferida públicamente, en cambio cuando se expresa de forma privada y es obtenida sin el consentimiento de la persona que emite la locución, su difusión pública puede considerarse ilegal.

¿Acaso las expresiones proferidas por el magistrado Juan Manuel Sánchez Macías, los senadores Luis Sánchez y Fernando Mayans y el secretario Miranda Nava en contraste con las expresiones privadas emitidas por el presidente del Instituto Nacional Electoral Lorenzo Córdova u otros personajes públicos, no tienen el mismo sesgo discriminatorio? ¿jurídica y éticamente es válido atenuar la responsabilidad?

No sólo se trata de establecer el grado de responsabilidad administrativa o ética que recae en el funcionario o la figura pública que emite la opinión, sino dejar en claro que las expresiones  finalmente reflejan la forma de pensamiento de quien la pronuncia. Esta situación en sí misma sería suficiente para que el servidor público se separe de su cargo o para que la figura pública por razones éticas y de congruencia se involucre en temas sobre los cuales expresó conceptos discriminatorios.

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