La ira de los violentos
Por el Covid-19 las muertes maternas entre las mujeres indígenas de la Montaña de Guerrero se han incrementado, sobre todo porque las autoridades de salud no han focalizado su atención para dar seguimiento puntual a las mujeres embarazadas. Se tiene un reporte que sólo el 40% de esta población se encuentra vacunada. Muchas de ellas son hospitalizadas porque se han contagiado del SARS-Cov2. No tuvieron oportunidad para vacunarse debido a que las brigadas de vacunación se concentraron en las cabeceras municipales y en algunas comunidades indígenas de Tlapa, Malinaltepec, Tlacoapa y Zapotitlán Tablas.
La desatención tiene consecuencias fatales porque el único hospital de la Montaña carece de personal médico. Esta institución funciona, siempre y cuando los familiares de las pacientes carguen con todos los gastos de su tratamiento. Solo se proporciona la consulta médica y alguna cama en pésimas condiciones para las enfermas que requieren hospitalización. El desabasto de medicamentos es un problema generalizado en el estado, al grado que la cobertura del cuadro básico está por debajo del 35%. En las regiones pobres como la Montaña las enfermedades desangran la economía de las familias indígenas, sin que las autoridades asuman la responsabilidad de velar por el derecho a la salud.
La lucha de las mujeres indígenas contra la violencia ha desencadenado reacciones violentas por parte de sus agresores que compran la justicia tanto en el ámbito comunitario como en la misma Fiscalía que supuestamente protege a las mujeres. Dentro de las comisarías municipales son los hombres que desde los parámetros de la cultura machista dictan castigos a las mujeres que huyen del domicilio de su pareja para poner a salvo su vida. De forma recurrente se les encarcela, se les impone multas impagables por los pagos de los matrimonios forzados, se les obliga a regresar con su agresor. La ausencia de las instituciones del estado, propician estas acciones que atentan contra los derechos y la dignidad de las mujeres. La Fiscalía del estado forma parte de este entramado delincuencial que protege a los hombres violentos. Las violaciones sexuales contra niñas indígenas se han multiplicado y los casos de feminicidios forman parte de los principales delitos de alto impacto. Una parte de las remesas que envían los migrantes la destinan para pagar abogados particulares y a la ministerio público que se colude con los perpetradores, para interponer denuncias contra las mujeres indígenas que han decidido separarse de su pareja y huir de los domicilios, donde son maltratadas y abusadas sexualmente.
De las personas jornaleras que son enganchadas por mayordomos de la región, el 49 por ciento lo conforman las niñas y mujeres indígenas. Un gran número son monolingües y han truncado sus estudios básicos ante la imposibilidad de cubrir los gastos que implican para acudir a la escuela. De las mujeres adultas un 25 por ciento son madres solteras que llevan a sus pequeñas hijas a los campos agrícolas. Los hijos que han cumplido 12 años también se contratan en algunos campos agrícolas que no están registrados en la secretaría del trabajo. Las mujeres y las niñas realizan tareas muy pesadas, sobre todo cuando cargan arpillas de 50 kilos de chile serrano, para recibir un pago de 22 pesos por cada viaje. En el corte de tomatillo obtienen 5 pesos por una cubeta de 20 kilos. Su precario sueldo tiene que alcanzar para la compra de comida y el pago de la renta. Es una migración semiesclavizante, que les permite sobrevivir trabajando en los surcos. Las mujeres embarazadas solo descansan uno o dos días después del parto. No hay consideración alguna por su estado de gravidez. A los patrones no les importa que las mujeres tengan sus hijos en las galeras o en el mismo surco. Más bien reproducen su visión racista al calificar estos hechos como parte de las costumbres indígenas y del atraso en que viven.
Las mujeres al disputar su derecho a la tierra son mal vistas por los comuneros. Ante la imposibilidad de negarles este derecho, la asamblea en contubernio con las autoridades agrarias, toman el acuerdo de asignarles un cargo que implica mucha responsabilidad, como forma de castigo. Es una medida drástica para evidenciar que las mujeres no son capaces de cumplir con este servicio. Se trata de evitar que otras mujeres reclamen su derecho a poseer la tierra como sucede con los jefes de familia. Si no cumplen con las cooperaciones y los cargos se les castiga con cárcel, dejándolas en la indefensión.
La presencia de los grupos criminales en las cabeceras municipales ha incrementado la violencia por la proliferación de negocios ilícitos y la disputa que ejerce en los territorios para el control y trasiego de drogas. Los mismos conflictos agrarios se han transformado en un terreno fértil para la venta de armas, para atizar una confrontación sangrienta. No hay una instancia federal que brinde atención a esta alta conflictividad comunitaria. En el plano estatal se sobrellevan estos problemas con reuniones infructuosas y desgastantes. Se han suscitado incursiones armadas que han ocasionado asesinatos de personas mayores, de madres de familia y hasta de niñas y niños. Se ha dejado crecer el sentimiento de venganza ante la inacción de la Guardia Nacional, que las mismas autoridades comunitarias han exigido para el repliegue de los violentos. La violencia diaria ha roto el tejido comunitario, generando mayor rivalidad entre los pueblos y familias. Se ha profundizado el odio al grado que hay grupos de jóvenes que se atrincheran para balacear a cualquier persona que camine cerca de los terrenos en disputa. Ya no hay denuncias penales porque se filtra la información y se pone en mayor riesgo a las madres de familia que se atreven a pedir justicia. Además de los asesinatos hay personas desaparecidas, varias de ellas mujeres y niñas. Se han dado casos donde queman los cuerpos de las víctimas para causar terror y mayor dolor entre las familias pobres.
Tanto la pandemia como el crimen organizado y las mismas autoridades de los tres niveles de gobierno han sido factores que propician las muertes por enfermedad, agresiones y armas de fuego de las mujeres indígenas que luchan por su sobrevivencia y siguen dando la batalla para contener la ira de los violentos.
Abel Barrera
Antropólogo mexicano y defensor de los derechos humanos. En 1994 fundó el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan en Guerrero, México. Ha recibido diversos premios por su trabajo en la defensa y promoción de los derechos humanos, de Amnistía Internacional Alemania en 2011, y el premio de derechos humanos 2010 del Centro por la Justicia y los Derechos Humanos Robert F. Kennedy, entre otros