Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

Rumbo al siglo de las mujeres, o la decadencia del imperio varonil

It’s all right if you grow your wings on the way down (“Está bien si tus alas te crecen cuando ya vas de bajada”)

Robert Bly

Los hombres hemos caído de la gracia de las mujeres. Sí, es una generalización llena de excepciones y asegunes, pero también un hecho comprobable. Al grado de que a muchas ya les damos güeva y pasan de la testosterona y sus efectos, o nos dosifican con cuidado. Entre ellas dan por sentado que existe una crisis de la masculinidad, con bastante razón; pero también y sobre todo hay una crisis en la aceptación de muchas mujeres de las masculinidades dominantes, ahondando en la reinterpretación del poder patriarcal y los instrumentos de su dominación, que van de la fuerza bruta, el sometimiento físico o psíquico, el abandono y la explotación económica hasta los celos y las dulzuras (aun si sinceras) del amor romántico, que como se sabe es eterno mientras dura.

Con abundancia de pruebas y ejemplos han decretado que somos malas parejas, malos padres, malos hijos, malos hermanos, malos jefes, malos maestros. No se tragan los argumentos con que imponemos las razones de nuestros actos: primero es la patria, me debo a la lucha, a la empresa, al equipo, a mi antojo.

En muchos varones, otra crisis muy explícita y turbulenta aunque tampoco nueva, es la de la edad (que comienza en la adolescencia), lo que curiosamente a muchas esposas les significa ahora independencia, empoderamiento o al menos paz emocional. En cambio, la hombría se dilapida en inseguridades que se blindan con alcohol, lujuria, ambición, camaradería viciosa, irresponsabilidad. En un país de hombres ausentes por causas laborales, de seguridad u otras, las familias y hasta los pueblos quedan a cargo de las madres y abuelas, en el campo indígena y el campesino, en los barrios urbanos y no pocos hogares de clase media. Manden o no dinero, los hombres no están.

No todo el feminismo, hoy en aluvión histórico, arriba a las mismas conclusiones. Lo hay conciliador, lo hay crítico, lo hay rompedor (etiquetado como “radical” o “extremista”), pero en todos los casos expresa hartazgo y una decepción que puede llegar al odio, pero ante todo les ayuda a entender y a vencer el miedo. Un miedo ancestral que explica cómo han funcionado las sociedades durante siglos para mantenerlas sometidas. Cuántas generaciones de niñas aprendieron que lo que les toca es callar y obedecer aún lo inaceptable.

Los hombres lo hemos hecho tan mal en esos rubros que no merecemos confianza. Lo que se tomaba como lanzadez galante hoy califica como acoso; el derecho de pernada vigente en el showbizz y otros ámbitos, la extralimitación en el “derecho” conyugal (incluidos noviazgos y amigos de confianza) y el uso sexual de la fuerza ahora constituyen violación. Algunas acusaciones públicas pueden resultar excesivas o infundadas, aunque hay mujeres que consideran que ninguna lo es, pues “todos los hombres son violadores”, lo cual ofende a hijos, parejas y amigos que no lo son, pero apunta a un instinto depredador y recurrente que las civilizaciones modernas no ven disminuir sino lo contrario; el rapto de las Sabinas no fue nada en comparación.

El aumento exponencial de violencias contra las mujeres por fobias inconfesadas u hombría vulnerada no es sólo cuestión de mejores registros estadísticos, descomposición social o inusitada disposición de las mujeres para denunciar y resistir la actual epidemia de violaciones, ultrajes y feminicidios, las conductas más ruines dentro de una serie de usos y hábitos que siempre se dieron por sentados. Presenciamos acaso una decadencia del imperio varonil.

Para millones de mujeres (llámense conscientes, valientes, dignas, solidarias, desesperadas, profundamente resentidas, humilladas u ofendidas) los hombres devenimos patéticos o temibles, vanidosos o criminales, egoístas por ambición o pereza mental pues aun en las peores el macho lleva ventaja y considera que puede y necesita hacer lo que se le pega la gana por buenas o malas razones, o por ninguna.

Los despropósitos de algunas reacciones culturales anti-varón llevan a esa cancelación mental (y en ocasiones factual) de los maridos famosos. Dos figuras centrales de la cultura mexicana moderna son minimizadas para resaltar la obra y la vida de sus cónyuges victimizadas: Frida Kahlo sería “mejor” que Diego Rivera, y Elena Garro la escritora “destacada” de su matrimonio, y no Octavio Paz. Desde luego hay gustos, y motivos para el reproche, pero en términos estrictos resulta insostenible (o innecesaria) esta apreciación, aunque su popularidad vaya en aumento.

Las mujeres movilizadas de cuerpo y mente han decidido dar la lata provocadoramente con su lenguaje incluyente, la prohibición a los varones de marchar con ellas bajo cualquier envoltura, la toma y paralización de facultades universitarias y oficinas públicas, el pintarrajeo de fachadas y monumentos, los escraches, la tolerancia cero a toda actitud o acción definible como patriarcal, la presión contra las complicidades (“el pacto”) y los silencios que protejan a los acosadores, etc. No les interesa nuestra presencia para apoyarlas o fotografiarlas, tampoco nuestras crónicas y opiniones. Ellas hacen y relatan. Ellas se organizan por su cuenta. A muchos les da miedo cuando ellas pierden el miedo.

El anti-patriarcalismo alcanza a los gays, los transexuales, los travestis, incluso a las transexuales que optan por masculinizarse (allí está la “traición” de la actriz Ellen Page, quien no contenta con proclamarse lesbiana, decidió transformarse en Elliot Page).

Pasan de nosotros. No disculpan que los señores se gasten fortunas en carros deportivos y fiestas locas, consuman una pornografía que las degrada, persigan jovencitas o jovencitos, se aprovechen de sus cargos para cometer fechorías sexuales. Desde ese prisma parecieran ya insuficientes u obsoletas las reflexiones humanísticas sobre la masculinidad en la línea de Robert Bly, quien desmenuzaba la fuerza viril para conducirla al jardín de la ternura y la solidaridad con las mujeres. Proponía encontrar una virilidad sana y verdadera. (Véase Iron John. A Book About Men, Addison-Wesley, 1990). Hoy el hombre debe reeducarse, “desconstruirse”: una versión posmoderna y más rigurosa de la cristiana penitencia.

Los hombres cercanos a las mujeres en lucha y resistencia queremos reivindicarnos ante ellas, con pocas posibilidades de éxito. Las apoyamos, escribimos artículos como este, aceptamos tenerlas como pares o jefas. Ya no basta lavar los platos ni cambiar pañales. Pero quién de nosotros no ha tenido privilegios, así sean mínimos, por ser hombre, y los ha aprovechado dándose cuenta o no.

En años recientes, en los medios artísticos e intelectuales se crearon nuevas armas de denuncia y sanción, pero también en secundarias públicas y centros de trabajo. A los culpables les cancelan sus obras, los tumban de posiciones de poder, los exhiben en redes sociales, pintas y “tendederos”, no les conceden perdón ni olvido. Se desnudan las hipocresías supremas, como demostró la reciente caída del presidente del Tribunal Universitario de la UNAM acusado de abusos, siendo él quien debía sancionar a maestros, alumnos y funcionarios abusadores.

Ciertamente son los machos quienes hacen las guerras, organizan el crimen y el terrorismo para domeñar vidas, territorios y hasta gobiernos de regiones enteras y países; los que destruyen, explotan y envenenan el ambiente. Porque pueden, porque para eso son hombres, carajo. Y entre ellos se encubren y justifican (“boys will be boys”).

Las tataranietas de Flora Tristán y Mary Wollstonecraft, las bisnietas de Rosa Luxemburgo y las sufragistas, las hijas de Simone de Beauvoir y María Zambrano, las hermanas de Judith Butler, Eve Ensler y Silvia Federici, sus hijas y sus nietas, traen un vuelo de altura y longitud poderosísimo que ya desafía el dominio masculino.

La actual sacudida de las mujeres no cesa y tiene mucho que pelear todavía por la igualdad de derechos y las nuevas formas de convivencia. Las luchas indígenas contemporáneas nos enseñaron que la igualdad también se basa en respetar la diferencia.

Más homogénea y alienada que nunca, la cultura occidental se debate hoy en todo ello. Venturosamente, crecen la influencia y la calidad de las obras realizadas por mujeres, que pueden ser dirigentes, futbolistas, doctoras, albañiles, campesinas, poetas, cineastas, ensayistas o novelistas determinantes. El acceso al poder político ya no es sólo prerrogativa de reinas y consortes.

Las tradiciones de los pueblos originarios también se abren al cambio; del discurso zapatista y su pionera Ley de Mujeres al activismo protagónico de las mujeres en las comunidades y sus resistencias, la aportación de las indígenas resulta ejemplar. Retos monumentales enfrentan las mujeres bajo el islam reaccionario y el cristianismo conservador.

Las exigencias y reivindicaciones femeninas apelan a la humanidad entera, sin distinciones de clase, género, edad, nacionalidad o creencias, y permiten esperar que éste sea el siglo de las mujeres incluso donde los hombres menos se lo esperan.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

Dejar una Respuesta

Otras columnas