La colonia que nos vio crecer
Santa María la Ribera bailando nos junta
A Rocker y a mí nos gustaba salir con mamá a comprar el periódico a la esquina y caminar tres cuadras hasta las escalinatas del quiosco morisco, para escuchar de su boca y en diálogo con otros vecinos, que a veces se congregaban ahí, las noticias más destacadas del día. Nos gustaba escuchar cómo Fran saludaba a las vecinas con su acento italiano que parecía más ruso que otra cosa. Rocker se emocionaba cuando en ese tono tan suyo, tan estridente y lleno de vida, asaltaba a los vendedores de departamentos a medio construir: “¡Depredadorres! ¡Dejen de tirar casas y robar el agua de los barrios! Aparte son tan feos, todos iguales, color cemento”. Yo me hacía chiquita y me escondía detrás de ella dispuesta a morder a cualquiera que le contestara de mala manera. Los dos reíamos al ver las caras de desconcierto de los propagadores de la biblia cuando, al pasar por una de las esquinas de la plaza, les gritaba: “¡Huestes de Bolsonaro!
Santa María la Ribera nos vio crecer juntas, en esas caminatas, del metro a la casa, del mercado al Locatl, de casa de Coque a la tiendita del güero, persiguiendo a la Petra (el carrito bocina) de la Chismosita. Del café a la panadería, donde con emoción me dejaba cantando: “Conmigo hiciste tu primer pan, tralalalero tralalalá”. Aprendiendo a bailar con el Sonidero Sincelejo, que reía al ver nuestra torpeza alegre, a tropezones con la cola de Rocker, intentando imitar la destreza de bailarinas y bailarines que con sus mejores trajes llenan de color, música y movimiento los domingos en la plaza llena de gente de todos lados de la ciudad.
Hace doce años que, junto al colectivo Acción y Cultura, conocimos a Joel y su pasión por la cumbia colombiana, su deseo de que el baile y su magia fueran motor de construcción de territorio común en el barrio que lo vio nacer. Hace doce años, por las cosas raras y bellas que tiene la vida, nació Mi Verde Morada con sus bicicletas, huertos, bailes y asambleas, y que poco a poco se fue convirtiendo en nuestra casa: construyendo, reconstruyendo e inventando.
Hace doce años la Santa María la Ribera nos adoptó por completo y, junto con otras y otros, construimos esa necesidad tan primigenia que es el sentirse parte de un territorio, con todas las complejidades y contradicciones que puede tener la urbe y sus actores.
Y hoy hace un año tembló y mi mamá se fue, acompañada de Rocker, su perro anarquista (como a ella le gustaba presentarlo), en esa casa que inventamos como otro de nuestros lugares en esta tierra. Su despedida fue una reunión de mundos y personas, vecinas, amigas, pintores, escultores, panaderas, hermanas, poetas, madres, sobrinas, primas, tíos, editores, escritoras, académicas, feministas de todas partes, que con sus anécdotas, compartición de panes hechos en colectivo y pláticas, la hacían y siguen haciendo vivir. Acompañamos su partida con una caravana de bicicletas que, con la sorpresa de sus hermanos italianos que se sentían en una película de Fellini, gritábamos: “¡Las calles son de quien las camina!”. Y alguien contestaba: “Y las pedalea”. Y alguien más: “Y las baila”.
—¿Qué somos, mamá?
—Abejas.
—¿De dónde somos, mamá?
—De los barrios, pueblos, bosques, parques, palabras y caminos que nos ven crecer.
Hace tres semanas un domingo en la mañana me reencontré con las vecinas y vecinos que he visto y me han visto crecer por estos doce años, defendiendo el baile en la alameda de nuestro barrio al Sonidero Sincelejo. Hace dos semanas, un domingo, me sentí tan asustada como protegida por ese tejido variopinto que somos en este territorio que habitamos y que hemos decidido hacer nuestro, durmiendo en él o no, trabajando en él o no, pero sí transitándolo, caminando y bailando por sus calles, saludando a los que pasan, comiendo, jugando, gritando, llorando.
Pensaba en qué haría y diría mi mamá en esta situación, cómo abriría sus brazos y caminos para recordarnos cómo los espacios públicos que habitamos han sido un trabajo cotidiano, una victoria de nuestra construcción de piso común no intermediado por el dinero sino por la necesidad y el gusto de compartir territorio.
La vi gritando entre nosotras: “Las calles son de quien las camina, las fronteras son asesinas”. “La plaza es de quien la baila, la privatización mata la vida en común”.
La Casona
Chiflarse en las edades del vecino y la amiga
que no es hija madre o hermano
acaso compañías para el viaje de la vida.
Desatendemos ilustraciones innecesarias
cuidamos las tardes
al dormitar en la cama sin vestir calzones.
El tiempo propio y la responsabilidad
kilos de cuidados con risa los domingos.
La neurótica, el hiperactivo, la niña a de las lechugas
la plática repentina
las lluvias de verano entre sol y diferencias.
Familia y aislamiento no son destinos necesarios.
No lo fueron las compañeras de colegio ni el marido
nunca hubo pareja en el deseo. Lo nuestro es
apetencia de soledad por momentos y un diálogo
abierto al cuerpo y las caricias.
La que estudia en el calor necesita agua fresca
la vieja, una tisana y el que suda en la huerta
también dispensa abrazos. Sexo, edad y estudio
son matices. El silencio en la casa
en ocasiones ayuda.
La lenta hazaña de desprender la familia.[1]
[1] Poema de Francesca Gargallo Celentani en el libro Si puedo participo. Editorial Aracne. 2020.
Helena Scully Gargallo
Caminante que dibuja y panadera de risa pronta. Estudió creación literaria.
Integrante de los colectivos Vendaval y Nodo Solidale.
Narrado por una niña privilegiada de la Santa María y con muy poco barrio
El privilegio de ser hija de personas muy pensantes; la conozco y quizá no tiene barrio, (tiene mundo). A ti no te conozco, pero se que yo sí tengo barrio y tú no sabes lo que es eso lo que tienes es resentimiento de clase. Saludos a Elena gracias por la info sobre Cospito, saludos. Fuerza.
Nací en uno de los barrios más pobres de Latinoamérica. El problema profundo, es querer pertenecer a la idea de tener barrio. No tiene mundo, tiene miedo y vergüenza de sus privilegios, porque nunca los nombra. No habla de haber sido parte de la gentrificación de la Santa María, y cree haber nacido con talentos natos, cuando solo intenta copiar, nunca supo quién era, porque siempre se lo dijeron. Y es una niña clasista y egocéntrica, que desde su perspectiva de niña rica, no tiene mucho pa decir. Solo está aquí por apellido, así se maneja el clasismo lamentablemente.
Nací en uno de los barrios más pobres de Latinoamérica, por eso sé identificar cuando alguien intenta apropiarse de esa identidad. No hablar de que fue parte de la gentrificación que critica en el otro texto, es grave; decir que criticas a lxs que construyen cuando tienes media manzana por herencia de tu abuelo europeo, es grave. La gente rica que quiere camuflarse en el barrio es peligrosa. Ocupa espacios por apellido, eso se llama clasismo, y ella sabe muy bien que cree tener talento nato al copiar a sus padres, pero jamás nombra sus privilegios creo por vergüenza. Nos es resentimiento de clase, es hueva de que lxs ricxs generalmente no tienen nada que decir y escriben pura mamada.
Que viva Miriam, que viva el pueblo garifuna, que vivan los pueblos del mundo!
Que muera el narcocapitalismo y sus acolitos!
No sabía que Francesca y Helenita vivieran en la Santa María. Yo las conocí hace 25 años en una escuelita en la Condesa, Helenita fue mi alumna cuando me dedicaba a impartir clases del camino de la mano vacía (karate) una niña muy alegre no menos que su mamá, las veía irse en su bicicleta con canasta para niño y su pequeño casco, una pequeña que no le importaba estar descalza, que no le daba miedo el kumite aunque derramara algunas lagrimas. Nostalgias de aquellas que no se borran.