En tierra ocupada

Melissa Cardoza

Madre, que tu nostalgia se vuelva el odio más feroz, madre necesitamos de tu arroz

De ida y vuelta por la vida se entiende que maternar es un verbo colectivo. Yo, al menos tuve tres madres, la que me puso en el mundo, la que me amó sin preguntas hasta el final, la que me enseñó lecciones que sólo 20 años después pude entender; y luego muchas hermanas mayores que son también mamás tantas veces por ese modo en que entendemos su autoridad para mostrarnos los caminos. Yo misma, tuve un hijo por unos años que se columpian en mi memoria; y he alimentado, cargado y cuidado a más de una chiquitina que anda ya de mujer grande viajando, escribiendo, pensando en cómo seguir con la vida, y haciéndolo, a veces solas con sus propios pesares.

Algunas tuvimos posibilidad de hacer elecciones y otras entendieron las maternidades años después que les tocó vivirlas y le buscan el gusto porque ya están en lo que están; hay quienes se fueron porque asumieron que no podían con la dimensión de crecer una persona y le asignaron otras mamás a sus criaturas, como un acto de amor. Es así, como se va pudiendo en una sociedad que siempre dirá lo mala que son las madres, pero sea como sea; igualmente todas tenemos dulces o amargas frutas de esos árboles.

Oficio de mujeres, casi siempre. Humano oficio de sostener la vida que las criaturas se empeñan en perder, de pequeños porque aún no les ha llegado esa noción tenebrosa de la muerte y todo les parece posible; brincan y se avientan con la facilidad y la alegría de seres de plástico que casi siempre rebotan. Luego crecen y la experimentación les lleva por caminos en contrasentido, búsqueda del amor por rutas siniestras, o el vivir de a diario que trae lo suyo sobre todo cuando se vive en un país donde las balas se disparan con tanta facilidad y a las mujeres jóvenes se les considera cuerpos disponible para los hombres, sobre todo si son tiernas sus edades.

Las mujeres que luchan contra los sistemas de opresión de manera radical, no las que andan suavemente por los caminos de lo posible y que tiene más privilegios que entuertos, saben que sus hijas e hijos están en el ojo de quienes las quieren quitar del camino. Y esa amenaza sí que las doblega. Nunca he visto a lideresas potentes agacharse ante un militar, o temblar por una llamada donde les anuncian su muerte; ni siquiera cuando intentan realmente hacerles daño, hasta que nombran a sus hijos. Las he visto despedirse con enorme dolor de hijas para mantenerlas a salvo, confiar en que otra como ellas les cuidará y maternará porque eso también se comparte en el camino de las luchas; compartir la estafeta de sostenerlas. Esas mujeres que separan a sus hijos por el bien de ellos, son las que también ponen su cuerpo para la vida de otras pequeñas, porque no les quiten su río, ni las tierras para cultivar la comida; para que no les maten la esperanza de crecer entre los árboles de mango y las tormentas sobre los techos.

Las mamás son personajes que siempre estarán en las historias, leyendas, discursos y debates de todo tipo, pues son el centro de muchísimas lógicas y dinámicas de poderes opresivos y aniquiladores de la vida de las mujeres en tanto personas y no en servicio de cuido para otras; y son al mismo tiempo las que están sonando las campanas para que no olvidemos la valiosa vida y la impostergable urgencia de hacerla vivible.

Hoy que se habla tanto de las madres, no se puede menos que pensar en las mujeres palestinas y el infinito dolor que recorren sus horas ante la brutalidad del infanticidio sionista, sus voces, llantos, gritos de denuncia que dan cuenta de un momento de horror para la especie. Ellas son también madres de nuestros días, y somos sus hijas y hermanas. Hay que detener el genocidio.

Melissa Cardoza

Escritora, activista feminista integrante de la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en Honduras y la Asamblea de Mujeres Luchadoras de Honduras.

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