Kolumna Okupa

Rocío Silva Santisteban

Dina Boluarte, su traición y su lastre

Una de las aspiraciones del movimiento feminista peruano es, sin duda, la participación de más mujeres en el ámbito de la política pública. Desde que en 1985 Virginia Vargas y Victoria Villanueva, no solo mujeres sino feministas en activo, se presentaran como candidatas al congreso la aspiración creció y se convirtió en un anhelo. Hace muchos años las feministas propusimos la ley de cuotas, luego la paridad, posteriormente la alternancia en todos los cargos de elección pública y pensábamos que era posible tener a una mujer presidente del país, mejor aún si era de las regiones y no de Lima y un plus si hablaba una de nuestras lenguas originarias.

Y la tenemos. Pero no era lo que pensábamos sino su antítesis.

Dina Boluarte se presentó como vicepresidenta en una propuesta electoral no solo de izquierda, sino de lo que ellos se autoconsideraban como “la verdadera izquierda” (Vladimir Cerrón, el jefe del partido, hoy con orden de detención y hace varios meses fugado de la justicia, lo restregaba en su cuenta de X). Es decir, esa izquierda nacida desde el Perú profundo y no en las aulas universitarias limeñas. Boluarte, quien en su breve carrera política se había presentado como candidata a alcaldesa del municipio de un distrito limeño —Surquillo— no tenía mayor trayectoria excepto ser presidenta del Club Departamental Apurímac, región donde nación, y funcionaria en activo del Registro Nacional Electoral. Una vida aparentemente modesta de una mujer, nacida en un pueblito de la sierra, que además es quechuahablante.

Pero ¿qué sucede cuando cruzas el límite de la ética básica, das órdenes de controlar las movilizaciones a balazos y no te conduelen ni las madres de los asesinados?, ¿sigues siendo del Perú profundo? Sin duda alguna. Solo que la eticidad no está esencialmente engastada en nuestros orígenes ni en nuestro género sino en nuestras propias prácticas del ejercicio del poder. Y eso las feministas debemos de aprenderlo.

Dina Boluarte nos está dando una tremenda lección.

Nos enseña a las mujeres peruanas que, no importa lo mucho que te definas de izquierda o las veces que hables de tus “waykis”, sin un verdadero vínculo con las bases sociales del país, te distancias y de pronto, junto a los galones de los generales y los almirantes, percibes que el poder te permite ciertas licencias.

Es así como todo se entibia y aceptas “prestados” varios relojes Rolex del (sentenciado por corrupción) presidente del Gobierno Regional de Ayacucho. O desapareces 12 días de la agenda presidencial para retocar tu nariz con el médico cirujano plástico de moda. O tomas la mano al octogenario Joe Biden en las escaleras de la Casa Blanca y sonríes para las cámaras. O dices que son “temas menores” que a tu hermano Nicanor Boluarte, que estaba formando el supuesto partido político que te sacaría de la cárcel en tu futuro imperfecto, lo hayan detenido y esté preso por utilizar a los prefectos para tal fin. O que tu abogado, aquel que contrataste para afrontar las denuncias por genocidio, lo hayan detenido por intentar corromper a un coronel de la policía pidiéndole que archive el expediente de tu hermano a cambio de su ascenso a general.

Ay, pero si son temas menores.

Mientras Dina Boluarte tenga el apoyo del congreso y sus secuaces —“la vacancia es un trámite desagradable” ha dicho el congresista que presentó la moción de vacancia contra Pedro Castillo— y el respaldo de la clase empresarial en pleno, desde las poderosas familias que manejan bancos, cadenas de retail y agroindustrias hasta los emergentes mineros informales o transportistas, no pasará nada y seguirá sentada en la silla del poder. Menos aún si los generales y almirantes siguen cuadrándose frente a ella.

¿Podría Dina Boluarte estar sentada en esa silla si no hubiera hecho ese tremendo viraje a la derecha? No, sin duda alguna. Su poder emana de la traición a sus ideas, “la verdadera izquierda”, a Pedro Castillo (“si a mi presidente lo vacan, me voy con él”) pero especialmente, de su filiación contranatura con el fujimorismo y las fuerzas de ultraderecha (ese pacto implícito con el alcalde de Lima).

Ha confesado uno de los ex asesores de Boluarte que, luego de la masacre de Ayacucho, ella quiso renunciar cuatro veces. Al parecer estaba nerviosa, deprimida, ansiosa, y tenía el rostro desencajado. ¿Quién la convenció de que se quedara esa quinta vez? No lo sabemos. Pero sí sabemos que, 15 días después ante la masacre de 18 personas en Juliaca, ella no lloró, no se desencajó, no hubo ansiedad y, por el contrario, le exigió a la policía que fueran rotundos para aplacar la rebelión puneña. Cruzó el Rubicón. Le abrió los brazos al poder dictatorial y se enredó con él en un encuentro que continúa hasta hoy.

Las feministas de izquierda vamos a terminar estigmatizadas por la conducta de esta mujer. Hemos salido a las calles, en siete, ocho, catorce o veinte veces, gritando Dina/Asesina/ElPuebloTeRepudia y nos hemos organizado en colectivos, comités, espacios diversos, hemos apoyado a los familiares, a los abogados, a las madres cuyos hijos han sido asesinados, hemos levantado nuestra voz en los organismos internacionales, hemos hecho colectas, pintado murales, enarbolado banderas.

Y lo seguiremos haciendo. Porque sabemos que no basta ser mujer para representar a las mujeres.

Rocío Silva-Santisteban Manrique

Feminista, activista, poeta, profesora universitaria y consultora de derechos humanos, género y conflictos ecoterritoriales para UNICEF, OXFAM, GIZ, Diakonia, Broederlijk Delen, Terre des Hommes, Red Muqui, entre otras. Miembro del Pacto Ecosocial del Sur y del Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza.

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