Montaña adentro

Abel Barrera Hernández

Así se fue, como una golondrina

Lucrecia se fue, sin haber regado las flores que había sembrado en su patio. Pensó que a su regreso del hospital, las llevaría al cerro de Akuun Be’go (la deidad del rayo), para presentarlas como ofrenda y como agradecimiento, por el nacimiento de su hijo. Nunca imaginó que la complicación del parto le arrebataría la vida. La niebla, que envolvió la casa de Pedro, fue como el mal aire que entró por las rendijas de la choza de palos, donde yacía Lucrecia sobre el piso de tierra. Su marido la envolvió con una cobija y cargó con ella en busca de auxilio médico, en la cabecera municipal de Tlacoapa. Su cuerpo diminuto, no soportaba el dolor intenso que la estremecía de pies a cabeza. Encontrar a un médico en la Montaña, es como buscar una aguja en un pajar. Solo donde hay algún hospital básico comunitario, las pacientes pueden correr con suerte de ser atendidas. Tienen que adaptarse a los tiempos del médico; a su trató despótico y discriminatorio; a entender sus instrucciones que las dicta en español, entregando la receta, sin que le importe que no haya medicamentos.

Lucrecia, cuando llegó al mundo fue presentada a akúún júbá (deidad del cerro) y a akúún mbatsuun (deidad del fuego), las dos fuerzas cósmicas que le dan vida a su cuerpo. También la presentaron ante akúún xnundá (deidad del sueño) para mantener el vínculo con las abuelas y los abuelos. Ahí donde está mbaa xnundá, el lugar donde habitan los sueños. Fue en octubre del 1998 cuando nació, en tiempos de mucha lluvia y cuando la noche está poblada de relámpagos. Creció sobre los surcos, y las escarpadas Montañas marcaron su derrotero como una niña sometida por el poder de los hombres, quienes mandan en los hogares y en la comisaría. Creció bajo la sombra de su madre que soportó los golpes y los maltratos de su padre, aun cuando ella con muchos sacrificios tenía tortillas recién salidas del comal y chilmole en el molcajete.

Fue una dicha salir de su casa y convivir con otras niñas y niños en el preescolar y la primaria. Fue en ese espacio donde pudo desarrollar su creatividad y disfrutar del juego. A pesar de la precariedad de la vida familiar y de lo duro que es vivir en la Montaña, los primeros 12 años fueron tiempos de juegos y de trabajos arduos como el cuidado de los chivos y el corte de la leña.

Fue un privilegio estudiar la secundaria en Tlacoapa. Ahí conoció a Pedro, vecino de Plan de Guadalupe. Lucrecia tenía 14 años cuando dejó la escuela para irse con Pedro. A los 15 años se embarazó de Daniel, su primer hijo. Quemaron leña como se acostumbra entre los Mé’pháá y gracias a los buenos oficios de la partera, Lucrecia salió bien librada de esta prueba de fuego. Para asegurar la salud de Daniel lo presentaron ante akúún mbatsuun, el señor fuego.

La lucha en la Montaña es para no morirse de hambre, por eso no sólo la mamá y el papá tienen que trabajar en el tlacolol, también los niños y niñas desde pequeños aprenden a limpiar el terreno. Saben que de la madre tierra brotará el maíz, el frijol y la calabaza. De lo que salga correrá su suerte durante la temporada de secas, cuando el hambre arrecia. Las largas jornadas de trabajo no tienen ninguna recompensa económica, el único consuelo es que a los 5 meses puedan saborear el maíz nuevo.

Daniel, aun no cumplía un año, cuando la partera al tocar el vientre de Lucrecia, le preguntó si ya sabía que estaba embarazada. Fue una sorpresa que la desconcertó. Recordó lo que su madre le había dicho, que cuando una mujer está embarazada, tiene un pie en este mundo y el otro en el mundo de los muertos. Con su primer parto entendió los riesgos de la maternidad, de lo difícil que es parir un hijo en condiciones sumamente adversas. Gracias al apoyo de Nicolasa, la partera del pueblo, Lucrecia salió bien librada. Sin embargo, las complicaciones de los partos requieren el apoyo médico, para evitar las muertes maternas. En la Montaña, las mujeres luchan contra todo; contra la desnutrición severa que padecen desde niñas; la violencia que ejercen sus padres, maestros y esposos; la falta de instalaciones médicas; la ausencia de doctoras y enfermeras; la carencia de medicamentos y la imposibilidad de llegar a un centro hospitalario de segundo nivel.

El tercer parto de Lucrecia, fue otro viacrucis marcado por el sufrimiento y la discriminación. Ante las complicaciones que tuvo, Pedro tuvo que llevarla al Hospital de Tlacoapa. Lucrecia ya no tuvo la fuerza de entrar con su propio pie. Los dolores eran insoportables. Ya no pudo comer el caldo de pollo que le preparó su mamá, para revitalizarla. Desde las 6 de la mañana hasta las tres de la tarde Lucrecia sentía que moría. Todo quedó en manos del médico y la enfermera. Desde las cuatro de la tarde, la situación se complicó al ver que el doctor y la enfermera entraban y salían sin hacerles caso. Al final salió para decir que urgía el traslado de Lucrecia a Tlapa. Al sacarla, Pedro se sorprendió de que su mirada estaba extraviada. No se movía y veía que salía espuma de su boca. “No me dijeron nada. Me ignoraron”, dijo con tristeza y enojo Pedro. Fue testigo de cómo nada se puede hacer en la Montaña cuando las instituciones de salud son un cascarón. En estos lugares la discriminación institucionalizada termina matando a las madres indígenas, sin fincar responsabilidad penal ni administrativa a las autoridades encargadas de velar por la salud de la población.

La insolencia que indigna es cuando el médico expresa con desfachatez “tu mujer de por sí ya venía grave y tú tienes la culpa por no traerla a tiempo”. Al final, tanto las madres como los padres resultan ser los culpables de las muertes maternas. En la Montaña las mujeres parecen estar sentenciadas a muerte, cuando se complica su situación de parto. A las madres nadie les asegura que ante un parto complicado podrán salir bien libradas. Solo quedan como testimonios las actas de defunción, que en el caso de Lucrecia, el médico asentó que la causa de su muerte fue por “choque hipovolémico, hemorragia obstétrica y retención de restos placentarios”. Son las muertes maternas que forman parte de la cotidianidad en los hogares de la Montaña y de la indolencia gubernamental. Las muertes de las mujeres que nadie llora y que ni siquiera hay registros de sus decesos.

Lucrecia, como muchas madres-niñas de la Montaña, mueren también a edad temprana. Son como las golondrinas que alegran el campo, pero que en un abrir y cerrar de ojos, se esfuman. Así sucedió con Lucrecia, a sus 21 años de edad dejó a Daniel en manos de su abuela. En lugar de ver crecer el fruto de sus entrañas, se topó con la muerte. Se truncaron sus sueños, se hicieron añicos sus planes de vida familiar, de ver crecer a los hijos, para que sean ellos y ellas los baluartes de la vida comunitaria. Lucrecia, se fue como una golondrina.

Abel Barrera

Antropólogo mexicano y defensor de los derechos humanos. En 1994 fundó el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan en Guerrero, México. Ha recibido diversos premios por su trabajo en la defensa y promoción de los derechos humanos, de Amnistía Internacional Alemania en 2011, y el premio de derechos humanos 2010 del Centro por la Justicia y los Derechos Humanos Robert F. Kennedy, entre otros

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