Crónicas de las luces y de los ruidos

Oleg Yasinsky

Los secretos de la guerra en Ucrania

Las trágicas noticias de estos días desgarran la memoria, sacando a la superficie nuestro pasado reciente, tan cuidadosamente enterrado bajo tantas capas de mentiras.

La primera mentira fue esa de que «el pueblo ucraniano siempre ha soñado con la independencia del Estado ucraniano». Hace 30 años no soñábamos con nada parecido. Formábamos parte de un único cuerpo vivo, donde la cultura, la economía y la historia de cada región, con todas sus particularidades locales, formaban parte de lo común. Y digan lo que digan los políticos de hoy, Ucrania era una parte privilegiada de la antigua URSS, donde a nivel estatal se defendía el amor y el respeto por la lengua y la cultura locales, cuando la palabra “folklore” no era todavía sinónimo de shows baratos para turistas.

La decisión de la salida de Ucrania de la Unión Soviética fue el resultado de una poderosa manipulación mediática y jurídica por parte de las élites locales, con una intervención activa de Occidente. A las élites no les preocupaba la «independencia», sino todo lo contrario, redireccionar su subordinación lo más rápidamente posible a los nuevos amos, que les prometían más, y al mismo tiempo les garantizaban la plenitud de su poder local, en este nuevo virreinato moderno.

Nos prometieron conservar todos los vínculos, no discriminar ninguna de nuestras identidades y respetar las ilusiones de todas nuestras libertades. El pueblo soviético, políticamente muy infantil, demostró verdaderos milagros de ingenuidad. En su mayoría, la gente no votó por una idea nacional ni por el fin de la URSS, sino por la descentralización del poder, para que, como se les prometió, fuera más fácil poner orden en su propia casa. Nadie se dio cuenta de la magnitud de esos cambios que se decidieron a sus espaldas.

Los folletos y artículos baratos publicados en Kiev en aquellos años hablaban de la diferencia entre la mentalidad ucraniana y la rusa, pero pocos veían en ello el futuro derrumbe de los monumentos a los vencedores del fascismo. Los neonazis rusos que disfrutaban en aquellos años de todas las libertades de la democracia de Yeltsin, ahondaron diligentemente esta grieta para convertirla en abismo.

Mientras que la intelectualidad rusa anti-autoritaria, pero sobre todo anti-comunista, nos instaba a llorar por la Rusia zarista “que perdimos», la intelectualidad ucraniana, que no supo o no tuvo tiempo de hacer su carrera en Moscú (el camino y objetivo de las élites periféricas soviéticas), nos enseñaba a odiar tanto a ambas Rusias, a la que «perdimos» y a la que encontramos, la soviética, la que dio a Ucrania el nombre y un lugar en el mapa.

Recuerdo la sensación surrealista o de locura cuando cruzamos por primera vez la frontera ruso-ucraniana en el tren Kiev-Moscú.

Las discusiones de si somos el mismo pueblo o dos diferentes pero muy muy cercanos se acercan a las disputas descritas por Jonathan Swift en “Los viajes de Gulliver” en la historia de la guerra por el huevo, causada por un desacuerdo de cómo romper correctamente los huevos antes de comerlos: los liliputienses defendían que deberían romperse por el lado más angosto, mientras que los blefuscuenses creían que lo mejor era romperlos por el lado más grueso. Lo más sorprendente es que mis ex amigos, artistas e intelectuales de Kiev, personas sin duda muy talentosas y sensibles, que en los albores de la «independencia» ucraniana se posicionaron radicalmente como herederos de la cultura rusa, tan sólo unos años después corrieron tras los nazis a la plaza central.

Los fuertes rumores (o incluso la verdad, algo ya que es completamente irrelevante) acerca del dominio de los bandidos y los oligarcas de Donetsk sobre los oligarcas y los bandidos de Kiev antes del golpe de Maidán han sido sustituidos por el control silencioso de los servicios de inteligencia de Londres y Washington. Fue en ese justo momento cuando Ucrania ya nunca volvió a ser el mismo país. Cada día me lo recuerdan los misiles que siguen cayendo sobre nuestras dos casas.

Según las estadísticas oficiales, en los últimos años de la existencia de la República Soviética Socialista de Ucrania, su población llegaba a 52 millones de personas. Hoy, a 32 años de su “independencia”, según datos extraoficiales (los oficiales simplemente no existen), el número de sus habitantes apenas llega a unos 19 millones. No sé con qué moral los ilustrados defensores de la democracia y de los derechos humanos nos hablarán hoy de los horrores de Stalin o de Pol Pot. Aunque no faltarán quienes sin pestañear nos dirán “los mataron los rusos”.

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