Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

Monumentos y vergüenzas públicas (Tema y variaciones)

Marcha del Día de la Mujer en La Alameda, CDMX, 2019. Foto: Hermann Bellinghausen

TEMA:

Nunca debemos olvidar que la principal función de las estatuas y los monumentos públicos es la de ser cagados por las palomas. Eso nos ayudaría a darles menos importancia, o dárselas a la altura de lo que verdaderamente significan.

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Con marchas de pompa y circunstancia a la Edward Elgar, se inauguran estatuas, bustos y a veces cabezas. Cada época refleja en tales instalaciones su ideal antropomórfico o sus fantasías de grandeza histórica o alegórica (que a veces se les confunde). Son expresiones de poder, pero sometidas al vaivén de la Historia. Caen decapitados los reyes, los dictadores, los “padrecitos”, los conquistadores sangrientos y genocidas, los poetas olvidados. Esto no es nuevo, les ocurrió a los señores mayas de Yaxchilán como Pájaro Jaguar IV, engalanados en dinteles y estelas grandes que fueron derribadas y después se las tragó la selva mil años. También les ocurrió a los dioses temibles del imperio azteca.

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El “Caballito” de Manuel Tolsá, notable obra de arte para los estándares del siglo XVIII, representando a Carlos IV de Borbón (Humboldt admiró enormemente la estatua) acabó dando al imaginario mexicano el realismo testicular del caballote de bronces y su diminutivo vengador. Con eso de que las estatuas cuando no son derribadas caminan, abandonó el escaparate histórico del Paseo de la Reforma para refugiarse a la sombra de la otra obra magna de Tolsá en México, el Palacio de Minería. Así, dejó de haber un rey español en la inicialmente llamada Calzada del Emperador, o la Emperatriz, nuestros Campos Elíseos a la larga tan rascuaches como la memoria de Maximiliano I, y la afean toda clase de rascacielos y bancos.

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Hoy que se reengrandece a Christo, el envolvedor de parques, palacios, puentes y monumentos, vistiendo en su honor al Arco del Triunfo en París, vemos cómo hasta lo fugaz y alguna vez provocador le funciona al poder que lo hace canónico.

Una derivación subversiva, muy interesante, se ha desarrollado en años recientes con los antimonumentos en la Ciudad de México, recordatorios colectivos, súbitos y contundentes de las malas memorias de pasado inmediato: el 68, las demasiadas muertas, los 43 de Ayotzinapa, los 65 de ABC (ver “Antimonumentos, conciencia y resignificación del espacio público”, amplio reportaje de Gloria Muñoz Ramírez en La Jornada Semanal 1263, 19 de mayo de 2019: https://issuu.com/lajornadaonline/docs/semanal19052019)

Ni tan eternos como el bronce, ni tan efímeros como los trapos de Christo y Jeanne-Claude, buscan lo contrario de un monumento al ser memento de la vergüenza y el dolor. Los antimonumentos son más corrosivos que la caca de las palomas.

Antimonumento del 68. Foto: Desinformémonos

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También con estatuas se escribe la Historia. Se les borronea, mutila y corrige. Cuando el movimiento feminista subió su marea de rabia en los años pasados, siguiendo los pasos de los pueblos indígenas, se permitió cuestionar la dictadura estatuaria de los hombres, empezando otra vez, claro, por el Paseo de la Reforma y su desfile de próceres olvidables para todos salvo las palomas. Desde entonces se viene cumpliendo la cuota de compensación con las próceras rescatadas de las notas a pie de página de los libros de historia.

En este rubro cabe el sainete que se armó en torno a la sustitución del decimonónico Cristóbal Colón de Charles Cordier por una mujer indígena. Aún no decide cuál. El gobierno quiso imponer una cabezota neo-otomí y llovieron las iras y los memes, matrimoniándola con el adefesio de la Cabeza Juárez de Siqueiros allá por Calzada Zaragoza. Ahora se anuncia que podría ser otra obra, pero la premisa se mantiene: mujer e indígena.

Debemos entender este gesto demagógico (sin discutir su innegable justicia) como parte de la agenda “neoindigenista”, aunque llamarla así no es preciso, y de la creciente necesidad política de encomiar a las mujeres aunque la realidad siga siendo inmensamente hostil con mujeres e indígenas.

Decenas de pueblos (sobre todo “mágicos”) y ciudades del país ostentan estatuas etnográficas de los indígenas del área. Lo de la CDMX no es nuevo. “Huicholitos”, mayas de toda laya, tarahumaras, purépechas y demás han sido prodigados por estados y municipios con fines turísticos y lavado de conciencia. Tiempo atrás, los colonizadores españoles colocaron en las esquinas del centro de San Cristóbal de Las Casas figuras en piedra de indígenas, para indicarles a los indios de carne y hueso cómo deberían vestir según su pueblo; sobrevive alguna.

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Hay en la antigua residencia presidencial de Los Pinos una estatua ridícula del presidente Vicente Fox con una niña indígena agarrada de su paternal piernota con todo y huipil y trenzas. Otro que se soñó protector de indios.

Estatua de Vicente Fox en Los Pinos. Foto: Hermann Bellinghausen

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Mujer es la Diana Cazadora de Juan Fernando Olaguíbel (1942), tan sexualizada en el imaginario popular y subversivamente vestida por Los Caifanes de la película (Juan Ibañez, 1967) en tiempos de Díaz Ordaz. Ella también ha caminado, la han arrumbado, enjabonado y vandalizado: el precio que se paga por la prolongada exposición púbica y pública.

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Otra mujer del Paseo de la Reforma está desmujerada. La hicimos El Ángel. Obra cumbre del patriarcado porfirista, la columna del arquitecto Antonio Rivas Mercado que sostiene a la bella mujer esculpida por el hacedor de estatuas porfirianas Enrique Alciati (quien tiene su Juárez y su Doña Josefa), igual que los obeliscos y las columnas del mundo es un alarde fálico coronado de laureles. Ya la naturaleza la (lo) tiró medio siglo después de su inauguración, a causa del temblor de 1957. Monumento de elección para celebrar los goles nacionales y los colores de los distintos partidos políticos, tampoco escapó a la furia feminista que pintarrajeó su base una y otra vez hasta exasperar a los paisajistas oficiales.

Un Ángel entre andamios. Foto: Hermann Bellinghausen

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No son tiempos fáciles para las estatuas. Distintas Furias (populares, inmobiliarias, ultraderechistas) conspiran en su contra. Peligran dedos, narices, entrepiernas. No que no estén acostumbradas al manoseo, como la pobre Malgré Tout del “Manco” Contreras cuyo marmóreo cuerpo desnudo yació un siglo en La Alameda Central, para regocijo manual del pueblo hasta sacarle impúdicos brillos en las partes más redondas. Así las otras mujeres desnudas del paseo dominical soñado por Diego Rivera.

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Hubo un partido de Estado que decidió modernizar el ornato urbano y se consiguió un escultor de chatarra pintada y geométrica para poblar glorietas, plazas, bibliotecas, universidades y oficinas de gobierno. Se llamaba Sebastián y va en camino al olvido. Ni a las palomas les interesa.

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Pocas cosas más melancólicas y solitarias que las estatuas. No sólo en los cementerios. Mejor que en cualquier cuadro tramposo de Giorgio De Chirico, su tristeza nocturnal fue entendida por Xavier Villaurrutia:

“Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las flechas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: ‘estoy muerta de sueño’”.

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En el poblado y municipio indígena de Coatetelco, Morelos, erigieron un simpático bronce a la mojarra. Marca la gratitud del pueblo al popular pez por haber repoblado la laguna, que se desecó por completo con todo y fauna hacia los años ochenta del siglo pasado, y sólo pudo recuperarse gracias a las aguas generosas de la vecina laguna natural El Rodeo (la que se ve desde la zona arqueológica de Xochicalco). La mojarra se convirtió en símbolo y recurso económico para la gente.

Monumento a la mojarra en Coatetelco, Morelos. Foto: Hermann Bellinghausen

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CODA:

El sueño íntimo de toda estatua es que la dejen en paz las pasiones humanas y así puedan entregarse a la tranquila coronación en la materia blanco-verdosa de las palomas, sus únicas verdaderas aliadas en las buenas y en las malas.

Un paseo por el Centro Histórico de la CDMX. Foto: Hermann Bellinghausen

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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