Montaña adentro

Abel Barrera Hernández

El llanto de la Montaña

La realidad más cruda y cruel es el llanto de los niños y niñas indígenas de la Montaña de Guerrero. Lloran desde recién nacidos por los estragos de la desnutrición de su madre. Tienen que adaptarse al trabajo brusco de su progenitora, que con un rebozo los carga sobre sus espaldas, cuando realiza el corte de los vegetales en los surcos de las agroindustrias. Tienen que soportar el sol y el hambre, mientras su mamá carga las cubetas de los jitomates para recibir el pago de 5 pesos, en este trajín de la semi esclavitud. Los niños y las niñas lloran la ausencia de su mamá y su papá cuando tienen que dejarlos debajo de la sombra de un árbol, para trabajar con mayor intensidad en los surcos del hambre. Durante su infancia no tienen la oportunidad de convivir y jugar con otros niños porque no cuentan con espacios de recreación en su comunidad. No hay escuelas ni canchas de basquetbol.

Desde los 11 años las niñas enfrentan la gran amenaza de sus papás, quienes durante los últimos años han propiciado la venta de sus hijas entre las mismas familias de las comunidades pobres de la Montaña. En esta región el abandono del Estado es atroz. La ausencia de sus instituciones propicia estas violencias contra los niños y niñas que no tienen infancia, y contra las mujeres, que a corta edad son madres de familia. La violencia se enseñorea contra las pequeñas esposas que tienen que soportar los golpes del marido y el maltrato de los suegros. El abandono del gobierno forma parte de esta violencia estructural, que por centurias ha permitido que las mujeres sean tratadas como seres inferiores y que sean víctimas de feminicidios.

En una comunidad Me’phaa de Malinaltepec, Guerrero, los niños juegan con las botellas de plástico que la gente tira en los polvorientos caminos que llevan a sus chozas. Es una comunidad fantasma porque no hay gente en la comisaría, ni en la calle principal del pueblo. El letrero que anuncia la venta de takis en una puerta semi abierta, funciona como una pequeña tienda para comprar refrescos, galletas y cervezas. No hay escuelas ni cancha. La comisaría es un cuarto cerrado con un pequeño corredor. Los asuntos se atienden después de las 6 de la tarde, principalmente en los fines de semana. Durante los cinco días, las familias permanecen en sus casas o van al campo a cortar leña y acarrear agua. El silencio es denso porque la gente sobrevive en condiciones sumamente precarias. El abandono del gobierno es criminal, no hay inversiones para revertir el rezago social y dignificar la vida de las familias que trabajan en el campo. Las energías que se adquieren con las tortillas de maíz, son las que permiten realizar los trabajos domésticos y del campo. Son los brazos con los que cada persona lucha para tener una sombra donde vivir y un fogón donde comer.

Es muy duro el testimonio de Severa, la hija mayor de Isabel y de Joviniano. Recuerda con mucho dolor, cuando su madre se encontraba sangrando en la calle del pueblo. No daba crédito a lo que sucedía, porque sólo veía sangre y un cuerpo que luchaba contra todo para sobrevivir. La sangre corría por la calle polvorienta mientras la ira de Joviniano se ensañaba contra mi madre indefensa. No se me olvidan los gritos desgarradores de mi madre. No supe qué hacer, sólo traté de recoger el pedazo de brazo que le había desprendido mi padre por los machetazos que le dio. Llegaron varios vecinos que armaron una camilla con varas para cargarla y llevarla al hospital de Tlapa. Ella se desangraba y con mucho valor alcanzó a decirme que fuera a buscar su ropa y algunos papeles para llevarla a Tlapa. También me dijo que tenía un dinerito guardado para pagar los gastos de la medicina. Me pidió agua, temblando le di un poco. Intentó levantarse. Ahí se dio cuenta que no tenía un brazo. Preferí correr para buscar a mis hermanitos. Fue muy triste verla morir sin poder hacer nada. Los vecinos fueron por unas enfermeras para que la pudieran auxiliar. La sangre no paraba y su rostro palidecía. Buscamos un carro para llevarla a Tlapa, alcanzamos a subirla en la batea de la Nissan, pero todo fue en vano porque mi mamá ya no aguantó. El comisario dio parte a la síndica municipal y a la autoridad ministerial.

Somos siete hermanos, todos sin saber leer y escribir. Desde pequeños íbamos al cerro a sembrar maíz y ya que estábamos un poco grandes nos alquilábamos de peones en el corte del café.  Nos pagaban 60 pesos durante todo el día. Así le ayudábamos a mi mamá, porque mi papá se la pasaba tomando. Intenté convencerlo de que no tomara y aceptó que lo anexara. Solo duró dos meses encerrado, pero de nada sirvió porque agarró el vicio con más fuerza. Regresó a la casa para hacerle daño a mi mamá. Nunca imaginé que su odio fuera tan grande. Bien recuerdo que fue el 7 de marzo, cuando mi mamá estaba lavando su ropa y mi papá buscaba unos clavos para armar una mesa. Noté que traía en su cintura un machete dentro de su forro. De manera cobarde caminó donde estaba mi madre, tratando de que ella no se diera cuenta. Al acercarse sacó el machete y con toda su furia le pegó en la espalda. Mi madre alcanzó a correr, sin embargo, Joviniano traía el diablo adentro, porque la siguió y le alcanzó a dar otro machetazo. Ella cayó y ya no pudo defenderse porque la arrastró y le cercenó un brazo. Intentó defenderse, pero él se abalanzó nuevamente para machetearla en el otro brazo. No se cómo saqué fuerzas y le grité a mi padre que dejara de pegarle a mi madre. Recuerdo que me contestó “no te metas porque también te voy a machetear”. Me dijo que me callara y al darle el último machetazo a mi madre tiró el arma asesina y agarró camino hacia el monte. Como un cobarde huyó y nos abandonó.

Como hermanos mayores decidimos dar nuestro testimonio contra nuestro padre porque no podemos perdonar lo que hizo. También destrozó nuestras venas y nuestros brazos, dejó nuestra cara cortada como se lo hizo a nuestra madre. Nos dejó con el corazón sangrante, en el olvido y en la orfandad, llorando en la Montaña. Durante las noches de insomnio busco a mi mamá. Sólo las lágrimas me permiten sacar todo mi dolor. Recuerdo sus palabras “te quiero mucho hija, te voy a encargar a tus hermanas, las vas a cuidar. Yo siempre te voy a proteger”. En esta soledad que compartimos con mis hermanos pequeños, no hay quien nos ayude ni reconforte. Todo es sufrimiento, todo es llanto y dolor en esta Montaña olvidada.   

Abel Barrera

Antropólogo mexicano y defensor de los derechos humanos. En 1994 fundó el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan en Guerrero, México. Ha recibido diversos premios por su trabajo en la defensa y promoción de los derechos humanos, de Amnistía Internacional Alemania en 2011, y el premio de derechos humanos 2010 del Centro por la Justicia y los Derechos Humanos Robert F. Kennedy, entre otros

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