Volver a ser Nosotras, Nosotros

Verónica Villa

Tecnología digital o dignidad laboral

Foto: Consuelo Pagaza, https://consuelopagaza.photoshelter.com/index

Para conmemorar el día de las luchas campesinas

A mediados de marzo, sindicalistas, trabajadores, agricultores familiares, representantes de organizaciones indígenas, profesores de universidad y estudiantes que cuestionan la invasión de herramientas digitales para la agricultura, se reunieron en un rancho cercano a Salinas, California, la zona agrícola que dio a John Steinbeck tanto material para escribir sobre luchas campesinas. Esta fue la primera reunión en persona del Grupo de trabajo sobre Agricultura Digital de Norteamérica (sitio web: https://nadawg.org/).

Entre la diversidad de participantes, la mayoría que acá diríamos muy güeros, se distinguía Josefina Luciano, meph’aa (tlapaneca) de Zapotitlán Tablas, Guerrero. Josefina salió de su pueblo hace 23 años para trabajar en la zona agrícola del estado de Washington. Conoció en México a su esposo, juntos viajaron a buscar oportunidades y se casaron ya en el otro lado. Tuvieron hijos, y aunque le echaban todas las ganas en los campos, el dinero no les alcanzaba para vivir dignamente con su familia, como a tantos compatriotas.

Una organizadora sindical, también de origen mexicano, perteneciente a la histórica Unión Campesina (United Farm Workers) fundada por César Chávez, le aconsejó a Josefina ir a pedir trabajo a las lecherías. Le dijo que si lograba que la contrataran, rompería una barrera, una área prohibida para las mujeres, donde podría ganar mejor salario. Fue, insistió y la contrataron. Su vida mejoró, pero además en la lechería le dijeron que con su trabajo todo estaba saliendo mejor: más leche, más limpio todo, menos vacas enfermas. “No les haces perder el tiempo a los muchachos”, le decía el mayordomo (el capataz) como una forma de halago. El patrón le dijo que le iba a dar un reconocimiento, y a los pocos días le regaló un six de refrescos y le dio un abrazo.

El verdadero reconocimiento era el de sus compañeras trabajadoras, que le agradecían haber abierto miles de nuevas oportunidades para que las mujeres migrantes tuvieran empleos en otros sectores de la agroindustria.

Aunque al principio a Josefina le daba asco comer en las líneas de ordeña, porque las vacas hacen pipí y popó mientras les conectan las ubres a las mangueras que les sacan la leche, Josefina se encariñó con ellas, las compadeció, las veía tan parecidas a las mujeres.

Sin embargo notaba que cada vez las vacas eran más pequeñas, pues las metían a la ordeña tan pronto como pasaba su primer celo. Las líneas de ordeña son como las bandas donde llegan los equipajes en los aeropuertos, sólo que van derecho y están a la altura del tórax de los trabajadores, para que estando de pie conecten las ubres. Dos mil vacas tenían que ser ordeñadas por dos personas cada jornada, una de ellas era Josefina. A veces veía lucecitas, sobre todo el mes que le tocaba trabajar durante toda la noche. Pedía descansar un rato, pero no le daban permiso. En la línea de ordeña, una vaca grande no puede moverse, pero una medianita sí. Un mal día en la madrugada, una vaca pateó a Josefina en la cara. Le rompió la quijada, 12 dientes, la nariz. Josefina cayó en su propia sangre y sus compañeros llamaron a urgencias pero no pudieron dar la dirección porque no sabían cuál era, pues llegaban a la media noche al empleo, no hablaban inglés y no había supervisor. Por fin uno de ellos recordó que en el recibo de pago había alguna dirección y lograron explicar al 911 dónde era la desgracia. Llegó la ambulancia y se la llevaron.

Años después, Josefina recuerda que despertó sin entender lo que le había pasado. Ha soportado seis cirugías para reconstruir su cara y su boca. Por muchos meses no pudo comer nada sólido. Tiene las vértebras del cuello desplazadas de su lugar, lo que pellizca los nervios principales de las manos. Sufre estrés post-traumático y depresión. Estas afectaciones están documentadas en sus reclamos legales pero hay muchos otros daños colaterales. Ella cuenta que lo que más dolor le causó fue pasar muchos meses sin poder abrazar ni besar a su familia.

Foto: Consuelo Pagaza

Tan pronto como estuvo fuerte, Josefina emprendió con otras sindicalistas campañas para obligar a los cafés gourmet y supermercados a comprar leche producida con dignidad. Hay muchas historias más en el libro Callan por miedo, que denuncia las condiciones laborales de personas migrantes en las lecherías del estado de Washington:

En Estados Unidos una de cada seis personas es de origen hispano, el 63% es de origen mexicano; de todos ellos, el 30.1% se dedican a la agricultura o lechería. Estas industrias no sólo generan ingresos millonarios para empresas estadounidenses, sino que también activan la economía mexicana de millones de familias que reciben remesas. Concretamente en la industria láctea del estado de Washington, la dignidad de las y los trabajadores migrantes se ha pisoteado impunemente por décadas. Resulta irónico que el principal comprador de estos productos lácteos sea México.1

En la reunión para criticar la “digitalización de la agricultura”, Josefina logró meter a la conversación una perspectiva imprescindible: la de trabajadoras y trabajadores que están en el mero frente de batalla contra el capital: los campos de cultivo y lecherías. Y es que en nombre del trabajo extenuante se diseñan robots, exoesqueletos y aplicaciones que aumentan la productividad, pero para trabajadoras y trabajadores agrícolas la digitalización significa mayor explotación durante la jornada o durante la temporada, porque les ponen a competir con maquinarias más veloces, o los empresarios y contratistas directamente prescinden de la gente para invertir en la última moda de la tecnología agrícola. Hay mucho debate sobre si eso resulta en mayores ganancias. (Si la ganancia viene de hacer sufrir a la gente, sí, seguro lucran más los empresarios tecnologizados).

Cualquier diseño de arneses o herramientas, explica Josefina, tiene que hacerse con las ideas de quienes se enfrentan al cultivo doblándose a recogerlo o trepándose a bajarlo de las copas de los árboles. Con quienes interactúan con cada aspecto de la naturaleza, aunque sea una naturaleza forzada a parecer fábrica. Desde la organización Semillero de Ideas, Josefina y otros sindicalistas discuten cómo asegurar que las manos, los huesos, la piel, los órganos de trabajadoras y trabajadores no sean lastimados. Además de los campos, cultivan el pensamiento colectivo. La riqueza de la persona completa, tan despreciada cuando se la trata como pieza de la gran maquinaria industrial. Porque las herramientas “inteligentes” y automatizadas pueden abundar, pero es la intervención humana lo que resuelve problemas en el momento, ajusta, subsana y mantiene a las máquinas.

“En Semillero queremos que se reconozca la sabiduría y conocimiento que tienen y han adquirido los trabajadores agrícolas en sus lugares de trabajo y que ellos sean los que innoven sus herramientas y puedan beneficiarse económicamente por sus invenciones”, explica Josefina. En Semillero de Ideas diseñan pecheras, bolsas, mochilas que ayudan en la recolección. Arneses “como el diseñado por Luis” para cuidar las coyunturas, todo pensado ergonómicamente, conociendo desde lo profundo el sacrificio físico que tienen que realizar trabajadoras y trabajadores que están en el otro lado, donde como sabemos cada minuto significa dinero para mandar a las familias.

1 Ilallalí Hernández, 2021, Callan por miedo. Personas migrantes cuentan su historia en lecherías del estado de Washington, Publicado por Los libros del sargento, United Farm Workers y Comisión de Asuntos Fronterizos, México.

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