Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

En derechos humanos: estado canalla, información canalla

Es ahí donde les duele. Les daña la imagen más que otras tropelías que igual cometen. Y la imagen es lo que más les importa. Este asunto de los derechos humanos se ha vuelto realmente enojoso para el poder. No que hayan sido afines alguna vez, pero desde que aceptó legislarlos (y no hace tanto, ni 30 años) los derechos humanos nunca habían sido tan inmanejables para el poder nacional como ahora. Con el cinismo que lo caracteriza, pues el poder neoliberal no sabe ser sutil, en cuanto siente el agua llegarle a los aparejos de sus encuestas de popularidad, suelta las distintas jaurías con que cuenta. Control de daños. Perdida la credibilidad, a repartir el lodo.

Con una unanimidad de tonos y argumentaciones que los delata, los directivos de medios, columnistas, opinadores, comentaristas y hombres ancla electrónicos llevan rato soltando ataques, acusaciones, adjetivos irresponsables y datos de dudosa procedencia contra los organismos de derechos humanos, abogados, dirigentes, voceros, investigadores y relatores, lo mismo de las Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos que centros independientes en la montaña de Guerrero, alguna ciudad de Veracruz o Coahuila, o la capital de la República. Entre más les duele, más aprietan, y se van ad hominem contra los defensores y voceros de los movimientos, mezclan el agua y el aceite informativos mientras le mienten al tiempo y a quién caiga. Sus montajes resultan obvios, burdos, sesgados, y las opiniones que expelen, sospechosamente idénticas.

El Estado como tal guarda, se supone, discreta compostura. Los que escriben, postean o peroran son los mismos que suelen serle leales y obsecuentes, pero aparentan que emprenden «motu proprio» su cruzada contra el GIEI, la CIDH, Tlachinollan y los padres de los 43. Días hay que se pueden contar 15 o más columnas, editoriales y notas de vituperio en la prensa nacional, sin contar los noticieros que les dan eco o seguimiento. La artillería mediática o académica se dirige contra «la mafia de los derechos humanos», los «pillos», «vivales», «vividores», «defensores de terroristas y narcos». El vituperio opera del mismo modo que emplean los policías. Si los cargos son falsos no importa, ya se verá. Como decía el doctor Goebbels, enloda, que algo queda.

Sus fuentes uno puede imaginarlas: las instancias de justicia de credibilidad escasa. Las de inteligencia, contrainsurgencia, y las oficinas de propaganda oficiales. Mezcla de espionaje telefónico, cibernético, fiscal o policiaco, materializado en «filtraciones» y trascendidos. Coctel de resentimientos, miedos, discriminación y simple mala leche. En un país de impunidades, quién se fija.

Desde Zedillo, en el primer mundo les dan coscorrones a los presidentes mexicanos, pero nada serio. Y digieren pronto esas manifestaciones callejeras en el frío de Berlín, Madrid, Nueva York y anexas llamándolos «asesinos». Ahora que Calderón y Peña nos instalaron en un estado de guerra (aunque le digan «de derecho»), sus patrones les reclaman un poquito más, pero los negocios van primero, sean el Transpacífico, el Mérida, ¿no hasta hacemos cola para la OTAN? Ya ven que somos buena onda con el Pentágono, la DEA y la CIA, aunque sus intenciones hacia México no sean siempre buenas.

Impunidad garantizada

Como se decía de Kafka, los Papeles de Panamá son costumbristas. En México nadie perdió la sonrisa, nadie pidió explicaciones a los implicados. Negocios como siempre, y nuestra offshore más firme (tenemos récord de depósitos) queda cruzando la frontera norte y «no es ilegal». Los dineros de los magnates y los políticos están protegidos por esa nueva forma de secreto bancario que son los tratados de libre comercio, cooperación e inversiones a destajo, todos ellos garantizados a su vez por la reformada legislación mexicana. Eso no les prohíbe la tentación por invertir bajo cuerda en Bahamas, Panamá City o destinos que no existen en empresas que tampoco, total todos lo hacen. Ha quedado demostrado que los ricos de México obran como quieren. Si sus hijos violan, roban o matan, no faltará quien los defienda-des-inte-re-sada-mente contra la chusma «aprovechada» que los denuncia. Y los jueces mirarán de largo.

Si los gobernadores y sus socios quieren una carretera, un aeropuerto, una bahía, una mina o un río, pues van y la agarran, policía de por medio. En ocasiones, a la colombiana, mandan primero paramilitares, pandilleros y partidos políticos.

En este contexto, los daños colaterales (recuérdese la pionera «doctrina Bush») son inevitables. Lo padece cualquier gobernador, cualquier general: allí es donde saltan los dichosos derechos humanos. Ya que los proyectos de inversión y desarrollo se destinan a territorio concretos donde alguien vive (desde hace siglos en algunos casos) pues hay que convencerlos, agredirlos o echarlos. En estos días de reiterado dejá vú represivo les caen a los pobladores de Xochicuautla y Atenco con policías, gases, apañones, tanqueta o buldózer y amenazas de inconfundible tufo mexiquense.

El poder aguanta una cierta dosis de crítica y denuncia. Necesita hacer como que hubo una transición a la democracia. Pero hay límites, como la casa blanca de Higa y la Gaviota. Eso no se toca, y si alguien se atreve, lo desmienten con torpedos. O contralor pagado. El poder, cansado de Ayotzinapa, se desahoga en los medios. En las redes sociales (que el poder no controla aunque trata) la dinámica lo rebasa todavía (aunque les logra sacar algún provecho, como lo desnudó días atrás un hacker colombiano en Bloomberg que dijo haber trabajado para la campaña electoral de Peña Nieto). También podemos ver la mano del poder en los linchamientos periscópicos que ensayan los nazis panistas de la delegación Miguel Hidalgo. Pero sólo en los medios tradicionales su control es consistente. Estos permiten al poder político aparentar diplomacia y espíritu de colaboración con los organismos internacionales, mientras comentaristas habitualmente palaciegos se desbocan contra las víctimas y quien ose defenderlas. El gobierno no ataca, al contrario: «No hay duda que son muy pocos Estados que, como México, dan ese grado de importancia al fortalecimiento del diálogo franco y abierto con los mecanismos internacionales de derechos humanos y al reconocimiento de su labor» se atrevió a escribir en un diario el subsecretario de Relaciones Exteriores Miguel Ruiz Cabañas el 14 de abril.

Un episodio especialmente vergonzoso fue el denunciado en abril de 2015 por Juan E. Méndez, relator especial para la tortura de la ONU, en una carta donde notifica al gobierno mexicano a través del embajador ante el organismo en Ginebra, que la Cancillería mexicana mandó a decir al subsecretario Juan Manuel Gómez Robledo, por órdenes de entonces titular Meade Kuribreña, un mensaje que implicaba ataques personales contra su persona, su investidura y el organismo internacional que representa como relator de tortura y otros tratos crueles e inhumanos y castigos degradantes (http://antitorture.org/wp-content/uploads/2015/04/April_1_2105_Special_Rapporteur_Torture_Letter_EN_ES.pdf). Es la fecha que el relator especial Méndez no ha podido visitar el país, pues el gobierno de Peña Nieto, en términos eufemísticos, lo considera persona non grata.

La tortura, los tratos crueles e inhumanos, los castigos degradantes son comunes en México. Son institucionales. Por no mencionar lo subterráneo: desapariciones, ejecuciones, encarcelamientos infundados, calumnias, compra de voluntades para dividir o guardar silencio.

¿Es «prensa vendida» la que difunde los ataques a los organismos independientes? ¿»Mercenaria»? No necesariamente. Bien observaba Edgar Morin: cuando los grandes medios se ponen del lado del poder real, no es que se vendan, son parte de él. Comparten convicciones, el deseo de imponer orden (su orden); pertenecen al poder. ¿De qué se les puede acusar? ¿De obedecer al dueño de la empresa? ¿De llevarse de piquete de ombligo con gobernantes, políticos y empresarios?

Todos los derechos están amenazados

La tragedia cotidiana en México afecta a los connacionales y con intensidad especialmente culera a los centroamericanos migrantes. Se reprime a maestros y normalistas, a los ejidatarios que se atraviesen, a defensores del medio ambiente como Ildefonso Zamora de Huitzilac. A quien ponga en primer lugar la dignidad y ejerza justicia colectiva legítima, como ocurre en Guerrero y Michoacán con las policías comunitarias y los sistemas de gestión autónoma. A millares de mujeres, niños, familias, hombres, comerciantes, campesinos, obreras y transeúntes secuestrados por policías que los «detienen» para entregarlos a quien pague: morirán de feo modo o serán violados y violentados hasta lo inaudito. Los menos desafortunados caerán presos.

En la lógica de los opinadores y del Estado mismo, estos policías «no son el Estado», todo queda entre delincuentes y gente de bajo nivel. Niegan que sea responsabilidad del Estado. Aunque pertenezcan a la Federal, los policías son de Marte, o de Huitzuco, que queda en Mercurio.

La lucha de clases «pasó de moda». Prevalecen la masacre de clase, la criminalización de clase, la represión de clase, la justicia de clase. La información, las opiniones y la propaganda obedecen a los intereses de la casta dominante, así que a desinformarnos contra esa clase de propaganda mendaz. La defensa de los derechos humanos individuales y colectivos, de su legitimidad y urgencia, resulta indispensable ante al hostilidad que despierta y seguirá despertando allá arriba cualquier exigencia popular de justicia.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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