La normalidad de la excepción
Lo que vaticinamos como mujeres pensantes, feministas, defensoras de derechos humanos, así ha resultado: el estado de excepción no sería tal, llegó para quedarse como todos los mecanismos que el poder establece para su beneficio sea que lo sujete la derecha más recalcitrante o su cercana izquierda moderada o socialista como le llaman aquí. Tan similares como un par de mellizas en tantas de sus políticas.
El 6 de diciembre próximo se cumplirá un año en el que, por una decisión de la presidenta Xiomara Castro, quien prometió desmilitarizar el país, como tantas rotas promesas hizo, estableció el estado de excepción como una medida que propuso llevaría a disminuir la violencia en los lugares que se han estigmatizado como los más inseguros, donde habitan los supuestos delincuentes, y en zonas de altísimo riesgo, según su consideración y la de sus asesores. Mientras, la clase política multipartidaria, con algunos de sus propios miembros de gobierno que se consideran personas respetables, manchados de estafa, narco, robo al pueblo, crímenes más que consentidos para ellos, duermen tranquilos en las residencias de las zonas donde no hay estado de excepción.
Lo cierto es que según los observatorios no oficiales, la excepcionalidad, el aumento de efectivos militares y policiales, los cercos de control en territorios, no han mejorado sino empeorado la situación, según nos dicen las compañeras que son parte de la Red Nacional de Defensoras, mujeres de comunidades urbanas, indígenas y rurales que resisten y a quien el actual gobierno sólo las dejó como dicen ellas: vestidas y alborotadas. El gran baile de la justicia popular ya no llegó, como algunas lo sabíamos; y los salones están ocupados por los que siempre han decidido sobre el resto a partir de sus intereses y arreglos corruptos.
Los desalojos que se llevan a cabo en el campo hondureño hacen gala de esta política oficial tan cariñosa con los militares, que reconoce como legítimos a quienes ni siquiera pueden probar su propiedad como el caso de las empresas que producen azúcar o palma, al norte de Honduras; o los empresarios del turismo que pisotean el antiguo territorio garífuna imponiendo sus ganancias a la seguridad de la comunidad, sabiendo que es esa comunidad la auténtica propietaria del territorio para la vida común.
Para dar un dato, el registro y documentación de agresiones de la Red Nacional de Defensoras en lo que va de este año, que no termina aún, dichas agresiones están a punto de duplicarse con relación al año anterior, en concreto si en 2022 fueron 1.198 agresiones, a noviembre se cuentan 2.125. La cifra no solo alarma, y aunque pueden desconfiar de nuestros datos, también como política oficial blindada a la crítica, sólo falta mirar noticias, andar en la calle, subir a un rapidito, caminar por la zona del Aguán, hablar con las campesinas y campesinos que han tomado su mochila y se van para el norte de América, escuchar a los amigos a quienes les asesinaron hermanas, primas, cuñadas, sin que nadie se ocupe de averiguar al menos, qué les pasó y quién es responsable. El común de las personas en este país sabemos medir la situación con esa fuerza que tiene la realidad de a pie, descarnada y cruel.
El fracaso de la política de excepción es evidente porque nunca fue la intención proteger a la gente, sino a los amigos del poder, que tanto cacarean que sin la empresa privada no hay empleo y si no hay empleo el país se derrumba. Quienes lo sostienen de lejos son los empresarios o los finqueros; para ellos el país es su gallina que sigue produciendo huevos de oro. Lo que sí es evidente es que cada vez más se llenan las calles de los que usan uniforme verdeolivo y azulito, como la bandera nueva del gobierno de siempre. A ellos, instituciones de represión y muerte, parece que no les va nada mal.
Por el otro lado, un pueblo hondureño más indignado por perder un partido de fútbol que por todo el drama en el que vive. Indignado, pero silencioso, desencantado o cooptado, el movimiento social apenas asoma en estos días, más vinculado a los liderazgos campesinos que parece al fin han renunciado al romance con la institucionalidad actual y sus cantos míticos. Buena señal, aunque una se pregunta cómo es que pueden darse tantas veces con la misma piedra, muy mala señal cuando lo que vemos es que ese movimiento, tan aguerrido para los discursos de clase, siga indiferente, cuando no cómplice de la violencia brutal contra las hondureñas, a las que se las mata a diario, al menos una cada catorce horas. La violencia en los movimientos formados por mujeres y hombres sigue intocada, poco denunciada, alentada por las prácticas comunes de las dirigencias, resistidas por las compañeras. La normalidad de los uniformados en las calles y campos; la normalización de que tantas mujeres sean asesinadas son parte de la misma fuente de dominación. Mucho que hacer seguimos teniendo las feministas que tenemos el ombligo en esta tierras de desalojos violentos.
Melissa Cardoza
Escritora, activista feminista integrante de la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en Honduras y la Asamblea de Mujeres Luchadoras de Honduras.