Volver a ser Nosotras, Nosotros

Verónica Villa

Leif Korsbaek

Foto tomada de Facebook

Casi a los 30 años, después de haber limpiado casas en el otro lado, estudiar a pedazos tres carreras distintas, trabajado como mesera, guía de turistas y de grupos de terapia Gestalt, correctora de textos, vendedora de joyitas de Taxco y hasta secretaria de institución pública, finalmente terminé la carrera de etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la ENAH. Mi tesis de licenciatura era, como mi vida, un rompecabezas. Cada vez más, me daba vértigo sentir que hacer de todo no servía para mucho, me despertaba con la adultez encima, con todos sus pendientes existenciales y materiales. En la ENAH había leído Introducción al sistema de cargos, el texto clásico sobre la organización, basada en ejes de responsabilidad colectiva y honor, de los pueblos indígenas mesoamericanos. Pasé a las filas de admiradores del sistema de cargos y de Leif Korsbaek, el antropólogo danés que amó México y entendió la estructura profunda que hace persistir a las comunidades indígenas en este mundo de codazos.

Yo había conseguido un empleo chiquitito en el área de investigación del agonizante Instituto Nacional Indigenista. Un día cualquiera en una oficinal cualquiera contesté el teléfono. Una voz grave me preguntó por Ismael, compañero de burocracias. No está, le dije, pero quién habla para dejar un recado “soy Leif Korsbaek”, y los ojos se me salieron “en serio, ¿es usted? Soy su admiradora total” y el corazón también se me salía. Se rio mucho. Me anoté a sus clases en la ENAH, me faltaban un par de créditos. Y le conté el desastre de mi tesis y que la vida responsable me asediaba en las esquinas oscuras. “Sí, vamos a sacar tu tesis, nada es tan terrible, siempre todo tiene sentido. Pero ¿piensas que cambiará tu vida cuando te recibas?” Su pregunta me preparó para el mundo de los codazos.

No sé mucho de la vida personal de Leif, no estoy consultando ahora a quienes lo conocieron o los “hits” que aparecen en Google al poner su nombre. Sé que vino de Dinamarca hace más de cuarenta años, que investigó sobre la economía, la medicina, la política, la geografía, el derecho entre los pueblos indígenas de Mesoamérica y los Andes. Aunque dio clases y conferencias en montón de países, hablaba unos siete idiomas y tenía todos los niveles académicos de prestigio, se empeñaba en mantener perfil bajo, como se dice. Sé que me escuchó y me ayudó, como hizo con cientos de almas perdidas, sin esperar nada, sin exigir, haciendo surgir de quién sabe dónde la responsabilidad de nuestro paso por la vida. Dicen que le parecía absurdo tener que poner costo a los diplomados, inconcebible cobrar por compartir el conocimiento. Que a nadie le negó tiempo, tutorías, cabida en las clases, conferencias, seminarios, grupos de estudio. Siempre cupieron los muchos y los pocos en su salón, en su casa, en las comunidades donde hacían trabajo de campo. En los cafés, fonditas, cantinas y autobuses donde seguían las charlas sobre la organización comunitaria.

En México, me contó alguna vez, el sentido de comunidad es tan profundo que cuesta trabajo acostumbrarse. Después de hacer horas de fila para un autobús que no llegaba, en algún lugar apartado del Estado de México, cuando finalmente llegó, las tres personas delante suyo llamaron a sus 10 o 12 amigos y familiares que esperaban a un lado de la fila. Y no logró subirse al camión, pero ya nunca dejó de ver que una persona es en realidad una comunidad entera. Al menos en esos pueblos de México.

Que los rituales políticos entre los pueblos originarios pueden encarnar en los partidos de futbol o basketbol. Por eso las canchas en las comunidades son importantísimas. Y por eso las fiestas no son sólo parranda, eso lo entendí con Leif. Un día organizamos una mesa sobre problemas políticos en comunidades indígenas, la idea era que expusieran quienes sufrían los abusos y vejaciones, no los antropólogos. Así que contactamos a varios jóvenes de la Montaña de Guerrero y de los Altos de Chiapas, pero no vinieron de sus pueblos lejanos, sino de una taquería cercana al Monumento a la Revolución y me parece que de alguna carpintería también del norte de la ciudad. Hablaron con fuerza y describieron con precisión los problemas que agobiaban a sus comunidades. Y luego volvieron a sus precarios trabajos en la gran ciudad. Así como una persona en una fila es en realidad una comunidad en espera, un taquero hace el más crítico análisis del desprecio hacia los pueblos indígenas, hablando desde la experiencia propia. Y Leif nos hizo ver y sentir todo eso.

Ni en sus peores momentos de enfermedad, con un pie en el Mictlán, Leif perdió la carcajada, la ironía, la agudeza de sus observaciones. Traía una fiesta imparable por dentro, pero le enojaba saber que la vida no le alcanzaría para los tantos proyectos en marcha. Estaba aprendiendo ruso para discutir con los antropólogos rusos sobre filosofía, literatura y antropología. Seguía con admiración las noticias sobre la Ronda Campesina en la situación de Perú, una organización amplia, longeva, constante, capaz de conducir a una nación entera, en opinión de Leif.1

Tenemos que celebrar sus obsesiones, sus fijaciones, sus necedades; seguir por la vida con una alegría indestructible, como él la practicaba; reírnos en nuestros momentos más angustiantes de “la raza cómica”, y compartir radicalmente nuestros aprendizajes, como lo hizo él. Todo eso se dijo en su homenaje el miércoles pasado, mientras lo velábamos.

Marcela Barrios Luna, su compañera, nos consolaba diciendo que “para Leif, sus estudiantes eran sus hijos”. Y sí, estamos de luto su enorme familia de todólogos, de tantas generaciones, de tantas procedencias, y que encontramos cauce para nuestros delirios en su permanente “sí”.

1 Ver “La ronda campesina en la situación de Perú”, La Jornada, 26 de enero de 2023, en https://www.jornada.com.mx/2023/01/26/opinion/019a2pol

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