Como pececito en la licuadora
Hace algunos años vi en una exposición de arte moderno, en Santiago de Chile, una gran licuadora eléctrica con un pececito vivo dentro. Un pez-bailarina rojo en un tubo de plástico con cuchillas y una ramita verde de adorno. Al lado de un botón rojo de tres tiempos, se colgaba un breve poema-instrucción pretendiendo explicar la banalidad de lo pretencioso. Después de mirarnos con el pececito sentí un vacío, como si flotando entre las plantas acuáticas, nubes y cardúmenes multicolores me hubiera chocado contra un vidrio invisible de mi pecera.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, una de las misiones de los servicios de inteligencia occidentales fue la creación de los nuevos símbolos culturales que darían al sistema una mayor solidez. Los expertos sicólogos se dedicaron a crear los moldes, los estándares y las modas capaces de disminuir la fantasía y la imaginación de sus propios pueblos, para imposibilitar un futuro diferente.
La idea es la de siempre: ensillar el potencial de la protesta de las nuevas generaciones en una organizacion social basada en la mentira, el saqueo y la explotación, para controlarlo y redirigirlo. Ahora vemos cómo los grandes medios de comunicación, los que teóricamente llaman a la tolerancia y a la multiculturalidad, son los primeros en promover los modelos culturales provenientes del narcotráfico y de la decadencia, instaurando las nuevas “libertades individuales” desde la estimulación sexual infantil hasta la pedofilia y el canibalismo. Un creciente sinsentido social generalizado, despierta a los monstruos de los inframundos de la conciencia humana. Al público imbecilizado por la televisión y la espiritualidad chatarra no se le ocurre otro circo que no sea macabro y podrido.
Para los mediocres y los ignorantes que mandan, no hay un refugio más seguro que el arte conceptual, (por supuesto no todo), el problema no está en el arte ni en sus géneros, sino en lo que el sistema convierte todo cuando lo toca, reforzándolo con la moda idiota de algunos países, los concursos de glotonería o las fiestas medievales donde se juega tirándose unos a otros la comida, en un mundo donde tantos siguen muriéndose de hambre.
Cada vez menos espacio queda para la literatura clásica, la poesía o la filosofía. Para ser pintor ya no es necesario conocer la teoría del color, los nuevos músicos no necesitan conocer las notas; para ser un bloguero o un influencer exitoso ahora no son obligatorios ni la gramática, ni los estudios, ni el conocimiento, ni el intelecto, y mucho menos la imaginación, que sí es peligrosa. Todos estos rudimentos más bien molestan. Hace unas semanas vimos videos de activistas en los museos, tirando la sopa de tomate a la pintura de Van Gogh y luego a otros, derramando botellas de leche en una tienda. No son casos aislados, estamos frente una tendencia que está creciendo, porque se incentiva y se dirige,
Cada vez más las turbas de los enajenados, de todas las edades y de diversas nacionalidades, incapaces de interpretar su creciente malestar en un mundo que les desprecia y no los necesita, inspiradas en aquellos lemas seudo-revolucionarios que nos vende el sistema desde su sucursal de “las alternativas”, están dispuestas a destruir el arte y la comida contra “la herencia patriarcal”, “las pobres vaquitas” etc., sin la más mínima comprensión de la mágica interconexión de nuestras culturas, nuestros tiempos y nuestros espacios, ni mucho menos porque les duela tanta hambre y tanta muerte devorando el planeta tercermundista.
Este es sólo un ejemplo más del control mental, que tiene como objetivo neutralizar los posibles focos de la resistencia al sistema dominante, vaciándole el sentido e instalando la mediocridad y la ordinariez como signos de estos tiempos. El mecanismo tiene ya varias décadas, pero ahora es mucho más masivo y con muchísimo menos alternativas. Los servicios secretos anglosajones son disciplinados y eficientes.
Oleg Yasinsky
Periodista ucraniano independiente