Tormentas y esperanzas

Eduardo J. Almeida

En México, ¿derechos o favores?

El Examen Periódico Universal que realiza la ONU tiene lugar en estos días, lo que ha abierto el debate sobre la situación de los Derechos Humanos en México. Más que entrar en detalles técnicos sobre el EPU o sobre su contenido específico, lo que surge de inmediato es una pregunta que parece obviarse: ¿Lo que tenemos en México son “derechos”?

Tras la caída de la hegemonía del partido de Estado, el PRI, el descubrimiento de la clase política fue que en México se podía tener una democracia electoral y al mismo tiempo seguir sofocando la agencia ciudadana, es decir que el tener votaciones y partidos con logotipos distintos no significaba que el poder del Estado no pudiera seguirse repartiendo dentro del sistema de oligarquías y cacicazgos, simplemente que ahora los grupos de poder se reacomodarían cada seis años bajo distintas banderas, el sexenio de la llamada 4T no es la excepción.

Aunque es cierto que hay personajes nuevos en las altas esferas de la política institucional, el sistema político y su capacidad de operación territorial y control político de las poblaciones sigue dependiendo, como desde la época de los virreyes, del sistema caciquecrático. Un sistema basado en la existencia de autoridades territoriales paraestatales que a través de las cuales las instituciones estatales formales  gestionan el poder del Estado mediante mecanismos clientelares. Ese sistema convive a la perfección con una democracia en la que los que son nominalmente ciudadanos pueden votar cada tres años, pero no tienen mecanismos institucionales para influir realmente en la forma o las decisiones del Estado.

Dentro de la caciquecracia las élites políticas y económicas negocian para poder aterrizar sus intereses y proyectos. Al mismo tiempo, el México de abajo negocia su obediencia para poder ejercer lo que institucionalmente llaman derechos. En ese sistema los derechos dejan de ser condiciones mínimas de dignidad exigibles al Estado y se convierten en favores. Es un sistema que se expande como un perverso fractal, desde la empresa minera transnacional que hace acuerdos con caciques para poder instalarse en un territorio, hasta el agente del ministerio público que prioriza casos a partir de los montos de las “propinas”.

Entrelazada en lo anterior está la situación de guerra interna en México que es inocultable, podemos llamarle macrocriminalidad, narcoinsurgencia, violencia generalizada o con cualquier otro nombre, pero la realidad es que hay una multiplicidad de ejércitos entrenados y fuertemente armados y cada rincón del país es un territorio en disputa, sea por rutas de tráfico, cobros de piso o control electoral. Es una guerra en la que la caciquecracia se conecta con el necrocapitalismo y que ya ha atravesado tres administraciones presidenciales.

La epidemia de desapariciones, la crisis forense, la tortura, las masacres y la violencia cotidiana han continuado en la administración de López Obrador, mientras que otras, como la situación de los migrantes han empeorado, no sólo por el negocio que representan para la industria de la trata de y tráfico de personas, sino por la decisión gubernamental de usar la contención de migrantes en la frontera sur como objeto de intercambio en la relación con Estados Unidos. 

La diferencia con las administraciones anteriores está en que la legitimidad electoral con la que llegó a la presidencia y la catalización de esperanzas de transformación que ha significado su mandato en mucha gente simplemente han hecho que esa guerra y esas tragedias continúen detrás de la cortina del progresismo.  

Además, a la caciquecracia, el presidente López Obrador agregó un militarismo que invade no sólo la seguridad pública sino también la construcción y gestion de proyectos de infraestructura y económicos, que también ha hecho que las fuerzas armadas adquieran un escudo de impunidad total que evita la más mínima investigación sobre sus crímenes, como por ejemplo su responsabilidad en el caso Ayotzinapa o el hostigamiento de la Guardia Nacional contra varias comunidades chiapanecas.

De la sensación de que los análisis desde el sistema político institucional formal de la situación de Derechos Humanos en México sin un análisis desde el sistema de relaciones de poder real puede ocultar más de lo que visibiliza, como las políticas de Estado no-públicas como la paramiltiarizacion que mantiene un constante asedio en contra de las comunidades Zapatistas en Chiapas y en contra de otros Pueblos Indígenas organizados. Desde la mirada que se limita a mediciones bajo estándares internacionales que pretenden ser apolíticos, la conexión del ejército y otras fuerzas criminales que gestionan la violencia en el país y que son responsables de esas desapariciones y masacres, quedan ocultas bajo la impunidad que otorga el crear intrincadas estructuras burocráticas en la forma de comisiones, fiscalías especializadas o leyes en materia de derechos humanos. Se invisibiliza lo que ocurre ahí donde Estado, narco y empresas se vinculan y sólo aparece como omisiones institucionales o simple corrupción.

Tal vez valdría la pena olvidarnos de que el régimen del Estado mexicano  es una democracia débil o un que es Estado fallido, porque en el primer caso pareciera que lo que se requiere son “ajustes” y  el segundo en los hechos resulta que no es fallido porque opera, sólo que lo hace desde unas instituciones que no sol las formalmente nombradas. Quizás merece la pena hacer una evaluación de qué tanto se ha transformado la caciquecracia en ésta administración para empezar a pensar en si ha habido alguna transición de un sistema clientelar  a uno de derechos, pero  este es un año electoral y eso significa que todo está en venta en el mercado de las promesas y la realidad es lo que convenga a la campaña de quienes aspiran a ser quienes repartan los favores.

Tamara San Miguel y Eduardo J. Almeida

Tamara San Miguel y Eduardo J. Almeida tratan de acompañar y tejer caminos entre luchas. Son integrantes del Nodo de Derechos Humanos, del proyecto Etćetera Errante y Adherentes a la Sexta Delcaración de la Selva Lacandona.

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