Con tu permisito Madre
Luego de no consultarlos, ni respetar las regulaciones constitucionales existentes (limitadas, pero una conquista de los pueblos antes que una concesión de los gobiernos recientes), ya no digamos los nuevos lineamientos internacionales, se condena a los pueblos originarios a dar el aval simbólico a su cuarta aniquilación mediante la puesta en escena, fuera de lugar y tiempo, de ceremonias tradicionales que en su contexto son legítimas y generalmente íntimas, cosa de los pueblos mismos y nada más. Hoy sirven para hipnotizar plazas en cadena nacional, llenas de participantes sin relación ontológica o cultural alguna con eso que están viendo ocurrir, independientemente de las emociones que experimenten con el presidente, sahumado, limpiado, uncido. ¿La legitimidad electoral de 30 millones autoriza a manipular tradiciones, creencias y usos de pueblos cuya central demanda, histórica y contemporánea, se les sigue negando: ser reconocidos como sujetos de derecho? Lo demás es ornato.
Tampoco se piense que las escenificaciones que empezamos a presenciar con alarmante frecuencia son un invento nuevo, del bastón de mando en el Zócalo a la petición de permiso a la Madre Tierra para darle en su madre en el norte de Chiapas, allí cerca del rancho La Chingada y de Macuspana, tampoco lejos de los municipios autónomos zapatistas de la selva Lacandona y la Zona Norte. Se dirá que los viejos baños de indio presidenciales y de gobernadores eran rancio indigenismo priísta y ahora son otra cosa, pero al menos no recuerdo a López Portillo o Salinas de Gortari recibiendo inciensos por cortesía de Fonatur para bendecir al modo indígena picos, palas y maquinaria a punto de iniciar operaciones desarrollistas.
En Bolivia, Evo Morales y su gobierno han llevado los rituales a Pachamama y sus variantes a extremos folclóricos que abochornan al más lego, aún cuando el mandatario tenga raíz aymara. Autoridades tradicionales, activistas e intelectuales aymaras y quechuas han descalificado los constantes actos presidenciales que sirven de coartada para lo mismo de siempre: avanzar con el progreso sobre los territorios habitados y vividos por pueblos originarios. Y volver objeto de turismo new age al ceremonial tradicionalista.
Para los pueblos originarios de América, atravesados por medio milenio de sincretismos católicos, evangélicos, imperialistas y partidistas, sigue siendo clara la frontera entre el poder político y la representatividad comunitaria; más aún en las esferas de lo sagrado, exclusivas de los pueblos pues se construyen en sus lenguas y creencias desde eso que se suele llamar “su cosmovisión”. Para los demás es ajeno, y punto. No hay que revolver. Cada pueblo, nación o tribu posee sus rituales propios, con variaciones abundantes incluso entre comunidades vecinas; ello aplica también a sus actos soberanos de hospitalidad y hasta reconocimiento a personas del gobierno o visitantes distinguidos.
Por culpa de la educación pública y privada, no es fácil para la opinión pública discernir lo que sucede en un México todavía incomprendido, el México “profundo” que describiera Guillermo Bonfil. El colonialismo, pasado y presente, intenta infiltrar las creencias y las costumbres de los colonizados para controlarlos, disponer de sus territorios y recursos, insertarlos en la malsana cadena de consumo capitalista y pavimentar su camino a la migración y una desigual integración al México imaginario. La ignorancia y el racismo interiorizado en la sociedad mayoritaria sirven de aliados a las presuntas buenas intenciones del desarrollo en clave capitalista-nacionalista, que a la postre no se diferencian del capitalismo imperialista trasnacional, como se vio bajo los gobiernos progresistas de Ecuador, Brasil o Argentina.
Reclutar celebrantes indígenas a modo, curanderos, chamanes y algún gobernador (donde esta figura existe, que no es todo el México indígena) e improvisar con ellos ceremonias para el vasto público de simpatizantes del gobierno, es una deformación acomodaticia aunque promocione las promesa de una nueva relación con los pueblos originarios. A éstos, para empezar, el nuevo gobierno los ha conceptualizado en primerísimo lugar dentro de la categoría “pobres”. Y luego, ha determinado seguir las pautas, hace tiempo agotadas, del indigenismo post revolucionario, que ya no existe porque los pueblos se emanciparon de esa tutela, del INI a la CDI perdió los dientes y se limitó a repartir programas y manosear consultas. ¿Será distinto con el flamante Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas? Las reivindicaciones contemporáneas de los pueblos originarios, y sus avances objetivos en materia de autodeterminación ya no caben en los casilleros del indigenismo.
Tanta insistencia en lo indígena y autóctono parece trivializar las demandas y verdaderas resistencias de los pueblos. Ya el concepto mismo de “consulta” significa una imposición del sistema político, como se ha comprobado en otros países. Los pueblos apechugan con las consultas buscando sacar ventaja de ese “derecho” (peor es nada), o al menos evitar que sea manipulado por las empresas extractivistas, las instancias gubernamentales y los tribunales como lo hemos visto en el istmo de Tehuantepec, la península de Yucatán y la Ciudad de México.
Por inquietante que resulte, la discusión en su horizonte real se plantea en los términos que precisa Gloria Muñoz Ramírez: “El cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 por el gobierno federal y la red de pueblos, naciones, tribus y barrios indígenas más amplia y representativa de las décadas recientes, hubiera sido el candado para evitar el despojo. Por eso no los cumplieron y diseñaron una ley indígena a modo con los planes neoliberales, hoy, por cierto, administrados por el actual gobierno federal”.
La legislación post salinista sigue vigente, y si nos guiamos por las reformas y leyes propuestas por legisladores actuales de todas las cámaras en materia agraria, territorial y educativa, todo apunta a que serán retocadas nada más.
Horas antes del episodio más reciente de esta nueva gesticulación, el director jurídico del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), Alejandro Varela, lo caracterizó no sé sin con cinismo o candor como “el ritual de los Pueblos Originarios a la Madre Tierra para Anuencia del Tren Maya” al arranque de la construcción del ferrocarril peninsular. “Un evento con contenido de respeto a la zona”, con la “compañía” de pueblos originarios y la presencia del presidente Andrés Manuel López Obrador, “para generar una pequeña ceremonia de anuencia y pedir permiso a la tierra para poder ejecutar el Tren Maya”. El funcionario turístico hizo el anuncio “al finalizar la presentación de Ritz-Carlton Reserve, el concepto de mayor prestigio de Marriott”, como reportó la prensa.
El entusiasta director jurídico aseguró que la obras del Tren Maya arrancarían terminandito la ceremonia “de anuencia” en Palenque. “La vía existente cuenta con todos los permisos y autorizaciones, perteneciente al ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, una instancia gubernamental de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes que va de Palenque, Chiapas, hasta Valladolid, Yucatán”. Les faltaba el permiso de la Madre Tierra, pero ya lo tramitaron ceremonialmente. Ahora sí, manos a la obra.
Fonatur asegura contar con el 95 por ciento de los derechos de vía para la construcción del Tren Maya, “con base en las concesiones de la carretera Mérida-Cancún y Cancún-Tulum, cuya posesión será por la autopista y las líneas de transmisión de la Comisión Federal de Electricidad”, institución que, como Pemex, será reformada y reforzada en el espíritu de 1938 pues Cárdenas, como Juárez, no debió de morir, siempre y cuando se pusiera al día en su concepción de lo indígena. El paternalismo del Estado, que sí debió de morir, sigue ahí.
Hermann Bellingahusen
Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.