Tormentas y esperanzas

Eduardo J. Almeida

Un año y 600 millones de litros

De vez en cuando, los gobiernos del mundo logran ver la devastación que provocan o la provocada por quienes patrocinan sus carreras políticas. Lo normal, lo que haría alguien mínimamente honesto, sería frenar la devastación, pedir disculpas y tratar de remediar la situación. Seguramente están pensando “cuánta ingenuidad”, pues sí, tienen razón, porque claramente lo normal es que si los gobiernos milagrosamente se dan cuenta de las consecuencias de sus atrocidades, es decir, cuando la catástrofe les estalla en al cara, entonces se reúnen con toda solemnidad en la Asamblea General de Naciones Unidas y proclaman un día para recordar la importancia de eso que destruyen, le endosan la culpa a toda la humanidad y un rato después siguen con la devastación con una narrativa nueva. El 22 de marzo es uno de esos días, el “Día Mundial del Agua”.

El 22 de marzo de este año los Pueblos Unidos de la región cholulteca celebraron haber logrado rescatar 599.198.600 litros de agua que habrían sido secuestrados, embotellados y vendidos para beneficiar a los accionistas de Danone si hace un año las comunidades no hubieran cerrado las operaciones de la planta embotelladora Bonafont. Casi 600 millones de litros de agua que lograron correr libres por los mantos subterraneos de la región de los volcanes. Frente al lugar en el que se conmemoraba un año de ésta batalla de la lucha diaria y Mundial del Agua estaba el Altepelmecalli convertido nuevamente en las ruinas de Bonafont-Danone. Adentro y en los techos de la planta estaban unos guardias extraños, ataviados con equipo antimotines, sin leyendas o distintivos de alguna corporación o de alguna empresa de seguridad, pero con escudos en los que se leía claramente la palabra “POLICÍA” grabando a quienes participaban en el evento organizado por las comunidades cholultecas. Al parecer en Puebla hoy también era la presentación pública de un grupo parapolicial.

La imagen que presentaban esos espacios separados por la carretera federal Puebla-México podía por sí sola explicar la política mexicana de desarrollo, esa que forma parte de una guerra mundial, no la tercera o “fria” que Putin, Biden y sus acólitos tratan de reeditar y agudizar en Ucrania, sino la cuarta como dirían los zapatistas, la del neoliberalismo contra la humanidad.

De un lado de la carretera, digamos el lado izquierdo, sobre un campo azotado por un viento polvoso y seco de esos que amenazan con sequía estaban representantes de pueblos y comunidades que están siendo sistemáticamente agredidos por quienes ven en sus territorios y en su destrucción el potencial de saqueo que pueda mejorar las cifras de su informe trimestral o la inauguración de alguna megaobra bananera que rescate su futuro electoral. Ahí estaban nahuas, otomies, mazatecos y otras, otros, otroas de otras etnias del territorio mexicano, así como indígenas provenientes de Slumil K’ajxemk’op (sí, esa que sus nativos llaman Europa), compartiendo y escuchando viejos dolores desde nuevas voces. En una esquina de ese campo las niñas y niños, y quienes seguramente lo son de corazón, convertían la furia del viento en un vuelo de papalotes.

Del otro lado de la carretera, digamos del lado derecho, el pavimento se convertía en una reja que se elevaba hasta llegar a un alambre de púas que anunciaba que cualquiera que pensara en cruzarla sería desgarrado. Detrás de esa primera reja se lograban entrever las botas que corrían agresivas y nerviosas y perros (cuadrúpedos) que alentados por sus amos ladraban con agresividad. Después de la reja y ese foso de bestias se levantaba una segunda muralla sobre la que estaban más guardias o para-policías bajo el sol abrazador, con múltiples capas de equipo, chalecos antibalas, cascos con visores y cámaras y esforzándose por verse fuertes e intimidatorios para complacer a sus amos. Para su infortunio lo que lograron es que del otro lado alguien de los Pueblos Unidos dijera “pobres, ha de estar cabrón el calor con todo eso que traen encima”. La imagen que lograban proyectar era la de un gobierno prepotente y temeroso de hacer evidente su protección a una empresa hostil a las comunidades que la rodean.

La tragedia del contraste entre las imágenes era que el Estado Mexicano parecía comprometido a usar tácticas agresivas y engaños para proteger los intereses de un pequeño grupo de empresarios mexicanos y otro tanto de accionistas extranjeros, para reanudar y sostener la agresión en contra de las poblaciones que desprecia y considera desechables dentro del triage social de su lógica de desarrollo Pero la tragedia es aún mayor cuando esas poblaciones, esas comunidades y pueblos quienes están luchando por sostener las posibilidades de supervivencia humana en el planeta frente a la lógica autodestructiva, suicida de quienes desde el Estado y del Mercado los agreden.

Algo que la ONU probablemente no pensó en 1992 es que ese día mundial del agua adquiriría un nuevo significado para aquellos que no ven el agua como una abstracción retórica dentro de eso que llaman “desarrollo sostenible”, como un commodity del mercado de futuros de Wall Street o una curiosidad que hay que buscar en Marte, sino que la entienden como parte sustancial de la vida de éste planeta y de quienes aquí vivimos. No imaginaron que podría convertirse en un día de rebeldía en contra de quienes negocian y comercian con la vida. Hoy los Pueblos Unidos celebraron haber logrado rescatar casi 600 millones de litros de agua, pero no como una victoria sobre otras, otros u otroas, sino como el continuo de una lucha cotidiana por arrebatarle una gota de vida a quienes se empeñan en hacer de la destrucción y la muerte su negocio.

Tamara San Miguel y Eduardo J. Almeida

Tamara San Miguel y Eduardo J. Almeida tratan de acompañar y tejer caminos entre luchas. Son integrantes del Nodo de Derechos Humanos, del proyecto Etćetera Errante y Adherentes a la Sexta Delcaración de la Selva Lacandona.

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