Yo soy Montaña
“Cuando somos recién nacidas o nacidos, nos hacen un ritual en el temazcal. Ahí se reza por nuestro futuro. Si es un niño, tienen que representarlo el arco y la flecha pero, si una es mujer, se tiene que hacer mediante un telar de cintura, con sus herramientas del telar. Simboliza que las mujeres serán tejedoras y los hombres cazadores”, recuerda Maurilia. Ella es la mujer que nos acompaña hoy y nos cuenta un poco de su historia, sus memorias y sus sueños mediante esta columna.
Este ritual del que nos habla Maurilia es un ritual de la tradición ñuu savi (pueblo de la lluvia) a través del cual se agradece y se pide protección para que no enferme la parturienta. Se le tiene que rezar al temazcal: se ponen ofrendas y se da de comer a los guardianes que rodean y a la abuela que lo cuida. Se buscan zacates en el monte para tejer con ellos unas pequeñas sillas dirigidas a los espíritus y las deidades. Cuando todo está listo, empieza el rezo y, al final, todo lo que fue usado para llevar a cabo la ritualidad, conocida como “Tyikoo i’in” en nuestra lengua de la lluvia, lo van a dejar a donde nace el agua, en un ojo de agua, como se le conoce comúnmente.
Maurilia nos comparte que le gusta bordar “porque es la herencia de nuestras abuelas. No debemos dejarlo, ni abandonarlo. Cuando yo bordo pienso en mi mamá, en su historia, y en lo fuerte que ha sido. Ella me dijo ‘borda para que cuando se necesite sepas hacer tu huipil. Vas a llegar a necesitar saber hacerlo’, es lo que mi mamá me contó. ‘A lo mejor te puede ayudar en algo o servir algún día en la vida, por eso tienes que aprender… Te enseño hoy yo porque mi mamá me lo enseñó a mi antes’”, le dijo un día su propia mamá a Maurilia.
Cuando la vemos bordar, la vemos transportarse a otro mundo. Ella se siente afortunada de continuar con esa tradición, y actualmente representa una de sus principales ingresos, lo que le proporciona cierta autonomía económica como mujer ñuu savi en la región. En su propia región, donde muchas y muchos son los que tienen que migrar para encontrar trabajo.
Cuando le preguntamos cómo fue que llegó a la capital regional (un pulmón económico de concreto, ubicado en la parte baja de la Montaña de Guerrero), ella levanta la cabeza, mira a su alrededor y detiene su respiración por unos segundos.
“Me vine a Tlapa desde los 11 años. Aquí, mi mamá me dijo que viniera, porque nadie de mi familia habla español. Mis hermanas no pudieron terminar la primaria y se tuvieron que casar”, nos cuenta Maurilia. “Yo quería estudiar, ayudar a mis papás, a mi familia, también ayudar a mi pueblo…No vivir lo que estaba viviendo mi hermana mayor que la golpeaban en su casa”.
“Pensaba desde chiquita, cuando íbamos a Chihuahua a trabajar en los campos con mis papás, que sufrían porque ellos no hablan español, no entienden. A veces los regañaban, como no entienden español, a veces les hablaban pero no entendían. Ni para comprar algo, no sabían cómo hacer pues…”
No es casualidad lo que nos cuenta Maurilia. Tampoco es un caso aislado. Porque sabemos bien el contexto en el que viven los pueblos: cada vez que salen de su territorio, es una situación de desventaja, desigualdad y racismo profundamente arraigado en esta sociedad “mexicana”. Exalta el pasado glorioso de antiguas civilizaciones de las cuales quedan solo pirámides, folclor, pero rechaza a los indígenas de carne y hueso, los del ahora, con sus rostros, sus historias, sus problemas. Con sus cuerpos cuestionan la narrativa nacional. Y también la cuestionan viviendo del otro lado de la tremenda brecha de desigualdad, por la que cotidianamente tienen que aventurarse para acceder a los derechos humanos básicos. No nos inventemos cuentos: el juego está amañado y también ésta famosa narrativa nacional. Nosotras queremos contar otra historia.
“Cuando llegues a la capital regional habrá una casa hogar, le contó su tío a Maurilia. Allá te pueden apoyar, nomás te ayudaremos con lo de la escuela. Y me vinieron a dejar allí. Pensé ahora que estoy aquí sufriendo, comiendo cosas que a veces están malpasadas, me aguanto porque solo así voy a poder acabar la escuela. Y seguí estudiando. Me gustaba otra carrera, pero no pude pasar el examen de la que yo quería.” Así que al final optó por una licenciatura en educación comunitaria, en vez del campo de la salud.
Los deseos de estudiar, de algún modo, no son suficientes. Muchas veces, como mujeres indígenas, nos enfrentamos al racismo institucional, de una educación que mide los “conocimientos “ desde un estándar igual en todo el país. No se considera el contexto rural en el que muchas veces crecimos, las condiciones en que se desplazan los saberes locales, el choque cultural de ser forzadas a hablar español, pensar en español y vivir en una sociedad que nos excluye si no lo hacemos. Para nosotras el juego es doblemente amañado: primero como mujeres y luego como indígenas. Estamos hartas de este racismo, de esta desigualdad estructural que atraviesa y carcome nuestras vidas, pero ante ello, resistimos y somos guardianas que protegemos la vida de nuestras familias.
Desde las cómodas oficinas de las urbes, no se mira, no ven que en muchos lugares no hay suficientes maestros. O que los libros de textos se han construido desde una mirada colonial, racista, patriarcal, con poca consideración por nuestros saberes. O miles de cosas más. Por ejemplo, no es que no queramos aprender. Pero para aprender, hay que sentirse respetadas y ser reconocidos. Los saberes tradicionales que tenemos como pueblos constituyen otra sabiduría. Y esta sabiduría tiene que contar con el mismo valor. Es en este contexto que mujeres como Maurilia, que ya hicieron mucho por llegar a la cabecera municipal, para “aguantar estudiar” (¡porque no hay otra palabra!) siguen alejándose de su pueblo y de su cultura para intentar mejorar las cosas para su pueblo y para su cultura.
Lo menos que podemos hacer es tratar de enderezar la balanza. Hay que leer otras historias aparte de la oficial, aprender a escribir otras narrativas donde todas quepamos. Tenemos una tarea: se tiene que visibilizar el racismo naturalizado y la herencia colonial. Acaba de pasar el 15 de septiembre, y este traje nacionalista ¡ya le está quedando muy apretado a éste país!
Edith Herrera
Mujer ñuu savi (gente lluvia) originaria de la Montaña alta de Guerrero. En los últimos 15
años ha trabajado en diversos procesos organizativos locales así como en colectivos de
mujeres y juventudes para la promoción de los derechos de los pueblos indígenas y la
construcción de la autonomía de la vida, a partir de saberes y conocimientos milenarios en
torno a la salud, al territorio y alimentación tradicional. Actualmente es coordinadora del Espacio Cultural Educativo “TIKOSÓ”.
Muy interesante el articulo, me interesó mucho, yo soy zapoteco de la Sierra Juárez de Oaxaca, he escrito unos libros sobre la vida comunitaria, me gustaría compartírselo., gracias por compartir