Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera-Herrera

La noche de un día difícil

a Conchita Hernández, siempre presente

Qué hace que una noche sea más memorable que otra.¿El frescor del piso, el viento suave, la presencia de la amistad cuando nos envuelve de confianza? Una de mis noches memorables tuvo que ver con la pertenencia y la entereza nacida de lo intangible y contundente de acciones conjuntas que “salvaron el presente” misteriosa y luminosamente.

Comenzó días antes con la invitación a celebrar el aniversario de Radio Huayacocotla, La Voz Campesina, en la comunidad de El Naranjal, en pleno corazón de la Sierra Norte de Veracruz.

De todos los rincones de las Huastecas, la sierra alta y los valles hacia la costa habrían de inundar El Naranjal los tríos huastecos, las bandas comunitarias con timbales, tuba trombón, saxofones, trompetas, flautas y platillos, cada una con un estilo peculiar de tocar un paso doble, un chotís, un vals o una canción.

Comuneras y comuneros, gente de organizaciones y personas individuales inundarían también el sitio queriendo festejar cariñosamente a La Voz Campesina, en ese momento todavía llamada La Voz de las Campesinos.Cada persona, banda o grupo podría llevarnos a una historia colectiva o personal plena de experiencias y detalles. Cada una de sus historias merecería un libro.

Radio Huaya es una leyenda. Desde que abrió en 1965 como escuela radiofónica, para después transmitir por los recovecos de ese mar de hondonadas y barrancos, abismos y laderas en nahua, masapijni, ñuhú y castellano, donde “las vacas tenían más y mejor tierra que los campesinos”, la radio se convirtió en una herramienta de cohesión, articulación, sentido de la justicia y acercamiento entre tanta comunidad dispersa entre barrancas. Y eso fue su gran logro: ser herramienta para que las comunidades tejieran la vida juntas y continúen tendiendo puentes en lo cotidiano, aunque batallen y se desencuentren como las familias, como los quereres.

Pero en los años atraviesa esas sierras una pugna constante entre las comunidades y los ganaderos mestizos. Los hacendados insistieron en penetrar y mantener invadidas grandes extensiones agrarias, a expensas de la gente, acaparando las tierras planas y las más fértiles para dejarlos arrinconados a sembrar en pendientes tan escarpadas que las vacas se ruedan y la gente no tiene otra que amarrarse de la cintura para no desbarrancarse al trabajar en su milpa.

A los caciques nunca les importó nada: le aventaban el caballo a quien se les pusiera enfrente; nunca respetaron hombre, mujer, niño o anciano, si venían de las comunidades originarias. Su voracidad los llevó a asesinar en directo, o a mandar asesinar con pistoleros en emboscadas a los comuneros que les estorbaban a sus intereses, como si nada, cual animales incómodos. Violaban a la mujer que les gustaba sin reparar en la vida que dejaban trunca para siempre.

Como de algún modo la Sierra Norte es un hueco en los tiempos del mundo y ahí se sigue hablando como antes, y las visiones de la religión, la ritualidad, la pasión y la violencia se entretejen a golpes y penetraciones, Radio Huayacocotla ha sido un amplificador de todos los esfuerzos de la resistencia y de todos los sueños de otra vida tangible. Y aunque la migración haya alterado y entreverado los modos de antes con los modos del “progreso” en el Bronx o Queens o en Nueva Jersey a donde se dirige el grueso de la migración, ahora aumentada con quienes migran hacia el Pacífico, el tejido de las idas y las vueltas mantiene una presencia a ambos lados de la frontera que refuerza lo que tales comunidades han logrado a lo largo de los años: recuperar la tierra, lo que costó tanta sangre, levantar un gobierno propio y regional para frenar las políticas del gobierno estatal y el federal y tener un piso desde dónde defender las decisiones de las asambleas nahuas, masapijníes y ñuhúes en una alianza vigente que con gente como Conchita Hernández como abogada, y la gestión del Comité de Derechos Humanos de la Sierra Norte de Veracruz, logró la recuperación de muchas tierras y hasta el encarcelamiento de un cacique asesino.

El Naranjal es un ejido porque, como en otras muchas regiones del país de la Revolución en adelante, muchas comunidades desposeídas fueron reconvertidas a ejido para poder dotarlas de tierra, lo que muchos años más tarde las habría de debilitar en su defensa contra las leyes agrarias surgidas de la contra-reforma del artículo 27 que promueve la privatización y fragmentación de la propiedad social en México.

En el momento de este aniversario en El Naranjal la mayoría de los ejidatarios eran padres de familia adolescentes de origen nahua, entrones para la faena. También muy plantadas y fuertes eran las esposas jovencitas que parían desde casi niñas, de tal modo que a los diecisiete, ya más o menos liberadas de parir, eran el corazón del actuar de sus hombres y desde sus espacios promovían las acciones y las decisiones del ejido en pleno. Y eso es algo no muy contemplado por el mundo urbano. Como comienzan sus responsabilidades tan pronto, los hijos y las hijas vienen a acompañar a su papá y mamá jóvenes todas y todos, y hacen de lo social algo muy bonito, muy fragante y animoso.

Milpa, naranja y ganado le daban gran sustento al ejido, y su gusto ha sido siempre el básquet y el voley, los bailes con tríos huastecos o la vocación de ayudar a quienes se atoraban con sus carros a media corriente en el cruce del río.

Ese río es también su mala suerte. La colindancia con los caciques más atrabiliarios de la región, los de La Jabonera, les mantiene en una tensión permanente, agravada por los gobiernos locales, estatal y federal que manejan o desmadejan los asuntos de convivencia elemental e imparten su justicia con el empeño de desaparecer a los campesinos, si son indios y comunitarios con más razón, porque estorban, porque su modo independiente enfrenta, porque son la demostración de que las políticas públicas están sesgadas, porque todo mundo ambiciona sus territorios, sus bosques, sus torrentes de agua —y porque su mismo gusto causa envidia y desasosiego.

Las relaciones entre los ejidatarios nahuas y los vaqueros de los caciques de La Jabonera al otro lado del río, son tensas y con malos modos porque a la hora de las correntadas del río los caciques se llevan la arena y la grava que queda de su lado con cada desplazamiento del cauce y le van mordiendo la orilla al territorio de El Naranjal.

Con las crecidas, en su desborde y su retirada, el río Vinazco cambia de curso, comiendo tierra de una u otra orilla. Cuando le come a La Jabonera, la cerca de alambre de los caciques es frontera concreta, pero cuando le come a El Naranjal —que de buena fe se atuvo a la disposición de que el río fuera el lindero—, los de La Jabonera se apresuran a mover sus cercas, robándole año con año a El Naranjal franjas de tierra más camionadas completas de grava.

En alguno de tantos diferendos jurídicos promovidos por los ejidatarios, se llegó a la cifra de 40 o 50 hectáreas sumadas, en pocos años, y el lindero no termina por resolverse.

El Programa de Certificación Ejidal (Procede), “impuesto por la presión de la Procuraduría Agraria en todas las comunidades indígenas para abrir la puerta a que la tierra ejidal y comunal se venda a título individual” provocó la certificación individual de las tierras y el ejido no entendió que al aceptar la certificación se fragmentarían las voluntades.

Eso favoreció a los caciques de La Jabonera que en los diferendos jurídicos se enfrentaron con dueños individuales sin la fuerza, el dinero ni el tiempo para litigar en los tribunales (en lugares alejados, como Tuxpan o incluso en Pachuca) contra esos poderosos señores de horca y cuchillo de la región, algunos de los cuales deben varias vidas. Cuando actuaban en conjunto, aún era posible.

Son historias campesinas, parientes de aquellas que narran los avatares de las comunidades campesinas en Europa que desde el siglo XIII y hasta el XIX sufrieron paulatina o repentinamente el confinamiento de sus ámbitos comunes, a manos de los caciques, lo que arrancó a las comunas campesinas independientes de sus estrategias de subsistencia.

En El Naranjal, lo que antes fueran potreros colectivos eficientes —que garantizaban la rotación del ganado en una extensión que permitía recuperar los pastos—, al quedar divididos con cercas individuales el ganado comenzó a terminarse el pasto. La rotación tan apretada (en predios de 3 hectáreas) ya no pudo recuperarlo. ¿Es esto un daño colateral del progreso o algo planeado ex profeso para desmantelar el campo de campesinos? La respuesta es obvia: los gobiernos le abren margen de maniobra a los señores feudales contra los núcleos campesinos, instrumentando el desprecio de los caciques hacia la comunidad ejidal nahua. Es tan sabido el desprecio y con tanta carga de racismo, que los vaqueros sienten que pueden provocar, molestar, insultar en cualquier oportunidad a los ejidatarios de El Naranjal sintiéndose protegidos.

Al momento de la conmemoración de Radio Huayacocotla, El Naranjal estaba en su apogeo autogestionario y la gente estaba con gran gozo. El mero día de la fiesta comenzaba a brillar un sol picosito y tibio. Se anunciaban bandas de música, tríos huastecos, grupos de danza y ni más ni menos que los voladores totonacos de Papantla. Se aprestaban templetes y toldos, las mesas de un gran comedor, el sonido local y el acomodo de la gente.

Estábamos en una suerte de anfiteatro natural “que ni mandado hacer”: un semicírculo de terrazas escalonadas que servían de asiento al público que disfrutaría el encuentro desde arriba, sobre el pasto y las piedras, contemplando el escenario en la terraza inferior más amplia. El centro de tal escenario se reservaba al poste que sirvió en la danza de los voladores.

La preparación de los voladores comenzó varios días antes cuando los organizadores (en conjunto nahuas, masapijní y ñuhú) cortaron un árbol de unos quince metros, muy derechito, que sirviera de poste desde donde los voladores totonacos bajarían volando para reinaugurar el sueño de vitalizar la luna y la lluvia, la siembra y la fertilidad. Cuarenta personas arrastraron el poste unos once kilómetros. El mero día de la fiesta, se hizo un hoyo, de unos dos metros de hondo, como asiento del poste. Ayudados por una pala mecánica y tirando de cuerdas, unos ochenta hombres levantaron el poste hasta “sembrarlo” encima de una gallina negra, ritual, que esperaba su sino al fondo del hoyo.

El ceremonial previo a la volada se completó tendiendo en torno al poste un caracol de elotes, adornados con hortensias y albahaca. Todo mundo buscó su lugar para ver el palo volador y mientras terminaban los preparativos para la bajada unos tríos tocaban en algunos rinconcitos donde la gente se arremolinaba y otros se reunían a escuchar los problemas de las comunidades o a dar información que les parecía importante.

Frente al palo volador, el caporal de la danza comenzó a tocar un tamborcito y una flauta y los cinco danzantes entraron al caracol para trepar al poste. Los cohetones que silbaban en el cielo y se disolvían tronando en humos azules anunciaron que la danza había comenzado. Tras zapatear sin dejar de tocar tamborcito y flauta sobre el cuadro de 30 centímetros de diámetro que corona el poste, “hablando así a las cuatro esquinas del mundo —aquella donde nace el frío, luego a la contraria por donde nos viene el calor, luego a donde sale el sol y después a la esquina por donde se va a dormir dejando su lugar a la luna”—, el caporal se asentó en las alturas para cuidar de sus compañeros: las cuatro águilas humanas que bajaron volando, atadas con cuerda, en las 13 vueltas rituales hasta rozar el piso. Nadie aplaudió. La solemnidad del momento recorría la piel de los presentes. Desde la “cabina de transmisión”, un tenderete de ramas con el equipo de sonido necesario, se explicaba para los presentes:

«La cercanía con poblados mestizos, y algunas instituciones como el INI

[hoy INPI]

, nos han metido la idea de que nuestras danzas son para que los mestizos y los funcionarios se diviertan. Ellos nombran “folklor” a nuestras danzas y nuestra música. Nos han puesto a concursar y competir entre nosotros. Para nosotros, pueblos indígenas, la danza es sagrada. Así acariciamos a la Madre Tierra, y platicamos con la lluvia, el viento y el sol. Por eso pedimos a todos que respeten nuestras costumbres. Ante lo sagrado no se aplaude.»


Siguieron las bandas, primero todas juntas (cada quién con una pieza diferente) y luego por separado, y después, durante dos días completos, se turnaron los tríos huastecos y las danzas de los distintos pueblos y comunidades.

El impulso que los mueve a reunirse año con año a celebrar el aniversario de Radio Huaya no es sólo el maravillamiento con el arte tradicional y contemporáneo de la sierra. Celebran la radio y como tal su resistencia (política, territorial, cultural). Por los altavoces se escuchaba: 


«…Somos los abuelos de nuestros hijos. También seguimos resistiendo. La guerra ahora se nos presenta como eso que llaman neoliberalismo. Esa guerra sorda en que se desconoce a nuestras autoridades. Ya no podemos tratar los asuntos en colectivo, ya nuestras autoridades no son reconocidas por las leyes mestizas. Ahora cada una de las mujeres tiene que caminar a recoger sus centavos de Progresa (Oportunidades). Los hombres tienen que correr por todos estos cerros para inscribirse y luego recoger su Procampo [hoy ocurre lo mismo con los dineros que reparte el gobierno amlista].

»Tenemos que encontrar el camino para entrar en los secretos de todos los abuelos. Encontrar esos secretos que los llevaron a seguir viviendo con la fuerza de la comunidad; esos secretos que les permitieron conservar sus territorios a pesar de la Ley Lerdo que se los prohibía. Esos secretos que nos han mantenido en la lucha por defender y recuperar nuestros territorios mexica, masapijní y ñuhú.

»Nuestras nietas y nietos tendrán que ver en nosotros las mismas señales de resistencia que nosotros buscamos en los secretos de nuestros abuelos.

»Para dejarles una vida mejor a nuestras hijas y nuestros hijos nos hemos reunido muchas veces en la casa de todos: el Congreso Nacional Indígena. Junto con todos los pueblos indígenas de México hemos nombrado nuestras demandas —que son las tareas que tenemos que cumplir nosotros mismos.»


En ese momento del Festival en El Naranjal Radio Huayacocotla seguía batallando con la secretarías de gobernación y de comunicaciones y transportes su derecho a la comunicación. Siendo la única radio de la sociedad civil permisionada en el país, y dirigida por indígenas, que transmitía en nahua, tepehua, otomí y castilla, seguía “parcialmente amordazada en frecuencia de onda corta por la negativa del gobierno a otorgar el permiso de transmisión en onda media, a pesar de que llenaba todos los requisitos técnicos de la actual legislación”, como informó en su momento Fomento Cultural y Educativo.

Años más tarde habrían de lograr incluso la frecuencia modulada, pero en ese entonces Radio Huaya encarnaba un frente de batalla sumamente delicado y riesgoso: en ese frente, los pueblos y las comunidades contaban con un referente para nombrar los problemas que les aquejaban, como el incumplimiento gubernamental de los Acuerdos de San Andrés, la noción de que todos los derechos humanos [y los derechos colectivos] de estos pueblos se violaban sistemáticamente, se denunciaba la represión ejercida por el gobierno veracruzano

[cuándo no]

, se denunciaban los programas como Procede y su insistencia de desmantelar la propiedad social de la tierra. Junto con el entonces programa Progresa, estas políticas asistencialistas centraban su objetivo en dividir a las comunidades y, en casos, pulverizarlas.

Nada ha cambiado la actuación de los gobiernos desde entonces. Tal vez incluso se ha recrudecido la fragmentación y la utilización de los programas y las políticas públicas para corromper los esfuerzos de los pueblos. En ese momento, ya la desconfianza era muy grande y la brecha con el gobierno había comenzado a ensancharse. El movimiento indígena, con los zapatistas como referencia central, comenzaba a buscar opciones propias para no depender de quienes supuestamente deberían servirles.

Todo eso era lo que flotaba en las palabras y los encuentros mientras un grupo de las mujeres se preparaban para la comida y comenzaron a guisar arroz en un gran perol negro. Las dirigía la mayora, una anciana de trenzas blancas —sonriendo todas mientras con tamaños cuchillos pelaban papas. La jefa cocinera iba dando indicaciones: viene cebolla, viene cilantro, las papas al final porque si no se hace puré, pero orita sí puede venir el ajo, la cebolla. Desde temprano y para los primeros en llegar habían servido platos con una especie de moronga con tortillas que se seguían apilando en las canastas bajo trapos. El pollo lo iban guisando aparte.

Como a mediodía, cuando las mesas estuvieron listas para recibir a la gente, alguien avisó, con zozobra pero con la prudencia suficiente como para no inquietar al público asistente, que un grupo de vaqueros se aproximaba montando a caballo.

Unos doce vaqueros armados bajaron de sus monturas y comenzaron a vociferar que alguien viniera a atenderlos. Las mujeres de la cocina de inmediato entendieron que la situación era explosiva y que con toda seguridad venían a provocar, pues pesaban sobre sus patrones algunas acusaciones de violencia e incluso de asesinato —como era el caso de Luis Mendoza que en el municipio de Texcatepec tenía una larga cuenta pendiente. Había ya averiguaciones que tiempo después habrían de llevarlo a la cárcel, gracias a la intervención de Conchita Hernández y otras muchas personas aliadas de los pueblos. Pocos meses atrás los ñuhúes de Amaxac en Texcatepec habían recuperado sus tierras y los caciques habían tenido que abandonar sus posesiones acumuladas en invasiones reiteradas y años y años de emboscadas, incendios y muerte.

Hoy, ese día, tales vaqueros estaban ahí para ver si podían perturbar la celebración y desatar cualquier incidente que pudiera darles pie a romper la frágil tregua.

Por lo pronto eran gritones y chanceaban entre ellos hablando de lo que miraban en son de burla sin que les importara que los oyeran.

Uno de ellos buscaba que les hicieran hueco en alguna mesa y que las mujeres les sirvieran de comer, ora sí que de manera especial.

Se habían colado, digamos, y esperaban que alguien, o algún grupo, se sintiera agraviado e intentara correrlos.

Pero las mujeres de la cocina no eran nada burras y tampoco tenían miedo. Sabían que podían desatar una reyerta pero sabían también que ellas, y sólo ellas, podían desactivarla, nulificarla. La jefa de la cocina fue a ver a uno de los sacerdotes jesuitas encargados y entre ambos decidieron lo que había que hacer.

Con mucha prontitud y en silencio, una de las mujeres se aproximó al grupo y les dijo con voz suave pero con un modo que no admitía opciones (igual que hacen las mamás que saben su negocio), que les iban a dar de comer pero que se tenían que formar como todos los demás, porque si no, no podían darles nada, y que si hacían alboroto ya nadie podría comer y cerrarían la cocina.

El grupo no tuvo ni tiempo de reaccionar. En ellos resonó lo poco de hijos que por ahí seguía asomado y se formaron malhumorados pero hambrientos; es decir, propensos a aceptar condiciones que nunca imaginaron que podrían aceptar —ellos que debían vidas y se las daban de muy implacables.

Los vaqueros se formaron y se sentaron juntos en una mesa que les limpiaron para que comieran sin mezclarse en el convivio general de tanta gente que desde sus comunidades había venido a celebrar una radio que les abría mundos de afuera, les daba información útil y cotidiana de alimentación, de salud y cultura, además de promover los saberes agrícolas de la gente de la región.

Comuneros y comuneras tenían relaciones por la radio. Se conocían y se invitaban a sus convivios y sus tareas. Y la radio le daba sentido a esa existencia dispersa en lo geográfico pero tan afín que podría entenderse como un gran barrio con sus particularidades pero también con sus hilos conectores tan presentes como la celebración del ciclo de siembra-cosecha del maíz, como la sombra de los muchos migrantes de la región que compartían destino viviendo en Nueva York, esa su segunda comunidad. Compartían un territorio, digamos, a nivel transnacional, sobre todo porque compartían historia. Es lo que Alfredo Zepeda, con gran sabiduría opone a la idea de la “multiculturalidad”: “es la convivencia, entre quienes están y habitan el territorio común, diferenciado por las atmósferas de sus diferentes idiomas, pero a fin de cuentas una convivencia de mutualidad entre quienes comparten el espacio común”.

Tal vez todo eso es lo que adivinaban los vaqueros que había que intentar romper para que no fuera tan fuerte y tan vasta su presencia en la zona, para que no florecieran las miradas de asombro, ni los chistes, ni las consejas, ni las historias y jugueteos de los niños y los enamorados.

Esa misma fuerza, esa convivencia, materializó una suerte de muralla invisible que no dejó que los vaqueros la penetraran ni que activaran sus núcleos más oscuros. Algo los nulificó. Y es que el impulso de violencia es algo bien extraño que no está ahí todo el tiempo listo para salir a desparramarse como aceite viscoso: es frágil la violencia; se aguada y se volatiliza con tan sólo mover los marcos de referencia. Con tantito zarandear las circunstancias y los entendidos. La violencia tiene el comportamiento de los virus.

Los vaqueros se fueron achicando a su tamaño más cotidiano y terminaron por irse porque nadie en realidad los sintió de cerca. Porque entre los organizadores lograron forjar un capelo de no respuesta y a la vez de aceptación emocional: algo que no esperaban, tan acostumbrados al rechazo y a contestar a ese mal trato provocado por el terror que casi siempre levantaban.

Los organizadores lograron pasar la voz de su presencia y la consigna de no caer en la provocación —y de hacer el vacío— sin que les fuera evidente a estas guardias blancas.

La tarde se instaló en las nubes más pesadas que comenzaron a juntarse en formas de mujeres y animales gordos y la gente se fue retirando porque había que volver a sus casas en los diferentes parajes y no perderse el atole que los esperaba en los diversos fogones de las cañadas y los vallecitos.

Algunos hombres y mujeres jóvenes, y algunas señoras del ejido de El Naranjal, fueron a bañarse a unas pozas chiquitas entre los árboles, en el lindero de un bosque, con el río tantito más abajo.

Y ahí, uno de los caciques más agresivos, con toda seguridad el promotor de que hubieran llegado más temprano los vaqueros a provocar, se puso a bañar a su caballo ahí entre los bañistas: una acción ruda y desconsiderada porque eran muchas las personas que se refrescaban del calor agobiante que había pesado todo el día.

Con sorna en los labios sonreía el cacique mientras con la pura mirada intentaba hundir a las muchachas y sus acompañantes en el agua. Llenaba de jabón el agua al tallar a su caballo con su cepillo de cerdas grandes, sin importarle nada. Junto a él, en un tronco bajo más o menos horizontal donde descansaba la silla de montar, casi gritaban la escopeta y el cinto con la pistola magnificando su desprecio.

Fueron muy largos los minutos donde las acciones transcurrieron en un silencio que ni el lento fluir del agua pudo romper. La gente entendió muy bien el momento y discurrió lenta y tranquila, sin demostrar su miedo si es que alguien lo tuvo. Pienso que la gente en el agua supo muy bien que lo mejor era no hacer nada. Ignorar al sujeto, hacerlo invisible y negarle existencia y peso en esas pozas.

Tras una media hora, repentinamente muy atiesado, el tipo se vistió en un segundo, montó en su caballo y se fue al galope.

Esa noche no hubo luna, y las estrellas estallaron el cielo azul marino con figuras y destellos. La vía láctea se tendió como un gran cinturón o un grueso lazo anudando el firmamento y a todos los visitantes que pernoctamos esa vez en El Naranjal nos alojaron en una escuela primaria, en el patio y en los salones de la planta baja. La escuela tenía un portal, un pasillo cuyo techo lo sostenían unas columnas angostas, con piso de cemento pulido y lisito, fresco al punto de ser tibio cuando el calor de la noche se volvió frío en la madrugada.

Así fue soñar a la luz de las estrellas, con tantas certezas, la noche plena de una día difícil.

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