Crónicas de las luces y de los ruidos

Oleg Yasinsky

Capurganá, casi un paraíso

En las guías turísticas de Colombia, este pequeño pueblo pesquero del Caribe en la frontera con Panamá, le propone uno de los últimos paraísos posibles, el azul verdoso de las aguas cristalinas en la entrada a la selva, el lugar del desove de las tortugas marinas, varios kilómetros de arrecifes en medio de la húmeda calma tropical, lejos y fuera de los ruidos y las preocupaciones de lo mundano. Capurganá, “Cabúrgana”, “la tierra del ají” en el idioma de los indios kuna, que vivían aquí antes de la llegada de los españoles, cuando el lugar correspondía a sus descripciones de las promesas turísticas.

Un viajero que llega a Capurganá, primero que nada, ve un exagerado retrato de lo que el modelo capitalista nos vende como “el desarrollo de la provincia gracias al aumento del turismo”. Un desenfrenado boom hotelero sin ningún cambio de la infraestructura local ni las precarias condiciones de vida de los habitantes de la zona. Las imágenes grotescas de las maletas de turistas trasladadas a los hoteles en los carros de la basura y luego, los visitantes del pueblo saltando por los charcos llenos de desperdicios y vidrios rotos por las calles sin pavimentar y muy mal iluminadas. Hay impuestos turísticos por llegar a cada playa y por cualquier servicio por malo que sea, pero ni un solo peso se convierte en bienestar para la población local, todo lo contrario: con el turismo llegan los altos precios, la delincuencia, la prostitución y las drogas; la ley de oferta y la demanda en un micronivel de una aldea sólo hace la realidad más gráfica y más caricaturesca.

Pero lo fuerte de la economía actual de Capurganá no es el turismo sino el creciente abismo entre los mundos del planeta Tierra, que acelera el movimiento de los enormes flujos de seres humanos, de un continente al otro, de una ilusión a otra, de una humillación a otra. La selva del Darién, que une a Colombia con Panamá es una de las más tupidas y peligrosas del planeta. Aparte de los jaguares, serpientes e insectos venenosos, es el territorio de los grupos de crimen organizado, que controlan el tráfico de drogas y la migración ilegal rumbo a los Estados Unidos. Los paramilitares colombianos que hace décadas “se desmovilizaron” para cambiar de marca y pasar a llamarse “bacrim” y ahora “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, con varias ramificaciones como el “Clan Úsuga”, el “Clan Urabeño” y el “Clan de Golfo”, igual que ayer, siguen siendo aliados de la policía y del ejército. Ellos son los que desde hace años controlan el tráfico humano. Por las tardes o antes del amanecer, cuando los turistas disfrutan de las playas o duermen, cerca del muelle de Capurganá se pueden ver los silenciosos grupos de decenas de africanos, asiáticos y latinoamericanos, guiados por los coyotes locales, llamados “chilingueros”. La mayoría no habla español. Llegan en lanchas desde el municipio colombiano de Necoclí para iniciar su travesía aquí. Deben escoger entre la peligrosísima caminata por la selva, que puede durar entre 5 u 8 días y cuesta cerca de 100 USD, o un servicio “VIP” en lancha por unos USD 250, en el que por la noche ilegalmente, los trasladan a algún lugar de Panamá donde los recibe la oficina de la Cruz Roja Internacional “de donde no deportan”, como aseguran los lancheros.

Las policías de migración colombiana y panameña también son parte del negocio. A veces, para demostrar su trabajo, les corresponde detener al azar una que otra embarcación ilegal, pero la mayoría pasan sin problemas. Los lancheros ya no se motivan por el turismo: en una noche trasladando a los migrantes se pueden ganar hasta 1.500 dólares, una suma que en los pequeños pueblos del Caribe lo resuelve todo o casi todo. Claro, existen varios riesgos, pero desde la dramática precariedad laboral y social colombiana, no se ven muchas opciones y el Clan de Golfo demuestra ser un mejor administrador de recursos humanos que el Estado. El tráfico de humanos hoy se ve más atractivo y más seguro que el tráfico de drogas, que en la actual coyuntura del mercado, pasa al segundo plano.

Los que no tienen dinero para la vía rápida en lancha, deben pasar por el infierno, llamado el Tapón del Darién. Fuera de los riesgos de ser abandonados o asesinados por los “guías”, después de pagar la travesía, deberán enfrentarse con varias adversidades naturales que ni se imaginan. En redes circulan varios videos de los cuerpos descomponiéndose y siendo devorados por las bestias en medio de la selva. Sabemos que son miles de migrantes que entran cada mes a las trochas con dirección a Panamá, pero nunca sabremos el número de los que desaparecen para siempre.

El imprudente que trata de tomar fotos de los migrantes en Capurganá no arriesga solo su cámara, arriesga la vida. Los hoteleros evitan hablar sobre el tema, insistiendo que “no saben y no quieren saber nada”.

Parece que dentro de la pesadilla globalizada (y su evidente fracaso), los lugares que ayer se veían al margen de la realidad, hoy rápidamente se convirtieron en sus espejos más claros, donde el drama de cada pueblo tercermundista es una metáfora de la tragedia humana mundial. Tal vez es una razón más para empezar a construir la respuesta posible, no sólo desde el epicentro sino también desde la periferia.

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