Kolumna Okupa

Rocío Silva Santisteban

Auschwitz-Latinoamérica

… cavamos una tumba en el aire

Paul Celan

Se han hecho tantas películas sobre los campos de concentración, desde extrañas producciones checas o polacas sin subtítulos hasta La lista de Schindler; se han escrito tantos textos sobre los lager como el testimonio del escritor italiano Primo Levi Si esto es un hombre, o la novela Sin destino de Imre Kersetz o el poema Fuga de la muerte de Paul Celan, nacido Anzcel, sobreviviente del campo de Moravia. Se ha producido tanta teoría, pensamiento, reflexiones sobre el exterminio de once millones de judíos y millones de rusos, prisioneros políticos, gitanos (romaníes), prostitutas, homosexuales, textos de una agudeza crítica como Eichmann en Jerusalén de Hanna Arendt o los tres tomos de Homo Sacer de Giorgio Agamben.

Pero nada se compara a caminar sobre las piedras mojadas por una lluvia vacía y sosa que va formando charcos por aquí y por allá en la tierra negra de Ośviecim, como se dice en polaco, o Auschwitz, como fue rebautizado por los alemanes, mientras a lo lejos puede una contar diez, veinte, cuarenta, cincuenta barracas de ladrillo y decenas de barracas de madera, donde vivieron cientos de miles de personas a las que se les arrancó la humanidad y se les dejó en forma de biología pura solo para convertirlos en cenizas.

El sábado 5 de agosto de 2023 estuve en Auschwitz.

Durante muchos años, debido a mi interés en el ámbito de los derechos humanos y de la memoria, he leído, analizado, estudiado, visto películas y documentales, incluso he leído apasionadamente cómics –como el clásico Maus de Spiegelman—y también he conversado con mis maestros y con mis alumnos, con mis colegas, en clases o fuera de clases, en los pasillos o por correos electrónicos, sobre las implicancias no solo del campo de exterminio y la maquinaria de la muerte sino, especialmente, sobre el mal banal y la biopolítica. Es decir, sobre la forma como los seres humanos ejecutan el mal, producen dolor físico y psíquico, considerando siempre que no tienen ninguna responsabilidad en esos resultados, incluso sin placer ni sentimientos mucho menos odio. Mecánicamente. Obedeciendo “órdenes”.

La crueldad de Auschwitz y su portentosa maquinaria de destrucción masiva a nivel industrial se sostiene no solo sobre el racismo y la denigración de la otredad sino, especialmente, sobre la idea de que flotando se puede evadir cualquier relación directa con la maldad propia. Esa maldad de uno mismo que aflora en momentos de ansiedad y crisis y que puede haber sido regada con desprecio y odio desde la infancia para convertirla en un géiser helado y abyecto. El ser humano suele engañarse y pensar que el caníbal es el otro.

Por eso mismo uno de los grandes monumentos escritos sobre las zonas grises del campo de concentración es la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi. En ella el químico sobreviviente al campo de exterminio reconoce que los monstruos son unos cuantos, pero que “más peligroso es el hombre común, el funcionario presto a creer y a actuar sin hacer una sola pregunta, sin ninguna duda”. Pero no solo hablamos de los victimarios por antonomasia, los nazis, los “malos” de todas las películas, todas las series, todos los documentales, aquellos que personifican el mal radical. Hay que pensar también en los propios prisioneros que, como decía Levi, se convirtieron en carniceros de sus propios vecinos, de sus paisanos, de otros como ellos. Los Kapo o los Sonderkommando era judíos y los segundos muchas veces fueron solícitos a los SS, por una miga más de pan, golpeaban a sus compañeros que no hacían bien la fila o que, por la debilidad, no se sostenían en pie. Otros Sonderkommando eran quienes quitaban los dientes de oro de los cadáveres que habían sido abatidos por el gas mortal Zyklon B. Al final, en el gran campo de Auchwitz-Birkenau, esos individuos fueron exterminados porque “sabían demasiado” sobre la maquinaria interna. No les sirvió ser solícitos porque eran judíos.

En América Latina las máquinas de muerte no han sido tan industriales como aquellas de Auschwitz o Treblinka pero tampoco han sido artesanales. Lugares de memoria como la Escuela de Mecánica de la Armada – ESMA en Buenos Aires o la explanada denominada La Hoyada al costado del Cuartel Los Cabitos en Huamanga son espacios de torturas, incineración de cadáveres y cenizas. En esos lugares hombres y mujeres como sus propios opresores eran paisanos, amigos, ex camaradas o incluso llevaban los mismos apellidos. El soldado raso que, después de violar el cadáver de la supuesta terrorista, le dijo al suboficial “pero si todavía está calientita, mi sargento” en Aucayacu, margen derecha del río Huallaga en el Perú (1984), es probable que tuviera la misma contextura y hasta el mismo apellido que aquellos miembros de la Mara Salvatrucha hoy recluidos en la “cárcel más grande de Latinoamérica” como la ofrece a los medios el presidente Bukele de El Salvador.

Me pregunto qué no hemos aprendido de la historia de Europa, incluso, los propios europeos que hoy lanzan misiles como jugando a un lado y otros de la frontera del Donbass en Ucrania. Nosotros tampoco desde NuestrAmérica hemos podido asimilar las lecciones históricas, nuestras y del mundo, de considerar al otro un subhumano plausible de arder en las calderas del infierno. Hoy, en que las campañas de desprestigio demonizan al contrincante como terrorista o bastardo, las lecciones de la historia de los campos de exterminio parecen haberse olvidado. Sin ir muy lejos en el Perú, la presidenta Dina Boluarte calificó a los movilizados de diciembre 2022 y enero 2023, que fueron asesinados por balas de fusiles Galil del ejercito que ella comanda, como terroristas. Exactamente 49 personas. Cuando haces eso, el estigma permite al otro, a cualquiera, apuntar con toda la maldad hacia el terruqueado sintiéndose un héroe que desencaja la carne podrida del cuerpo social. Terruquear en el Perú es dar una licencia para aniquilar.

Pero también en El Salvador de Nayib Bukele, como lo ha señalado Raúl Zibechi en un artículo de La Jornada, ha cercado el departamento de Cabañas, habitado por 160 mil personas, por ocho mil militares y policías en una especie de guerra contra la delincuencia pero aplicando el principio de “tierra arrasada” usado durante la época del conflicto armado. Bukele ha dicho, utilizando el mismo término de Dina Boluarte, que “Cabañas se ha convertido en el lugar con más células terroristas”. Terruquear en El Salvador permite violar derechos humanos bajo la excusa del control del hampa pero, lo peor de todo, recibe el aplauso de las mayorías nacionales que aprueban a Bukele en un 93,9% para la reelección del próximo año.

Quizás sería oportuno recordar que Adolf Hitler subió al poder por elecciones (indirectas) y no por un golpe de Estado.

Rocío Silva-Santisteban Manrique

Feminista, activista, poeta, profesora universitaria y consultora de derechos humanos, género y conflictos ecoterritoriales para UNICEF, OXFAM, GIZ, Diakonia, Broederlijk Delen, Terre des Hommes, Red Muqui, entre otras. Miembro del Pacto Ecosocial del Sur y del Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza.

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