Kolumna Okupa

Texto y fotos Rocío Silva-Santisteban

Un año de la masacre de Juliaca

Que cante el pueblo su dolor

Deja que lloren a sus muertos

Deja que griten su indignación…

Edith Ramos, cantautora puneña

“La sangre corría como agua” sostiene Diego Armando Quispe, uno de los heridos durante la masacre de Juliaca, “pero varios con perdigones dentro del cuerpo decidieron no ir al puesto de salud por temor a que los denuncien. Qué habrá pasado con ellos”. Diego Armando lleva en su cuerpo 84 perdigones de los 92 que le cayeron el 9 de enero de 2023. Mientras tanto, en la conferencia de prensa que están dando los familiares a un año de la matanza de 17 civiles y un policía, la bandera peruana ensangrentada —con ella envolvieron a uno de los fallecidos— deja de flamear. 

Juliaca es una ciudad comercial poblada por quechuas y aymaras a 3800 msnm. En el “by pass” hacia el Cusco, construido como un elefante blanco porque es inservible, hay pegadas en las barandas fotografías de rostros en blanco y negro, de tres metros cada una. Sobre ellos y contra el cielo azul casi transparente flamean decenas de wifalas y banderas rojiblancas de las manos de miles de personas que han ido a conmemorar un año de la masacre de “Los Mártires de Enero”.

El 9 de enero de 2023 en esta ciudad de la meseta del Collao la policía mató a 17 personas con proyectiles de armas de fuego (fusiles Galil y de balines de plomo). Un porcentaje de los fallecidos habían salido a protestar por las muertes en Ayacucho y Andahuaylas de, a su vez, decenas de movilizados contra el nuevo gobierno de Dina Boluarte. Otros, la mayoría, simplemente pasaban por ahí. Un mes antes el expresidente Pedro Castillo había sido encarcelado luego de un golpe de Estado frustrado. En total hubo 50 víctimas mortales y 821 civiles heridos por abuso de la fuerza según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, así como un policía fallecido en circunstancias confusas y 230 policías heridos.

Yamileth Aroquipa Hancco estudiaba en la Universidad de Cochabamba y había regresado a su tierra para pasar Navidad y Año Nuevo. Esa tarde tenía que llevar comida al refugio de perros y gatos que ella, junto con otros compañeros animalistas de Entre Patas, mantenían a puro pulso. Previamente acompañó a su madre y a su hermana al mercado y de regreso, se adelantó al grupo, cuando de pronto para y le dice a su hermana, “me he mojado”. Era la sangre del forado de una bala de 9 mm que quedó en su cuerpo de apenas 17 años. Este lunes 8 de enero su madre, Dominga Hancco, cantó una canción que le había escrito a su hija asesinada. En el Teatro Municipal de Juliaca cogió el micro y entonó con rabia contenida, entre lágrimas, un lamento andino que al final reclama justicia a la “señora Dina”. Ese mismo día un grupo de psicólogos presentaron un libro sobre los efectos traumáticos entre los heridos y deudos de los asesinados y sobre la población. Cuestionaron que, desde Lima en los canales de televisión, aparezcan psicólogos que nunca han estado en la zona “hegemonizando las ideas de lo que ha pasado” y estigmatizando a sus protagonistas como sujetos insanos o violentos. Recordemos que, durante esos días, desde la tribuna oficial de los medios de comunicación y la prensa concentrada del Grupo El Comercio, se justificó la masacre, echándole la culpa a los “ponchos rojos de Evo Morales” o a “remanentes de Sendero Luminoso” que llegaron a soliviantar al pueblo puneño.

En realidad, lo que indignó a los puneños, especialmente a los campesinos y comuneros, era la insistencia de la presidenta Dina Boluarte por pensar en ellos como sujetos de programas sociales, subalternos a ser tutelados, en lugar de verlos como a iguales que buscan instituirse como sujetos políticos. Boluarte no espero ni una semana para traicionar todas sus propuestas como vicepresidenta de Pedro Castillo y, por supuesto, la principal: “si lo vacan a mi presidente, me voy”. Hoy sigue aferrada al poder y para lograrlo ha claudicado en todo, sometiéndose de tal manera a los designios de la derecha peruana, que incluso aprobó el indulto que el manipulado Tribunal Constitucional le otorgó a Alberto Fujimori.

No hay novedad en esta actitud. Una mujer apurimeña, quechuahablante, de izquierda, se corrió a la derecha más pútrida por la necesidad de flotar hasta el año 2026: escapa hacia adelante y hacia su ruina. Ella habla en el quechua de los hacendados, de los mistis y no de los runas, por lo tanto, sigue despreciando a los grandes sectores populares que dice representar. La racialización de la política en países latinoamericanos nos divide en dos: los sacrificables y los ciudadanos. Los ciudadanos, como dice la canción, requieren de muertos de su felicidad. El modelo de desarrollo nos arrincona exigiendo cuerpos matables para poder seguir adelante con el crecimiento. Cualquier movilización que ponga en duda la idea de esa ciudadanía pasiva frente al modelo económico y político impulsa la maquinaria de represión y muerte. Eso es lo que sucedió en diciembre y enero en mi país: un reguero de cadáveres que enterraron lo poco que quedaba de democracia.  

En la conferencia de prensa organizada por la Asociación de Familiares y Heridos de los Mártires de Enero, Raúl Samillán, hermano de Marco Antonio, estudiante de medicina asesinado con una bala de AKM por la espalda mientras atendía a un herido, sostiene impetuoso que no pararán hasta encontrar justicia para todos los heridos y deudos; reconoce que el Estado ha entregado 50 mil soles (13,400 dólares) a las familias de los deudos y 25 mil soles (a 4700 dólares) a 43 de los 274 heridos registrados, pero que la búsqueda de justicia es aún infructuosa y no quieren pasar por el vía crucis de los familiares de los afectados por el conflicto armado interno (1980-2000) con quienes están en permanente contacto: “¿Será un pecado haber nacido en un lugar pobre?, ¿será pecado haber nacido en estos territorios de los Andes? Recibimos un dolor, un maltrato, pero somos de carne y hueso como los peruanos de la capital. No nos miren con desprecio. El tener un color de piel diferente no nos hace diferentes porque como en la capital también lloramos, reímos, amamos…”

Samillán ha llegado hasta Washington, con la ayuda de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y la Asociación Fe y Derechos Humanos – FEDERH de Juliaca, especialmente por el apoyo del Hermano Edwin Poire y el sacerdote Lucho Zambrano, para denunciar al gobierno de Dina Boluarte que ha dejado 50 muertos en todo el país asesinados por balas o perdigones de acero. Durante esa mañana fría en el local de la Comisión Interamericana, el embajador del Perú ante la OEA, Gustavo Adrianzén, se salió de sus cabales, y ante el reclamo de los asistentes —no de los demandantes— contestó: “Shame on you… ellos ocasionaron las muertes” (ver video). Unos meses antes, en setiembre de 2023, la presidenta viajó a la zona de la selva central, Pichanaki, donde también hubo tres asesinados, y fue pifiada y abucheada por toda la población. Ella, visiblemente alterada, les gritó: “No me digan asesina, ¿quiénes mataron a nuestros hermanos? Se mataron entre ellos”. Anteriormente había afirmado “esa no es una protesta pacífica, sino violenta y organizada por un grupo con una agenda basada en el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando”.

La narrativa oficial, por lo tanto, no es que la policía o las fuerzas armadas hayan abusado de la fuerza, sino que ellos mismos se mataron entre sí como terroristas y delincuentes narcotraficantes. Esta mentira es un insulto a los familiares de las víctimas. Pero la mendacidad del gobierno tiene patas muy cortas porque sin duda, ha sido totalmente rebatida por los informes de la propia CIDH, de Human Rights Watch, de Amnistía Internacional —titulado Racismo Letal— y de la Oficina de la Relatoría para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Además, investigaciones periodísticas serias, como las que ha realizado Mitra Taj del New York Times o el equipo de investigación de IDL-Reporteros —que acaban de ganar el premio Colpin de periodismo— han demostrado con videos y fotos las acciones de soldados en Huamanga y de la policía en Juliaca que han disparado al tórax, estómago y cabeza. Dina Boluarte y Alberto Otárola, el primer ministro, han sido denunciados por genocidio.

El abogado de varios de los deudos, César Quispe Calsín, afirma durante la conferencia de prensa que llegarán hasta las últimas consecuencias para que se haga justicia. Explica de forma técnica sobre el destino de las diversas carpetas fiscales (la 235, la 23 que se ha ido a Lima, la de Matusani) y señala que, si es necesario, llegarán hasta la Corte Penal Internacional porque lo que ha sucedido en Juliaca podría calificarse como genocidio.

Esa mañana del 9 de enero de 2024 un rotundo cielo sin nube alguna es el marco de la veintena de gigantografías con los rostros de los heridos y los deudos. Los ojos cerrados, otros mirando fijamente a la cámara, los labios delineados, las barbas incipientes, el dolor en cada uno de los poros, el miedo a ser también criminalizados: esas fotografías de Omar Lucas en blanco y negro producen estremecimiento. Bajo ellas un grupo de estudiantes han construido en paper-maché una figura vestida con uniforme militar y un inmenso velo negro: es una imagen de Dina Boluarte, el vestido una mezcla de su actitud y el atuendo necrológico que usó para visitar al Papa Francisco. La arenga insignia de todas las movilizaciones, “esta democracia ya no es democracia/ Dina asesina el pueblo te repudia” es entonada mientras varias bandas de músicos y conjuntos de sicuris tocan El Pueblo Unido.

Más de 15 mil personas asistieron a la misa en quechua, aymara y castellano. La oficiaron tres sacerdotes católicos y uno luterano. Activistas, mujeres del campo, deudos, abogados, dos congresistas de Cusco y Lima, una exministra que renunció a su cargo antes de la masacre, comuneros y ronderos, enfermeras y médicos, estudiantes, conjuntos de danzas, mototaxistas, obreros de construcción, escuchan atentos y nos damos entre todos el abrazo de la paz. La paz sea contigo. Una mujer con una sombrilla rosada se acerca y me abraza. Los ronderos se abrazan entre ellos. La viuda de Manuel Quilla Ticona abraza a su hijo de seis años. Los periodistas dejan a un lado sus cámaras, sus micros, sus celulares, y se abrazan. Al final la suave voz de Edith Ramos se deja escuchar a través de los parlantes, solo acompañada por su charango, y con una voz desgarrada canta un lamento puneño: “Qué cante el pueblo su dolor/deja que lloren a sus muertos/ deja que griten su indignación//Qué buscas con acallarlo/ qué buscas con desangrarlo/ qué buscas con desunirlo”.

Terminada la misa una movilización de familiares y heridos, juliaqueños y activistas, se va acrecentando conforme avanza hacia la plaza principal con comuneros de las zonas de Azángaro, de Sandia y de otras provincias altas, vestidos rigurosamente de luto, llevan una bandera del Perú negra como signo de duelo. Veinte mil personas caminan y gritan y reclaman justicia. En la plaza el muñecón de Dina Boluarte es incinerado.

Soundtrack

Voces puneñas y bandas de sikuris, Esta democracia ya no es democracia

Edith Ramos, Que cante el pueblo su dolor

Sikuris de Juliaca, Hacia la tercera toma de Lima

Los Qaris de Huancavelica, Dina Balearte

Diazepunk, Dina Asesina

Artelou, Dina Asesina RAP

Rocío Silva-Santisteban Manrique

Feminista, activista, poeta, profesora universitaria y consultora de derechos humanos, género y conflictos ecoterritoriales para UNICEF, OXFAM, GIZ, Diakonia, Broederlijk Delen, Terre des Hommes, Red Muqui, entre otras. Miembro del Pacto Ecosocial del Sur y del Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza.

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